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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (14 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Una tarde se vio tentada a robar un libro de la estantería de la clase, pero, para ser sinceros, la perspectiva de un nuevo
Watschen
de pasillo a manos de la hermana Maria fue un convincente elemento disuasorio. Además, en realidad no sentía auténticos deseos de llevarse los libros del colegio. Tal vez la contundencia del fiasco de noviembre propició esa falta de interés, aunque Liesel no estaba segura. Lo único que sabía era que ese cosquilleo seguía allí.

No hablaba en clase.

Ni siquiera se atrevía a mirar hacia donde no debía.

A medida que pasaba el invierno, dejó de ser víctima de las frustraciones de la hermana Maria y se contentó con ver que los otros eran enviados al pasillo y recibían su justo castigo. Oír a otro estudiante pasando apuros en el pasillo no era precisamente agradable, pero el hecho de que se tratara de otra persona en vez de ella, aunque no fuera un consuelo, al menos era un alivio.

Cuando el colegio cerró durante las vacaciones de
Weihnachten
, Liesel incluso se permitió desear unas felices navidades a la hermana Maria antes de irse. Consciente de que los Hubermann casi estaban en la ruina y que tenían que seguir pagando las deudas y el alquiler aunque apenas entrara dinero, no esperaba ningún regalo. Tal vez una comida especial. Para su sorpresa, al volver a casa después de asistir en Nochebuena a la misa de medianoche con su madre, su padre, Hans hijo y Trudy, se encontró con algo envuelto en papel de periódico debajo del árbol de Navidad.

—De Santa Claus —aseguró Hans, aunque la niña no se lo tragó.

Abrazó a sus padres de acogida, todavía con nieve en los hombros.

Al desenvolver el papel descubrió dos libritos. El primero,
El perro Fausto
, que había escrito un hombre llamado Mattheus Ottleberg. Acabaría leyendo ese libro trece veces. En Nochebuena leyó las primeras veinte páginas en la mesa de la cocina, mientras su padre y Hans hijo discutían sobre algo que ella no entendía, algo llamado política.

Más tarde, leyeron un poco más en la cama, siguiendo la tradición de marcar con un círculo las palabras que Liesel no conocía y luego escribirlas.
El perro Fausto
también tenía ilustraciones, preciosas curvas, orejas y caricaturas de un pastor alemán con un obsceno problema de babeo y el don del habla.

El segundo libro se titulaba
El faro
, y lo había escrito una mujer, Ingrid Rippinstein. Era un poco más largo, de modo que Liesel sólo consiguió leerlo nueve veces, aunque su velocidad de lectura había incrementado ligeramente al final de sesiones tan prolíficas.

Días después de Navidad se le ocurrió hacer una pregunta sobre los libros. Estaban comiendo en la cocina. Decidió concentrar su atención en su padre al ver las cucharadas de sopa de guisantes que se metía en la boca su madre.

—Me gustaría preguntar algo.

Al principio nadie dijo nada, por lo que acabó interviniendo su madre, con la boca medio llena.

—¿Y?

—Sólo quería saber de dónde habéis sacado el dinero para comprarme los libros.

Una sonrisita se reflejó en la cuchara de su padre.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Claro.

Hans sacó del bolsillo lo que le quedaba de su ración de tabaco y empezó a liar un cigarrillo. Liesel comenzó a impacientarse.

—¿Vas a decírmelo o no?

Su padre se echó a reír.

—Pero si te lo estoy diciendo —acabó el cigarrillo, lo lanzó sobre la mesa y empezó a liar otro—. Así.

En ese momento su madre se acabó la sopa, dejó la cuchara de golpe reprimiendo un eructo acartonado y contestó por él.

—Este
Saukerl
… ¿Sabes lo que ha hecho? Lió todos sus asquerosos cigarrillos, se fue al mercadillo cuando vino a la ciudad y se los vendió a unos gitanos.

—Ocho cigarrillos por libro —Hans se metió uno en la boca, triunfante. Lo encendió y le dio una calada—. Alabado sea Dios por los cigarrillos, ¿eh, mamá?

Mamá se limitó a dedicarle una de sus inconfundibles miradas asesinas, seguida por una ración de su vocabulario habitual.


Saukerl
.

