—Pero, papá, mira.
El hombre se acercó y enseguida comprendió de qué se trataba.
—Es el combustible —anunció.
—¿El qué?
—El combustible —repitió—, el tanque —era un hombre calvo, en pijama, desarreglado—. Se ha acabado el combustible y se han deshecho del contenedor vacío. Mira, allí va otro.
—¡Y allí!
Siendo como son los niños, se pusieron a rebuscar a la desesperada, esperando que un contenedor de combustible vacío cayera flotando al suelo. El primero se desplomó con un ruido sordo que sonó a hueco.
—¿Podemos quedárnoslo, papá?
—No —al pobre padre le había caído una bomba y seguía conmocionado. No estaba de humor—. No podemos quedárnoslo.
—¿Por qué no?
—Voy a preguntarle a mi padre si puedo quedármelo yo —dijo otra niña.
—Yo también.
Junto a los escombros de Colonia, un grupo de niños recogía contenedores de combustible vacíos arrojados por sus enemigos. Como siempre, yo recogía humanos. Estaba cansada. Y apenas habíamos llegado a la mitad del año.
Encontraron otro balón para jugar al fútbol en Himmelstrasse. Esa es la buena noticia. La otra, un poco inquietante, es que una división del NSDAP se dirigía hacia allí.
Se habían paseado por todo Molching, calle tras calle, casa por casa, y ahora estaban ante la tienda de frau Diller, fumando un cigarrillo antes de continuar con su trabajo.
Ya había algún refugio antiaéreo en Molching, pero poco después del bombardeo de Colonia se decidió que unos cuantos más no le harían daño a nadie. El NSDAP inspeccionaba todas las casas, una por una, para comprobar si el sótano podía servir como candidato.
Los niños los observaban a lo lejos.
Miraban el humo que se alzaba del corro.
Liesel acababa de salir de casa y se acercó a Rudy y Tommy. Harald Mollenhauer fue a recuperar el balón.
—¿Qué pasa ahí?
Rudy se metió las manos en los bolsillos.
—El partido —seguía con la mirada a su amigo mientras sacaba la pelota del seto de la casa de frau Holtzapfel—. Están pasando por todas las casas.
Liesel sintió una sequedad instantánea en la boca.
—¿Para qué?
—No te enteras de nada. Díselo, Tommy.
Tommy se quedó perplejo.
—Es que no tengo ni idea.
—Vaya par de inútiles. Necesitan más refugios antiaéreos.
—¿Qué…? ¿Los sótanos?
—No, los áticos. Claro que los sótanos. Jesús, Liesel, mira que eres burra.
Ya tenían el balón.
—¡Rudy!
Rudy se puso a jugar, pero Liesel siguió plantada en el sitio. ¿Cómo podía volver a casa sin levantar sospechas? El humo de la tienda de frau Diller iba desapareciendo y el pequeño corro de hombres empezaba a dispersarse. El pánico se adueñó de ella, siguiendo su método angustioso. Garganta y boca. El aire se volvió arena. Piensa, se dijo. Vamos, Liesel, piensa, piensa.
Rudy marcó un gol.
Unas voces lo felicitaron en la lejanía.
Piensa, Liesel…
Lo tenía.
Eso es, decidió, pero tengo que ponerme manos a la obra.
Mientras los nazis iban avanzando por la calle, pintando las letras LSR en algunas puertas, el balón voló en dirección a uno de los chicos mayores, Klaus Behrig.
LRS
Luft Schutz Raum:
Refugio antiaéreo
El chico se volvía con el balón cuando Liesel se abalanzó sobre él. La colisión fue tan tremenda que el juego se detuvo de inmediato. El balón continuó su trayectoria como si no hubiera ocurrido nada, mientras los demás jugadores se acercaron corriendo. Liesel se sujetaba la rodilla raspada con una mano y la cabeza con la otra. Klaus Behrig sólo se tocaba una pantorrilla, haciendo muecas de dolor y soltando maldiciones.
—¿Dónde está? —ladraba—. ¡Voy a matarla!
No hubo ningún asesinato.
Fue peor.
Un amable miembro del partido había visto el incidente y se acercó corriendo al grupo.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.
—Que está chiflada —Klaus señaló a Liesel, lo que movió al hombre a ayudarla a ponerse en pie.
El aliento a tabaco formó una nube delante de ella.
—Creo que no estás en condiciones de seguir jugando, muchacha —dijo—. ¿Dónde vives?
—Estoy bien, de verdad —contestó—. Ya puedo yo sola.
¡Déjame en paz, déjame en paz!
Rudy intervino en ese momento, el eterno interventor.
—Ya la ayudo yo a ir a casa —se ofreció.
¿Por qué no podía meterse en sus asuntos por una vez en la vida?
—Seguid jugando, de verdad —insistió Liesel—. Rudy, ya puedo yo sola.
—Ni hablar —no iba a dar su brazo a torcer. ¡Mira que era cabezota!—. Sólo serán un par de minutos.
Reflexionó de nuevo y de nuevo dio con una solución. Rudy estaba ayudándola a ponerse en pie cuando se dejó caer otra vez al suelo, sobre la espalda.
—¿Podrías ir a buscar a mi padre, Rudy? —le pidió.
Se percató de que el cielo era de un azul inmaculado. Ni un indicio de nubes.
—Espera aquí. Tommy, vigílala, ¿vale? —dijo, volviéndose a un lado—. No dejes que se mueva.
Tommy se puso en movimiento de inmediato.
—Yo la vigilo, Rudy.
