La krakatita (7 page)

Read La krakatita Online

Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

BOOK: La krakatita
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
IX

A Prokop ya le permitían levantarse de la cama durante una horita al día. Por el momento arrastraba las piernas de cualquier manera y, por desgracia, no tenía mucha conversación; le dijeras lo que le dijeras, por lo general respondía con parquedad, a la vez que se disculpaba con una tímida sonrisa.

Digamos, por ejemplo, a mediodía (estamos a principios de abril): suele sentarse en el jardín en un banco. Junto a él el hirsuto
terrier
Honzík se ríe a mandíbula batiente bajo sus mojados bigotes de inspector, ya que por lo visto está orgulloso de su función de acompañante, y se relame y entorna los ojos de alegría cuando la zurda de Prokop, llena de cicatrices, le acaricia la tibia y peluda cabeza. A esa hora el doctor suele escaparse de la consulta, la gorra de vez en cuando le patina por la tersa calva, se pone en cuclillas y planta verduras; con sus gruesos y cortos dedos deshace los terrones de abono y rellena con cuidado la cama de los brotes jóvenes. Al rato se empieza a irritar y gruñe; ha clavado su pipa en algún lugar del huerto y no logra encontrarla. Entonces Prokop se incorpora y con la perspicacia de un detective (puesto que en la cama lee novelas de detectives) se dirige directamente hacia la pipa extraviada; lo cual aprovecha Honzík para sacudirse con gran alboroto.

A esa hora Anči (pues así, y de ningún modo Andula, desea que la llamen) suele ir a regar el huerto de su padre. En la mano derecha lleva la regadera, la izquierda surca el aire; una llovizna plateada borbotea sobre la joven arcilla, y si aparece Honzík por las inmediaciones, recibe un azote o un coscorrón en su cabeza hueca; entonces empieza a gañir desesperado y busca protección junto a Prokop.

Durante toda la mañana desfilan pacientes por la consulta. Echan gargajos en la sala de espera y callan; cada uno de ellos piensa sólo en su propio sufrimiento. A veces resuena en la consulta un horrible grito cuando el doctor le extrae una muela a algún chiquillo. En esas ocasiones Anči, presa del pánico, se pone también a salvo junto a Prokop; pálida y fuera de sí, agita con angustia sus largas pestañas y espera hasta que pasa el terrible suceso. Finalmente el chico sale corriendo fuera con un lánguido gemido, y Anči se disculpa torpemente por su delicada cobardía.

Algo totalmente diferente es cuando se para frente a la casa del doctor un carro cubierto de paja y dos tipos suben con cuidado por las escaleras a un hombre gravemente herido. Tiene una mano destrozada o una pierna rota o la cabeza reventada por una coz; el sudor frío se agolpa en su frente, horriblemente pálida, y en voz baja, con heroico autocontrol, gime. En toda la casa reina un silencio trágico; en la consulta, sin apenas ruido, se desarrolla algo serio; la gorda y alegre sirvienta camina de puntillas, Anči tiene los ojos llenos de lágrimas y los dedos temblorosos. El doctor entra como un vendaval a la cocina, con un grito pide ron, vino o agua, y su redoblada rudeza oculta una amarga compasión. Y durante todo el día siguiente guarda silencio, y se sulfura, y da portazos.

Pero hay también una gran fiesta, la célebre feria anual del médico de aldea: la vacunación de los niños. Cientos de madres mecen a retoños que berrean, chillan, duermen; llenan la consulta, el pasillo, la cocina y el jardín. Anči anda como loca: querría acunar, mecer y cambiar los pañales a todos esos niños sin dientes, desgañitados y cubiertos de pelusa en un ataque entusiasta de maternidad propio de la diosa Cibeles. Incluso al anciano doctor le brilla la calva de un modo más ostentoso de lo habitual, va sin gafas desde la mañana para no asustar a los críos, y sus ojos nadan en un mar de cansancio y alegría.

