—¿Para qué? —preguntó Plinio levantando las cejas.
—Porque sí. La fuerza debe salir al exterior. Le diré algo. ¿Si caminara por el techo, qué resultaría de este hecho? Yo, ante todo, hago caso omiso de la teoría de valencias. Se puede hacer todo. ¿Oye cómo truena ahí fuera? Está oyendo crecer la hierba: no es otra cosa que explosiones. Cada semillita es una cápsula explosiva que volará por los aires. ¡Puf!, como un cohete. Y esos idiotas piensan que no existe la tautomería. Yo les mostraré una merotropía tal, que se volverán locos. Pura experiencia de laboratorio, caballero.
Prokop sentía horrorizado que no hacía sino enlazar disparates; quería evitarlo y parloteaba cada vez más rápido, confundiendo el tocino con la velocidad. Plinio asentía, serio, con la cabeza; incluso balanceaba todo su cuerpo cada vez más y más profundamente, como si hiciera reverencias. Prokop farfullaba fórmulas confusas sin poder parar, mirando con los ojos como platos a Plinio, que se balanceaba a una velocidad cada vez mayor, como una máquina. El suelo comenzó a oscilar y elevarse bajo sus pies.
—¡Pero pare ya, hombre! —gritó Prokop aterrorizado, y se despertó.
En vez de ver a Plinio, vio a Tomeš, que, sin apartar la vista de la mesa, gruñó:
—No grites, por favor.
—No estoy gritando —dijo Prokop, y cerró los ojos. Sentía palpitar su cabeza con latidos rápidos y dolorosos.
Le parecía que volaba, como mínimo a la velocidad de la luz; sentía algo así como una opresión en el corazón, pero sólo era la contracción de Lorentz-FitzGerald, se dijo; «debo de estar plano como una tortita». Y de repente se erguían ante él inmensos prismas de cristal; no, eran sólo planos infinitos, perfectamente pulimentados, que se interseccionaban y entrecruzaban en afilados ángulos como modelos cristalográficos; y justo contra una de esas aristas iba lanzado a una velocidad impresionante. «¡Cuidado!», se gritó a sí mismo, ya que en una milésima de segundo iba a estrellarse; pero en ese momento ya se alejaba volando a la velocidad del relámpago, directo hacia el vértice de una inmensa pirámide. Se reflejó como un rayo y fue proyectado hacia una pared de cristal lisa, resbaló por ella, descendió con un silbido hasta un ángulo agudo, centelleando como loco entre sus paredes, fue lanzado hacia atrás contra no sabía bien qué, rebotando de nuevo fue a caer de bruces sobre una aguda arista, pero en el último momento fue relanzado hacia arriba. Estuvo a punto de abrirse la cabeza contra el plano euclídeo del infinito, pero cayó en picado y de cabeza hacia abajo, hacia abajo, hacia la oscuridad: un violento impacto, una dolorosa sacudida en todo el cuerpo, pero en seguida se incorporó de nuevo y emprendió la fuga. Salió pitando por un pasillo laberíntico y escuchó tras de sí las pisadas de sus perseguidores. El pasillo se estrechaba, se encogía, sus paredes se acercaban en un movimiento aterrador e inevitable; y Prokop se hizo delgado como un punzón, contuvo la respiración y corrió como alma que lleva el diablo, presa de un terror desenfrenado, para atravesarlo antes de que las paredes lo aplastaran. Se cerró tras él con un golpe pétreo, mientras él mismo se precipitaba hacia el abismo por una silbante pared de hielo. Un golpe horrible, y perdió la consciencia. Cuando volvió en sí, vio que se encontraba en la más profunda oscuridad; palpó las viscosas paredes de piedra y pidió ayuda a gritos, pero de su boca no salía ni un sonido. Tal era ahí la oscuridad.
