La ladrona de libros (17 page)

Read La ladrona de libros Online

Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
7.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las llamas anaranjadas saludaban a la multitud mientras el papel y las letras impresas se consumían en su interior. Palabras en llamas arrancadas de sus frases.

Al otro lado, más allá del calor bochornoso, las camisas pardas y las esvásticas se daban la mano. No había gente, sólo uniformes e insignias.

Los pájaros volaban en círculos.

Daban vueltas y más vueltas, atraídos por el resplandor, hasta que se acercaban demasiado al calor. ¿O a los humanos? En realidad, tampoco hacía tanto calor.

En su intento de huida, una voz la encontró.

—¡Liesel!

La voz se abrió paso y Liesel la reconoció. No era la de Rudy, pero de todos modos la conocía.

Dio vueltas hasta encontrar la cara que acompañaba a la voz. Oh, no, Ludwig Schmeikl. A pesar de lo que Liesel esperaba, el niño no hizo ningún comentario, ni desdeñoso, ni burlón, ni de ningún tipo, simplemente tiró de ella y le hizo un gesto mostrándole su tobillo. Se lo habían aplastado en medio de la excitación general y la sangre oscura empapaba el calcetín; tenía mal aspecto. Bajo el enmarañado cabello rubio se adivinaba una expresión de impotencia. Un animal. No un ciervo deslumbrado por los faros. Nada tan típico ni particular. Sólo un animal herido en medio de la estampida de su propia especie, que acabaría pisoteándolo.

Como pudo, Liesel lo ayudó a levantarse y lo arrastró hacia el fondo. Aire fresco.

Se acercaron tambaleantes a los escalones de la iglesia. Allí había sitio, y pudieron descansar aliviados.

A Schmeikl se le cayó el aliento de la boca, le resbaló por el cuello. Por fin consiguió hablar.

Se sentó, se cogió el tobillo y topó con el rostro de Liesel Meminger.

—Gracias —le dijo, a la boca antes de llegar a la altura de los ojos de Liesel. Otra bocanada de aliento. Revivieron travesuras en el patio de colegio, y una pelea en el patio de colegio—. Y… Lo siento… Por… Ya sabes.

Liesel volvió a oírlo:
Kommunisten
.

Sin embargo, decidió atender a Ludwig Schmeikl.

—Yo también.

Ambos se concentraron en respirar; ya no había nada más que decir o hacer. Habían resuelto sus asuntos.

La mancha de sangre se extendió por el tobillo de Ludwig Schmeikl.

Una sola palabra retumbaba en la mente de la niña.

A su izquierda, las llamas y los libros calcinados, aclamados como si fueran héroes.

A las puertas del hurto

Esperó a su padre en los escalones, contemplando la dispersión de la ceniza y los cadáveres de libros amontonados. Un triste espectáculo. Las brasas anaranjadas y rojizas parecían golosinas abandonadas y ya no quedaba casi nadie. Liesel había visto alejarse a frau Diller (muy ufana) y a Pfiffikus (cabello blanco, uniforme nazi, los mismos y maltrechos zapatos y un silbido triunfal). Ahora, los únicos que quedaban eran los del servicio de la limpieza y pronto nadie sería capaz de imaginar lo que había ocurrido.

Aunque se olía.

—¿Qué haces?

Hans Hubermann se acercó a los escalones de la iglesia.

—Hola, papá.

—Se supone que tendrías que estar delante del ayuntamiento.

—Lo siento, papá.

Se sentó a su lado, reduciendo su altura a la mitad, y cogió un mechón de Liesel, que le pasó detrás de la oreja con delicadeza.

—¿Qué pasa, Liesel?

La niña guardó silencio unos instantes. A pesar de que ya sabía el resultado, estaba haciendo sus cálculos. Una niña de once años es muchas cosas, pero no tonta.

UNA PEQUEÑA SUMA

La palabra «comunista» + una gran hoguera + un fajo de cartas sin dueño + las desventuras de su madre + la muerte de su hermano = el Führer

El Führer.

El Führer era esa «gente» de la que Hans y Rosa Hubermann hablaban la noche que le escribió a su madre por primera vez. Lo sabía, pero tenía que preguntarlo.

—¿Mi madre es comunista? —mirada fija. Al frente—. Antes de venir aquí, siempre le estaban preguntando cosas.

Hans se inclinó un poco, rumiando el inicio de lo que sería una mentira.

—No tengo ni idea, no la conocí.

—¿Se la llevó el Führer?

La pregunta los sorprendió a ambos y obligó a levantarse a su padre, que volvió la vista hacia los hombres de camisa parda que arremetían con sus palas contra la pila de cenizas. Los oía cavar. Una nueva mentira se iba formando en sus labios, pero le fue imposible dejarla salir.

—Creo que sí —contestó, al fin.

—Lo sabía —Liesel arrojó las palabras a los escalones y sintió la rabia revolviéndole el estómago—. Odio al Führer, lo odio.

¿Y Hans Hubermann?

¿Qué hizo?

¿Qué dijo?

¿Se agachó y abrazó a su hija, tal como deseaba hacer? ¿Le dijo que sentía lo que le estaba ocurriendo, a ella, a su madre, lo que le había ocurrido a su hermano?

No exactamente.

Cerró los ojos con fuerza. Los abrió. Y abofeteó a Liesel Meminger en toda la cara.

—¡No vuelvas a decir eso! —en su voz no se adivinaba inquietud, pero sí dureza.

Mientras los cimientos de la niña temblaban y se desmoronaban en los escalones, Hans se sentó a su lado y ocultó su rostro entre las manos. Sería fácil decir que no era más que un hombre alto, abatido y mal acomodado en los escalones de una iglesia, pero no sería cierto. En ese momento, Liesel ignoraba que su padre luchaba contra uno de los mayores dilemas a los que podía enfrentarse un ciudadano alemán. No sólo eso, llevaba enfrentándose a él cerca de un año.