En otras ocasiones suena un timbrazo impaciente en medio de la noche. Después rugen junto a la puerta unas voces, el doctor refunfuña y el cochero, Jozef, debe enganchar los caballos. En algún lugar de la aldea, tras un ventanuco iluminado, viene al mundo otro ser humano. El doctor regresa ya por la mañana, cansado pero satisfecho, y apesta a ácido fénico a una distancia de diez pasos; pero así es como más le gusta a Anči.

Además hay aquí otros personajes: la gorda y risueña Nanda en la cocina, que todo el día canta y cascabelea y se dobla de la risa. A continuación el serio cochero Jozef, de bigotes colgantes, historiador; lee continuamente libros de Historia y le gusta exponer, por ejemplo, las Guerras Husitas o los secretos históricos de la provincia. Luego el jardinero de la hacienda, todo un mujeriego, que cada día pasa por el jardín del médico, le vacuna las rosas, corta las ramas y provoca a Nanda peligrosos ataques de risa. También el peludo y alegre Honzík, que ya hemos mencionado antes, que acompaña a Prokop, espanta a las pulgas y a las gallinas, y adora ir en el pescante del carro del médico. Fric es un viejo jamelgo un poco canoso, amigo de los conejos, un caballo sensato y de buen corazón; acariciar su morro tibio y sensible es sencillamente el colmo de la placidez. Por último, el rubicundo ayudante de la finca, enamorado de Anči, la cual, aliada con Nanda, le toma el pelo sin compasión. El capataz de la finca, viejo zorro y granuja, que suele ir a jugar al ajedrez con el doctor; el doctor se indigna, se encoleriza y pierde. Y otros personajes locales, entre los cuales el increíblemente tedioso agrimensor, interesado en política, aburre a Prokop con el derecho que le otorga su condición de colega.

Prokop lee mucho, o finge leer. Su cara, llena de cicatrices y seria, no revela gran cosa, sobre todo acerca de la desesperada lucha secreta que libra con su alterada memoria. Especialmente los últimos años de trabajo han sufrido bastantes desperfectos; las fórmulas y procesos más sencillos están ahí, y Prokop escribe en los márgenes de los libros fórmulas incompletas que afloran en su cabeza cuando menos piensa en ellas. Después se va a jugar con Anči al billar, ya que es un juego en el que no hace falta hablar demasiado. También se apodera de Anči la seca e impenetrable seriedad de Prokop; juega concentrada, apunta frunciendo el ceño con severidad, pero cuando la bola se dirige, como adrede, hacia otra parte, abre la boca sorprendida y con la lengua le indica el camino correcto.

Las noches junto a la lámpara. El que más charla es el doctor, naturalista entusiasta sin conocimientos de ningún tipo. Sobre todo lo fascinan los últimos enigmas del mundo: la radioactividad, la infinitud del espacio, la electricidad, la relatividad, el origen de la materia y de la humanidad. Es un materialista acérrimo, y precisamente por eso siente un misterioso y dulce terror al enfrentarse a cuestiones irresolubles. En ocasiones Prokop no puede contenerse y corrige la ingenuidad, propia de Büchner, de sus opiniones. Entonces el anciano lo escucha con verdadera devoción y comienza a respetar enormemente a Prokop, especialmente en aquellos puntos en los que a él no le alcanza el entendimiento, digamos, por ejemplo, el potencial de resonancia o la física cuántica. Anči simplemente se queda sentada apoyando la barbilla en la mesa; es ya mayor para esta postura, pero evidentemente desde la muerte de su madre se ha olvidado de crecer. Ni siquiera pestañea y mira por turnos, con los ojos como platos, a su padre y a Prokop, y
vice versa.

Y las noches, las noches son tranquilas y anchas como en todas partes en el campo. En algunas ocasiones llega del establo el tintineo de una cadena; en otras, a mayor o menor distancia, rompen a ladrar unos perros. Atraviesa el firmamento una estrella fugaz, la lluvia primaveral comienza a susurrar en el jardín o el solitario pozo gotea con un sonido argénteo. El puro y abisal frío sopla a través de una ventana abierta, y uno se va quedando dormido en un sueño beatífico sin ensoñaciones.