Castañeteando los dientes por el terror, fue dando traspiés por el fondo del precipicio. A tientas, encontró un corredor lateral, y se lanzó por él: se trataba en realidad de unas escaleras, y arriba, infinitamente lejos, brillaba una diminuta abertura, como en el pozo de una mina. Así que corrió hacia arriba por infinidad de escalones, horriblemente empinados; pero allí arriba no había más que una plataforma, una endeble plataforma de chapa, chirriante y oscilando sobre una vertiginosa sima, y abajo giraban en espiral unas escaleras sin fin construidas con láminas de metal. En ese momento escuchó a su espalda la respiración jadeante de sus perseguidores. Fuera de sí por el miedo, se lanzó dando vueltas escaleras abajo; tras él, férreas, rechinaban y retumbaban las pisadas de una multitud de enemigos. Y de pronto la escalera de caracol desembocó bruscamente en el vacío. Prokop soltó un aullido, extendió los brazos y, todavía girando como en un remolino, cayó a un abismo sin fondo. La cabeza le daba vueltas, ya ni veía ni oía nada. Con las piernas flojeando, corrió sin saber hacia dónde, atrapado por un terrible y ciego impulso: debía llegar a cierto sitio antes de que fuera tarde. Cada vez más rápido, corría por aquel pasillo sin fin; de cuando en cuando pasaba ante un semáforo en el cual aparecía un número cada vez más alto: 17, 18, 19. De repente comprendió que corría en círculos y que aquellos números marcaban la cantidad de vueltas. 40, 41. Lo invadió un terror insoportable: iba a llegar tarde y no podría salir de allí. Corría a una velocidad frenética, de modo que al pasar junto al semáforo le parecía tan sólo un poste del telégrafo visto desde el tren. ¡Y aún más rápido! Ya ni siquiera pasaba junto al semáforo, más bien se mantenía en el mismo sitio y contaba a la velocidad del rayo miles y decenas de miles de revoluciones, pero no había ni rastro de la salida de aquel pasillo, que era a primera vista recto y brillante como el túnel bajo el Elba de Hamburgo, y, sin embargo, se torcía en círculo. Sollozaba de miedo: ¡es el universo de Einstein, y yo debo llegar antes de que sea tarde! De pronto resonó un grito horrible, y Prokop se quedó petrificado: era la voz de su padre, alguien lo estaba asesinando. De modo que se lanzó a dar vueltas aún más rápido; el semáforo desapareció, se hizo la oscuridad. Prokop palpó a tientas las paredes hasta que encontró una puerta cerrada con llave; tras ella se podían oír unos alaridos desesperados y los golpes de los muebles al caer. Chillando por el terror, Prokop clavó las uñas en la puerta, punzándola y arañándola; la redujo a astillas y encontró tras ella la tan familiar escalinata que cada día lo conducía a casa cuando era pequeño; y en lo más alto se asfixiaba su padre, alguien lo estaba estrangulando y arrastrando por el suelo. Gritando, Prokop voló escaleras arriba: estaba en casa, en el pasillo; vio las jarras y el armario del pan de su madre, y la puerta de la cocina entreabierta, y en el interior su padre emitía los últimos estertores y suplicaba que no lo mataran; alguien le golpeó la cabeza contra el suelo. Quería acudir en su ayuda, pero una fuerza ciega, demencial, lo obligaba a correr en círculos allí, en el pasillo, cada vez más rápido y en círculos, y a reír con estridentes carcajadas, mientras en el interior se extinguían y ahogaban los gemidos de su padre. E incapaz de liberarse de aquel círculo vertiginoso y aberrante, corriendo cada vez más rápido, Prokop bramó con una demencial risa de terror.
En ese momento se despertó, cubierto de sudor y castañeteando los dientes. Tomeš estaba de pie junto a su cabeza y le ponía en la frente, que estaba al rojo vivo, una nueva compresa fría.
—Está bien, está bien —farfulló Prokop—, ya no volveré a dormirme.
Y se quedó tumbado en silencio mirando a Tomeš, sentado junto a la lámpara. «Jirka Tomeš», se dijo, «y, espera, también el compañero Duras, y Honza Buchta, Sudík, Sudík, Sudík, ¿y quién más? Sudík, Trlica, Trlica, Pešek, Jovanovič, Mádr, Holoubek, que llevaba gafas, esa era nuestra clase de química». Dios,
¿y
quién era aquél? Ahá, era Vedral, ése cayó en el año dieciséis, y tras él se sentaban Holoubek, Pacosvký, Trlica, Šeba, todo el curso. Y de repente escuchó: «El señor Prokop va a examinarse».