Liesel intercambió el guiño de costumbre con su padre y terminó de comer la sopa. Como siempre, uno de los libros descansaba a su lado. No podía negar que la respuesta a su pregunta había sido más que satisfactoria. No había mucha gente que pudiera decir que el tabaco pagaba su educación.

Su madre, en cambio, afirmó que si Hans Hubermann tuviera dos dedos de frente habría cambiado el tabaco por el vestido nuevo que ella tanto necesitaba o por unos zapatos decentes.

—Pero, no… —escupió las palabras en el fregadero—. Si se trata de mí, antes te fumas la ración entera, ¿verdad? La tuya y la de la puerta de al lado.

Sin embargo, unas noches después, Hans Hubermann llegó a casa con una caja de huevos.

—Lo siento, mamá —los dejó en la mesa—. Se les habían acabado los zapatos.

Rosa no protestó. Incluso canturreó entre dientes mientras cocía los huevos hasta casi carbonizarlos. Por lo visto los cigarrillos tenían algo bueno. Fue una época feliz en casa de los Hubermann.

Acabó unas semanas después.

La trotacalles

El desmoronamiento comenzó por la colada y acabó extendiéndose a toda prisa.

Liesel acompañaba a Rosa Hubermann a hacer las entregas cuando uno de los clientes, Ernst Vogel, les informó de que ya no podía permitirse que le lavaran y le plancharan la ropa.

—Son estos tiempos que corren, ¿qué le voy a contar que no sepa? —se disculpó—. Se están poniendo difíciles y la guerra nos hace pasar apuros —miró a la niña—. Estoy seguro de que recibe una compensación por cuidar de la pequeña, ¿verdad?

Para consternación de Liesel, su madre se quedó sin palabras.

Tenía una bolsa vacía al lado.

Vamos, Liesel.

No lo dijo, la sacó a rastras, de la mano, sin miramientos.

Vogel la llamó desde lo alto de los escalones. Medía cerca de un metro setenta y cinco y los grasientos mechones de pelo le caían, apáticos, sobre la frente.

—¡Lo siento, frau Hubermann!

Liesel lo saludó con la mano.

Él respondió al saludo.

Su madre la reprobó.

—No saludes a ese
Arschloch
—la riñó—, y aligera.

Esa noche, cuando Liesel se estaba bañando, su madre la frotó con especial brusquedad, sin dejar de murmurar sobre ese
Saukerl
de Vogel mientras lo imitaba cada dos minutos.

—«Debe de recibir una compensación por la niña…» —castigaba el torso desnudo de Liesel mientras lo frotaba—. No vales tanto,
Saumensch
, no me estás haciendo rica, que lo sepas.

Liesel no se movió y aguantó el rapapolvo.

No había transcurrido ni una semana desde ese incidente cuando Rosa la arrastró a la cocina.

—Bien, Liesel —la hizo sentar a la mesa—. Ya que te pasas media vida en la calle jugando al fútbol, para variar podrías serme un poquito útil cuando salgas.

Liesel no se atrevió a mirar nada que no fueran sus propias manos.

—¿Qué quieres que haga, mamá?

—A partir de ahora recogerás y entregarás la colada tú sólita. Esa gente rica se lo pensará dos veces antes de despedirnos si te tienen a ti delante. Si te preguntan dónde estoy, les dices que me he puesto enferma. Y pon cara triste cuando se lo digas. Estás lo bastante delgaducha y pálida para darles lástima.

—A herr Vogel no le di lástima.

—Bueno… —su nerviosismo era obvio—. Puede que a los otros sí, y no protestes.

—Sí, mamá.

Por un instante tuvo la impresión de que su madre iba a confortarla o a darle una palmadita en el hombro.

Buena chica, Liesel, buena chica. Palmadita, palmadita, palmadita.

No hizo nada parecido.

De hecho, Rosa Hubermann se levantó, cogió una cuchara de madera y se la puso a Liesel debajo de la nariz. Desde el punto de vista de Rosa, era una cuestión de necesidad.

—Cuando salgas ahí fuera, ve arriba y abajo con la bolsa y vuelve derechita a casa con el dinero, por poco que sea. Nada de irse con papá, si es que de una vez por todas se ha puesto a trabajar. Nada de gandulear con ese pequeño
Saukerl
de Rudy Steiner. Derechita a casa.

—Sí, mamá.

—Y cuando lleves la bolsa, cógela como es debido. No vayas haciendo el molinillo, o la tires o la arrugues o te la eches al hombro.