X

En fin, las cosas iban mejor; día a día Prokop recobraba la vitalidad, como si la vida regresara a él a pequeños pasos. Sentía tan sólo cierto embotamiento de la cabeza, tenía todavía la sensación de estar un poco como en sueños. No le quedaba sino mostrar su agradecimiento al doctor y continuar por sus propios medios. Una vez intentó anunciarlo después de la cena, pero todos se quedaron callados sin decir esta boca es mía. Y después el anciano doctor cogió a Prokop del brazo y lo condujo a la consulta; tras dar algunos rodeos le espetó con una rudeza no exenta de turbación que no debía marcharse, que era mejor que descansara, que todavía no podía tenerlas todas consigo, en fin, que se quedara y punto. Prokop le llevó la contraria sin demasiada convicción; la verdad era que aún no se sentía recuperado y que en cierto modo se había malacostumbrado. En resumen, ni hablar de marcharse por el momento.

Por las tardes el doctor se encerraba en su consulta.

—Venga alguna vez a sentarse conmigo, ¿no? —dijo a Prokop como de pasada. Prokop lo sorprendió frente a todo tipo de frascos, tarros y polvos—. Sabe, aquí, en este lugar, no hay botica —explicó el doctor—, tengo que fabricar los medicamentos yo mismo —y con sus dedos gruesos y temblorosos se puso a medir la dosis de cierta sustancia en una balanza. Tenía unas manos poco firmes, la balanza botaba y giraba en ellas. El anciano se enfadaba, resoplaba, aparecieron en su nariz gotitas de sudor—. Como no puedo ver como dios manda —disculpó el anciano a sus dedos.

Prokop miró durante un rato, después, sin decir nada, le arrebató la balanza de las manos. Clap, clap, y el medicamento ya estaba pesado al miligramo. Y el segundo, y el tercero. La delicada balanza simplemente bailaba en manos de Prokop.

—Pero mira, mira —se sorprendió el doctor, siguiendo atónito las manos de Prokop, destrozadas, nudosas, con los nudillos deformados, las uñas rotas y unos cortos muñones en lugar de algunos de los dedos—. ¡Hombre, sí que tiene usted unas manos hábiles!

Después de un rato Prokop ya estaba extendiendo un ungüento, contando gotas y calentando tubos de ensayo. El doctor estaba exultante y pegaba etiquetas. En media hora tuvo lista toda la farmacia, e incluso le quedaba un montón de medicamentos en reserva. Y después de unos cuantos días Prokop ya leía con soltura las recetas del doctor y, sin decir palabra, le hacía de farmacéutico.
¡Bon!
[6]

Cierto día, al atardecer, el doctor estaba escarbando en un esponjoso bancal del huerto. De repente, un gran golpe en la casa, e inmediatamente después el cristal de las ventanas se desparramó con un tintineo. El doctor se precipitó hacia la casa y en el pasillo se topó con la aterrorizada Anči.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—No lo sé —acertó a decir la muchacha—. Algo en la consulta…

El doctor corrió a la consulta y vio a Prokop a gatas, recogiendo del suelo fragmentos de cristal y papeles.

—¿Pero qué ha estado haciendo aquí? —vociferó el doctor.

—Nada —dijo Prokop, y se levantó con cara de culpabilidad—. Se me ha reventado una probeta.

—¡Pero qué demonios…! —tronó el doctor, y se quedó perplejo: de la mano izquierda de Prokop manaba un hilillo de sangre—. ¿Es que eso le ha arrancado el dedo?

—Es sólo un arañazo —protestó Prokop mientras escondía la zurda tras la espalda.

—¡Enséñemelo! —gritó el anciano doctor arrastrando a Prokop hacia la ventana. La mitad de un dedo colgaba sólo de la piel. El doctor se apresuró hacia el armario por unas tijeras, y junto a la puerta abierta divisó a Anči, pálida como una muerta—. ¿Qué es lo que quieres? —le endosó—. ¡Fuera de aquí! —Anči no se movió; apretaba las manos contra el pecho y su aspecto prometía cada vez más un desmayo.