—¿Papá?

La asaltó la sorpresa, pero también la desarmó. Quería echar a correr, pero no podía. Podía recibir un
Watschen
de todas las monjas y las Rosas que quisiera, pero dolía mucho más si se lo propinaba su padre. Hans retiró las manos del rostro y reunió el valor para volver a hablar.

—En casa puedes decir lo que quieras —le explicó, mirando muy serio la mejilla de Liesel—, pero no en la calle, ni en el colegio, ni en la BDM, ¡ahí, nunca! —se puso delante de ella y la levantó por los brazos. La zarandeó—. ¿Me has oído?

Con los ojos bien abiertos, Liesel asintió.

De hecho, había sido el ensayo de un sermón posterior, cuando los peores temores de Hans Hubermann lo visitaron en Himmelstrasse, ya entrado el año, durante las primeras horas de una mañana de noviembre.

—Bien —la volvió a dejar en el suelo—. Veamos qué tal… —al pie de los escalones, Hans se puso firme y levantó el brazo. Cuarenta y cinco grados—.
Heil Hitler!

Liesel se puso en pie y lo imitó.


Heil Hitler!
—repitió, sumida en la tristeza.

Fue todo un espectáculo: una niña de once años tratando de no llorar en los escalones de la iglesia y saludando al Führer mientras las voces que se oían a la espalda de su padre despedazaban el montículo oscuro del fondo.

—¿Seguimos siendo amigos?

Un cuarto de hora después, Hans le tendió un cigarrillo a modo de ramita de olivo. Acababa de recibir el papel y el tabaco. Sin decir nada, Liesel alargó la mano sin fuerzas y empezó a liarlo.

Se quedaron allí sentados un buen rato.

El humo ascendía por el hombro de Hans.

Al cabo de diez minutos, las puertas del hurto se entreabrieron y Liesel Meminger se coló por un resquicio.

Tal como Liesel descubrió, un buen ladrón necesita muchas cosas.

Sigilo. Audacia. Resolución.

Sin embargo, mucho más importante que todo lo demás era un último requisito: la suerte.

De hecho… Olvida los diez minutos.

Las puertas se están abriendo.

El libro de fuego

Fue anocheciendo a trompicones y, cuando se consumió el cigarrillo, Liesel y Hans Hubermann decidieron volver a casa dando un paseo. Para salir de la plaza tenían que pasar junto al lugar donde había ardido la hoguera y doblar en una pequeña calle lateral que daba a Münchenstrasse. No llegaron tan lejos.

Un carpintero de mediana edad llamado Wolfgang Edel los llamó. Había construido la tarima a la que se habían subido los peces gordos del Partido Nazi durante la quema y estaba desmontándola.

—¿Hans Hubermann? —tenía unas largas patillas que le apuntaban hacia la boca y una voz siniestra—. ¡Hansi!

—Eh, Wolfal —le devolvió el saludo Hans. Se llevó a cabo la pertinente presentación de la niña y un «
Heil Hitler!
»—. Bien, Liesel.

Al principio Liesel se mantuvo en un radio de cinco metros de la conversación. Varios fragmentos pasaron a su lado, pero no les prestó demasiada atención.

—¿Mucho trabajo?

—No, hoy día la cosa está difícil. Ya sabes lo que pasa… Sobre todo cuando no eres miembro.

—Pero si me dijiste que ibas a afiliarte, Hansi.

—Lo intenté, pero cometí un error. Creo que aún se lo están pensando.

Liesel se acercó a la pila de cenizas, que la atraía como un imán, como un monstruo de feria, irresistible a la mirada, como la calle de las estrellas amarillas.

Igual que antes, cuando creyó sentir la imperiosa necesidad de ver la quema, no pudo apartar la mirada. Sola como estaba, carecía de la disciplina necesaria para mantenerse convenientemente alejada, así que se vio arrastrada hacia la montaña y empezó a acercarse, rodeándola.

En lo alto, el cielo llevaba a cabo su rutina diaria de oscurecerse, pero a lo lejos, por un recodo de la pila, asomaba un apagado vestigio de luz.


Pass auf, Kind
—le dijo un uniforme al descargar una pala de cenizas en el carro—. Cuidado, niña.

Cerca del ayuntamiento, unas sombras charlaban bajo una farola. Debían de estar felicitándose por el éxito de la quema. Desde donde estaba Liesel, sus voces sólo eran sonidos, no palabras.

Estuvo un rato mirando a los hombres que daban paletadas al montículo. Primero lo atacaban por los lados para que la parte de arriba fuera desmoronándose. Iban y venían de un camión y al cabo de tres viajes, cuando ya no quedaba casi nada, una pequeña sección de materia viva asomó en el corazón de las cenizas.

LA MATERIA

Media bandera roja, dos carteles de un poeta judío, tres libros y un rótulo de madera con algo escrito en hebreo.

Tal vez estaban húmedos. Tal vez habían apagado la hoguera antes de que el fuego llegara al interior. Sea como fuere, se acurrucaban entre las cenizas, conmocionados. Supervivientes.

—Tres libros —musitó Liesel, y se volvió hacia los hombres, que estaban de espaldas.

Other books

OyMG by Amy Fellner Dominy
Monday Night Man by Grant Buday
Seaweed Under Water by Stanley Evans
Pay Dirt by Garry Disher
AlwaysYou by Karen Stivali
Tears on My Pillow 2 by Elle Welch
Project Produce by Kari Lee Harmon
The Vanishing Season by Anderson, Jodi Lynn