Se colocó de pie junto a ella, con sus tics, procurando no sonreír, mientras Liesel no le sacaba el ojo de encima al grupo de hombres.
Un minuto después aparecía Hans Hubermann, muy tranquilo.
—Hola, papá.
Una sonrisa amarga se paseó por sus labios.
—Tarde o temprano tenía que ocurrir.
La levantó y la ayudó a entrar en casa. El partido se reanudó y el nazi ya estaba llamando a una casa unas puertas más allá. Nadie respondió. Rudy volvió a intervenir.
—¿Necesita ayuda, herr Hubermann?
—No, no, siga jugando, herr Steiner.
Herr Steiner. Cómo no ibas a querer al padre de Liesel.
Una vez dentro, Liesel lo puso al corriente intentando encontrar el término medio entre el silencio y la desesperación.
—Papá.
—No digas nada.
—El partido —susurró. Su padre se detuvo en seco e intentó combatir el urgente deseo de abrir la puerta y salir a inspeccionar la calle—. Están comprobando los sótanos por si sirven como refugios antiaéreos.
La dejó en el suelo.
—Qué lista eres —la felicitó, y llamó a Rosa.
Tenían un minuto para idear un plan. Qué lío de ideas.
—Escondámoslo en la habitación de Liesel —sugirió Rosa—, debajo de la cama.
—¿Y ya está? ¿Y si les da por mirar las demás habitaciones?
—¿Se te ocurre algo mejor?
Corrección: no tenían ni un minuto.
Alguien atizó siete puñetazos a la puerta del número treinta y tres de Himmelstrasse, demasiado tarde para trasladar a nadie a ninguna parte.
La voz.
—¡Abran!
Los latidos de sus corazones iniciaron una escaramuza, una confusión de ritmos. Liesel intentó tragarse los suyos, aunque el sabor a corazón no era demasiado agradable.
—Jesús, María… —musitó Rosa.
Ese día fue Hans quien estuvo a la altura de las circunstancias. Sin perder tiempo se dirigió hacia la puerta del sótano y lanzó un aviso escalera abajo. Cuando volvió, habló con rapidez y claridad.
—Mirad, no hay tiempo para engaños. Podríamos intentar distraerlo de cientos de maneras, pero sólo hay una solución —echó un vistazo a la puerta y resumió—. No hacer nada.
Esa no era la respuesta que esperaba Rosa, que abrió los ojos como platos.
—¿Nada? ¿Estás loco?
Volvieron a llamar.
Hans se mostró tajante.
—Nada. Ni siquiera bajaremos ahí… Por nada del mundo.
Todo se hizo más lento.
Rosa lo aceptó.
Abrumada por la desesperación, negó con la cabeza y fue a contestar a la puerta.
—Liesel —la voz de su padre la partió en dos—. Conserva la calma,
verstehst
?
—Sí, papá.
Intentó concentrarse en la rodilla ensangrentada.
—¡Ajá!
En la puerta, Rosa todavía estaba preguntando la razón de la visita cuando el amable hombre del partido se fijó en Liesel.
—¡La futbolista chiflada! —sonrió de oreja a oreja—. ¿Qué tal esa rodilla?
Por lo general, una no suele imaginarse a un nazi como un tipo alegre, pero ese hombre sin duda lo era. Entró e hizo el amago de ir a agacharse para examinar la herida.
«¿Lo sabe? —se preguntó Liesel—. ¿Olerá que escondemos un judío?»
Hans había ido al fregadero a por un trapo mojado y regresó para limpiar la sangre de la rodilla de Liesel.
—¿Escuece?
Sus bondadosos ojos plateados estaban serenos. El miedo que se leía en ellos podía confundirse fácilmente con la preocupación por la herida.
—No lo bastante —rezongó Rosa desde la cocina—. A ver si así aprende.
El hombre del partido se levantó y se echó a reír.
—Creo que esta niña tiene poca cosa que aprender ahí fuera, ¿Frau…?
—Hubermann.
El rostro de cartulina se arrugó.
—… Frau Hubermann, de hecho creo que son los demás los que acabarán aprendiendo —le ofreció una sonrisa a Liesel—. ¿Me equivoco, jovencita?
Hans apretó el trapo contra el rasguño y Liesel hizo una mueca de dolor en vez de contestar. Se le adelantó su padre, que musitó «Lo siento».
En el incómodo silencio que se hizo a continuación, el hombre del partido recordó lo que le había llevado allí.
—Si no le importa, tengo que inspeccionar el sótano —se explicó—. Sólo serán un par de minutos, para ver si serviría como refugio.
Hans le dio un último toquecito a la rodilla de Liesel.
—Te saldrá un buen moretón, Liesel —se dirigió con naturalidad al hombre que tenían delante de ellos—. Por supuesto, primera puerta a la derecha. Disculpe el desorden.
—No se preocupe, no será peor que otros sótanos que he visto hoy… ¿Es esta?
—Esa misma.
LOS TRES MINUTOS MÁS LARGOS
EN LA HISTORIA DE LOS HUBERMANN
Hans estaba sentado a la mesa. Rosa rezaba en un rincón, musitando las palabras. Liesel ardía: la rodilla, el pecho, los músculos de los brazos. Dudo que ninguno de ellos tuviera la audacia de plantearse qué iban a hacer si escogían el sótano como refugio. Primero tenían que sobrevivir a la inspección.
Estuvieron atentos a los pasos del nazi en el sótano. Oyeron una cinta métrica. Liesel no conseguía ahuyentar la imagen de Max sentado bajo los escalones, hecho un ovillo, abrazando su cuaderno de bocetos, apretándolo contra el pecho.