El doctor volvió junto a Prokop; en primer lugar hizo algo con un trozo de algodón y después sonó un tijeretazo.

—Luz —gritó a Anči. Anči corrió hacia el interruptor y encendió la luz—. Y no te quedes ahí parada —alborotó el anciano, sumergiendo una aguja en queroseno—. ¿Qué tienes tú que hacer aquí? ¡Dame hilo! —Anči fue de un salto al armario y le dio una ampolla con hilo—. ¡Y ahora vete!

Anči miró la espalda de Prokop e hizo algo diferente; se acercó, agarró entre las palmas de sus manos aquella mano herida y la sujetó. En ese momento el doctor se estaba lavando las manos; cuando se giró hacia Anči, estuvo a punto de explotar. En lugar de eso dio un gruñido:

—¡Así, ahora sujeta firmemente! ¡Y más cerca de la luz!

Anči entornó los ojos y sujetó. En los momentos en que no se oía otra cosa que los resoplidos del doctor, se atrevía a levantar la mirada. Abajo, donde estaba trabajando su padre, no había más que sangre y la cosa tenía mala pinta. Echó un vistazo a Prokop; había vuelto la cara y el dolor contraía sus párpados. Anči se estremecía, y se tragaba las lágrimas, y se le revolvía el estómago.

Entretanto la mano de Prokop había crecido: un montón de algodón, batista Billroth y más o menos un kilómetro de venda enrollada; finalmente aquello se convirtió en una enormidad blanca. Anči sujetaba, le temblaban las rodillas, le parecía que aquella horrible operación nunca iba a llegar a su fin. De repente se mareó, y después oyó a su padre decir: «¡Toma, bébete esto en seguida!». Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba sentada en el sillón de la consulta, que su padre le estaba dando un vaso lleno de algún líquido, que tras él estaba Prokop de pie, sonriendo y sujetando contra el pecho la mano vendada, que parecía un enorme capullo.

—Bébetelo de una vez —le urgió el doctor regañándola. Así que se lo tragó y se atragantó; era un coñac mortífero—. Y ahora usted —dijo el doctor ofreciendo un vaso a Prokop. Éste estaba algo pálido y esperaba estoicamente a que le echaran un rapapolvos. Por último bebió el doctor, que carraspeó y soltó—: ¿Qué es lo que ha montado usted aquí exactamente?

—Un experimento —dijo Prokop con la sonrisa torcida del culpable.

—¿Qué? ¿Qué experimento? ¿Un experimento con qué?

—Nada. Sólo… sólo… si se puede hacer algo con cloruro de potasio.

—¿Hacer qué?

—Un explosivo —susurró Prokop con la sumisión de un pecador.

El doctor bajó la mirada hacia la mano vendada.

—¿Y le ha merecido la pena, hombre? Le ha podido arrancar la mano, ¿no? ¿Le duele? Pero le está bien empleado, se lo merece —proclamó encarnizadamente.

—¡Pero papá —dijo Anči—, ahora déjalo!

—Y tú qué tienes que hacer aquí —refunfuñó el doctor mientras la acariciaba con una mano que olía a ácido fénico y yodoformo.

Desde entonces el doctor llevaba la llave de la consulta en el bolsillo. Prokop encargó un paquete de tomos de gran erudición, iba con la mano en cabestrillo y estudiaba todo el día. Ya florecían los cerezos, el follaje joven resplandecía pegajoso al sol, las doradas azucenas echaban pesados capullos. Anči se paseaba por el jardín con su amiga regordeta, ambas se cogieron por la cintura y se rieron; acercaron sus caras rosadas, cuchicheando, se pusieron coloradas de la risa y se besaron.

Other books

The Trespass by Scott Hunter
Too Bad to Die by Francine Mathews
Blown Away by Brenda Rothert
People in Trouble by Sarah Schulman
Broken Things by G. S. Wright
Maintenance Night by Trent Evans
The Dawn of a Dream by Ann Shorey
Mistress of Rome by Kate Quinn