Se asustó lo indecible. En la cátedra estaba sentado el profesor Wald, que se acariciaba la barba con su mano enjuta, como siempre.
—Cuénteme —dijo el catedrático Wald—, ¿qué sabe usted de los explosivos?
—Explosivos, explosivos —comenzó a decir Prokop, nervioso—, su explosividad se basa en que que que súbitamente se desarrolla un gran volumen de gas que que se genera a partir de un volumen de masa explosiva mucho menor… Discúlpeme, no es correcto.
—¿Cómo? —preguntó Wald con severidad.
—Yo yo yo he descubierto la explosión alfa. La explosión, en efecto, se produce por la desintegración del átomo. Las partículas del átomo salen volando… volando…
—Tonterías —le interrumpió el catedrático—. No existen los átomos.
—Existen existen existen —farfulló Prokop—. Por favor, yo yo yo lo demostraré…
—Una teoría obsoleta —gruñó el catedrático—. No existe el átomo, existen sólo gumetales. ¿Sabe usted lo que es un gumetal?
Prokop estaba bañado en sudor por el miedo. No había oído esa palabra en su vida. ¿Gumetal?
—No lo sé —dijo angustiado en voz baja.
—Ya ve usted —dijo secamente Wald—. Y encima se atreve a presentarse al examen. ¿Qué sabe de la krakatita?
Prokop se quedó tremendamente sorprendido.
—La krakatita —susurró— es un… es un explosivo totalmente nuevo que… que hasta ahora…
—¿Qué provoca la ignición? ¿Qué? ¿Qué lo hace explotar?
—Las ondas hertzianas —soltó Prokop con alivio.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque explotó sin más ni más. Porque… porque no había ninguna otra causa. Y porque…
—¿Y bien?
—… su síntesis… la conseguí du-du-durante… una oscilación de alta frecuencia. Por el momento no se puede explicar; pero yo creo que… que fue algún tipo de onda electromagnética.
—Así es. Yo lo sé. Ahora escriba en la pizarra la fórmula química de la krakatita.
Prokop cogió un trozo de tiza y garabateó en la pizarra su fórmula.
—Léala.
Prokop recitó la fórmula en voz alta. Entonces el catedrático Wald se levantó y dijo de repente, con una voz totalmente diferente:
—¿Cómo? ¿Cómo es?
Prokop repitió la fórmula.
—¿Tetrargón? —preguntó el catedrático rápidamente—. ¿Cuánto Pb?
—Dos.
—¿Cómo se fabrica? —preguntó la voz, extrañamente cercana—. ¡El método! ¿Cómo se fabrica? ¿Cómo? ¿… Cómo se fabrica la krakatita?
Prokop abrió los ojos. Inclinado sobre él, con un lápiz y una libreta en la mano, estaba Tomeš, que, conteniendo la respiración, observaba sus labios.
—¿Qué? —farfulló Prokop intranquilo— ¿Qué quieres? ¿Cómo… cómo se hace?
—Estabas soñando algo —dijo Tomeš, y escondió la libreta tras su espalda—. Duerme, hombre, duerme.