—Sí, mamá.

—«Sí, mamá.» —Rosa Hubermann era una gran imitadora, y muy enfática—. Será mejor que me hagas caso,
Saumensch
, porque si no lo acabaré descubriendo. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, mamá.

Pronunciar esas dos palabras era el mejor modo de sobrevivir, al igual que hacer todo lo que le decía, por lo que, a partir de ese momento fue Liesel la que pateó las calles de Molching, de la zona de los pobres a la de los ricos, recogiendo y entregando la colada. Al principio era un trabajo solitario del que nunca se quejaba. Después de todo, la primera vez que tuvo que arrastrar el saco por la ciudad, al doblar la esquina de Münchenstrasse, miró a ambos lados y empezó a hacer el molinillo —una vuelta entera—, y luego comprobó el contenido. Gracias a Dios, no había arrugas. Ni una. Sólo una sonrisa y la promesa de no volver a hacerlo.

En general, a Liesel le gustaba. No participaba del reparto del pago, pero estaba fuera de casa y pasear por las calles sin su madre era como estar en el cielo. Sin dedos acusadores ni insultos. Ni nadie que se las quedara mirando cuando la insultaba por no coger la bolsa como debía. Sólo tranquilidad.

También acabó cogiéndole cariño a la gente:

* A los Pfaffelhürver, que revisaban la ropa y decían:
Ja, ja, sehr gut, sehr gut
. Liesel creía que lo hacían todo dos veces.

* A la amable Helena Schmidt, que le tendía el dinero con una artrítica garra.

* A los Weingartner, cuyo gato de bigotes tiesos siempre salía a recibirla junto a ellos. Pequeño Goebbels, así lo llamaban, igual que la mano derecha de Hitler.

* Y a frau Hermann, la mujer del alcalde, que la esperaba con su suave y sedoso cabello y su tiritera en la enorme y fría puerta de su casa. Siempre muda. Siempre sola. Ni una palabra, nunca.

A veces, Rudy la acompañaba.

—¿Cuánto dinero llevas ahí? —le preguntó una tarde. Estaba a punto de oscurecer y ya habían llegado a Himmelstrasse. La tienda de frau Diller quedaba atrás—. Ya sabes lo de frau Diller, ¿verdad? Dicen que tiene golosinas escondidas en algún sitio y que por un precio justo…

—Ni lo sueñes —Liesel, como siempre, agarraba el dinero con fuerza—. Para ti es muy fácil, tú no tienes que enfrentarte a mi madre.

Rudy se encogió de hombros.

—Valía la pena intentarlo.

A mitad de enero, en la escuela aprendieron a escribir cartas. Después de aprender los rudimentos, todos los alumnos tenían que redactar dos cartas, una a un amigo y otra a alguien de otra clase.

La carta que Rudy le escribió a Liesel decía lo siguiente:

Apreciada
Saumensch
:

¿Sigues siendo tan mala en fútbol como la última vez que jugamos? Así lo espero. Eso significa que puedo ganarte de nuevo a las carreras como Jesse Owens en las Olimpiadas…

Cuando la hermana Maria la encontró, le hizo una pregunta con mucha amabilidad.

PROPUESTA DE LA

HERMANA MARÍA

«¿Le apetecería visitar el pasillo, señor Steiner?»

Huelga decir que Rudy respondió que no, de modo que la hoja de papel acabó hecha pedazos y él empezó la carta de nuevo. El segundo intento iba dirigido a alguien llamado Liesel y le preguntaba cuáles eran sus pasatiempos preferidos.

En casa, mientras acababa una carta que tenían de deberes, Liesel decidió que escribir a Rudy o a cualquier otro
Saukerl
era absurdo. No tenía sentido. Estaba escribiendo en el sótano cuando se volvió hacia su padre, que repintaba la pared otra vez.

Tanto los vapores de la pintura como él se volvieron.


Was wuistz?
—preguntó, utilizando el alemán más basto que sabía, aunque con aire de absoluta cordialidad—. Sí, ¿qué?

—¿Puedo escribirle una carta a mamá?

Silencio.

—¿Para qué quieres escribirle una carta? Tienes que aguantarla a diario —su padre estaba
schmunzel
ando, esbozó una sonrisa traviesa—. ¿No tienes suficiente?

—A esa mamá, no.

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