Acabo de irme de la lengua, comprendió Prokop con una esquina del cerebro que estaba más despejada. Pero por lo demás le era sumamente indiferente; tan sólo le apetecía dormir, dormir sin parar. Vio una especie de alfombra turca, cuyo diseño se desplazaba, confundía y transformaba sin fin. No era nada importante, y sin embargo en cierto modo lo alteraba; e incluso en sueños deseaba ver de nuevo a Plinio. Se esforzaba por componer su figura; en vez de eso tenía ante sí un rostro abominable, deformado por una mueca, que hacía crujir sus grandes dientes amarillos hasta triturarlos y después escupía los trozos. Quería huir de él; se le ocurrió la palabra «pescador», y ¡vaya!, se le apareció un pescador sobre aguas brumosas y con una red llena de peces; se dijo «andamio», y vio un verdadero andamio, hasta el último ensamblaje y agarradera. Durante largo rato se entretuvo inventando palabras y observando las imágenes proyectadas por ellas; pero después, después ni empleando todas sus fuerzas fue ya capaz de recordar palabra alguna. Puso todo su empeño en encontrar al menos una única palabra o cosa, pero fue inútil; en ese momento el pánico de la impotencia lo empapó de sudor frío. «Tengo que proceder según un método», se propuso; «empezaré de nuevo desde el principio, si no, estoy perdido». Por suerte recordó la palabra «pescador», pero se le apareció un recipiente de arcilla para el queroseno, de un galón, vacío; fue horrible. Se dijo «silla», y surgió con extraña minuciosidad la valla alquitranada de una fábrica, con algo de hierba triste y polvorienta y arcos oxidados. «Esto es una locura», se dijo con gélida lucidez; «esto es, señores, la típica demencia, hiperfábula ugongui dugongui Darwin». En aquel momento ese término técnico le pareció, quién sabe por qué, brutalmente divertido, y soltó una sonora carcajada que casi lo ahoga y que lo despertó.
Estaba totalmente cubierto de sudor y destapado. Miraba con ojos febriles a Tomeš, que se movía apresuradamente por la habitación y metía algunas cosas en una maleta; pero no lo reconoció.
—Escuche, escuche —empezó a decir—, esto es para partirse de risa, escuche, pero espere, tiene que oírlo, escuche…
Quería contarle, como si fuera una broma, aquel extraño término técnico, y le entró la risa antes de tiempo; pero por más que se esforzó, le resultó imposible recordarlo, se puso de mal humor y se calló.
Tomeš se puso un gabán y se caló un gorro; cuando ya estaba cogiendo la maleta, dudó y se sentó en el borde de la cama junto a Prokop.
—Escucha, viejo —dijo con preocupación—, ahora debo irme. A casa de mi padre, a Týnice. Si no me da dinero, entonces… ya no volveré, ¿sabes? Pero no te preocupes. Por la mañana vendrá la portera y te traerá a un médico, ¿de acuerdo?
—¿Qué hora es? —preguntó Prokop indiferente.
—Las cuatro… Las cuatro y cinco minutos. Quizás… ¿no te hace falta nada?
Prokop cerró los ojos, decidido a no interesarse ya por nada en el mundo. Tomeš lo tapó con cuidado, y se hizo el silencio.
De pronto abrió los ojos de par en par. Vio sobre él un techo desconocido; debajo, un adorno también desconocido recorría sus bordes. Alargó la mano para alcanzar su mesilla, pero sólo alcanzó el vacío. Se dio la vuelta sobresaltado, y en vez de su amplia mesa de laboratorio vio una mesita ajena con una lamparilla. Allí donde solía estar la ventana había un armario; donde se encontraba el lavabo, había una puerta. Todo aquello lo confundió tremendamente; no lograba comprender qué le ocurría, dónde se encontraba, y sobreponiéndose al mareo, se sentó en la cama. Poco a poco se dio cuenta de que no estaba en su casa, pero no lograba recordar cómo había llegado hasta allí.
—¿Quién es? —preguntó en voz alta a la buena de dios, moviendo con dificultad la lengua.
—Quiero beber —alzó la voz después de un rato—. ¡Quiero beber!
Reinaba un silencio torturante. Se levantó de la cama y, tambaleándose un poco, fue a buscar agua. En el lavabo encontró una garrafa y bebió de ella con avidez; pero cuando regresaba a la cama se le doblaron las piernas y se sentó en una silla: no podía seguir. Se quedó sentado, quizás durante mucho tiempo; después comenzó a tiritar por el frío, ya que se había empapado con el agua de la garrafa, y sintió pena por sí mismo: estaba en algún lugar y él mismo no sabía dónde, ni siquiera podía alcanzar la cama y estaba solo, confuso y desvalido. En ese momento estalló en un llanto hiposo e infantil.