Esa noche ni cenó ni fue al lavabo. No bebió nada. Llevaba todo el día dándole vueltas y había decidido que esa noche acabaría el libro y que Max Vandenburg iba a escucharla. Que iba a despertar.
Hans se sentó en el suelo, en un rincón, ocioso, como de costumbre. Por fortuna, pronto tendría que irse al Knoller con el acordeón. Con la barbilla apoyada en las rodillas, escuchó atento a la niña con quien tantos apuros había pasado para enseñarle el abecedario. Liesel leyó orgullosa, deshaciéndose de las últimas y aterradoras palabras del libro para entregárselas a Max Vandenburg.
LOS ÚLTIMOS PÁRRAFOS
DE «EL HOMBRE QUE SILBABA»
«Esa mañana el aire vienés nublaba las ventanillas del tren y, mientras la gente iba a trabajar, ajena a todo, un asesino silbaba su alegre tonada. Compró un billete. Intercambió los corteses saludos de rigor con sus compañeros de viaje y el revisor. Incluso cedió su asiento a una ancianita e inició una educada conversación con un apostador que hablaba de caballos americanos. A fin de cuentas, al hombre que silbaba le encantaba hablar. Hablaba con la gente y acababa ganándose su simpatía y su confianza. Hablaba con ellos mientras los asesinaba, mientras los torturaba y martirizaba con su cuchillo. Sólo silbaba cuando no tenía con quien hablar, por eso también lo hacía después de cometer sus crímenes…
»—Entonces, ¿dice que el siete ganará en las carreras?
»—Sin duda —el apostador sonrió de oreja a oreja. Ya se había ganado su confianza—. ¡Aparecerá a sus espaldas y se los llevará a todos por delante! —gritó, haciéndose oír por encima del traqueteo del tren.
»—Si usted lo dice… —el hombre que silbaba se sonrió, preguntándose cuánto tardarían todavía en encontrar el cuerpo del inspector en ese BMW recién comprado.»
—Jesús, María y José —Hans no consiguió reprimir la incredulidad—. ¿Y te lo dio una monja? —se levantó y empezó a prepararse para marchar después de besarla en la frente—. Adiós, Liesel, el Knoller me espera.
—Adiós, papá.
—¡Liesel!
No se dio por aludida.
—¡Baja a comer algo!
Decidió responder.
—Voy, mamá.
En realidad le dirigió esas palabras a Max mientras se acercaba para dejar el libro terminado en la mesilla de noche junto a todo lo demás. Teniéndolo tan cerca, no pudo reprimirse.
—Vamos, Max —susurró.
Ni siquiera el rumor de los pasos a su espalda anunciando la llegada de la madre impidió que Liesel se echara a llorar en silencio.
Rosa la atrajo hacia sí.
La engulló entre sus brazos.
—Ya lo sé —dijo.
Lo sabía.
Estaban junto al Amper y Liesel le acababa de contar a Rudy que quería conseguir otro libro de la biblioteca del alcalde. En lugar de
El hombre que silbaba
, había leído
El vigilante
varias veces junto a la cama de Max. Una lectura breve. También lo había probado con
El hombre que se encogía de hombros
y el
Manual del sepulturero
, pero ninguno de los dos había acabado de convencerla. Quería algo nuevo.
—Pero ¿ya te has acabado el último?
—Pues claro.
Rudy lanzó una piedra al agua.
—¿Estaba bien?
—Pues claro.
—Pues claro, pues claro.
Intentaba arrancar otra piedra del suelo, pero se hizo un corte.
—Te está bien empleado.
—
Saumensch
.
Cuando la última palabra de alguien era
Saumensch
,
Saukerl
o
Arschloch
, quería decir que le habías ganado.
Por lo que a robar se refiere, se daban las condiciones óptimas. Era una sombría tarde de principios de marzo y el termómetro marcaba muy pocos grados, una temperatura mucho más desagradable que cuando te encuentras ya a diez bajo cero. Apenas se veía gente en la calle y las gotas de lluvia parecían virutas de un lápiz gris.
—¿Vamos?
—Bicicletas —contestó Rudy—. Coge una de las nuestras.
Esta vez Rudy se mostró bastante más entusiasta a la hora de ofrecerse a entrar.
—Hoy me toca a mí —dijo, con los dedos congelados en el manillar.
Liesel fue rápida.
—Tal vez no sea buena idea, Rudy. El personal de la casa corre por todas partes. Y está oscuro. Seguro que un idiota como tú acaba en el suelo después de tropezar con algo.
—Muchas gracias.
Era muy difícil contener a Rudy cuando estaba de este humor.
—Y también está el salto. Está a más altura de lo que crees.
—¿Estás diciendo que no me crees capaz?
Liesel se puso en pie sobre los pedales.
—En absoluto.
Cruzaron el puente y subieron por el serpenteante sendero de la colina que conducía a Grandestrasse. La ventana estaba abierta.
Inspeccionaron los alrededores de la casa, igual que la otra vez, y creyeron vislumbrar algo abajo, donde había luz, en lo que probablemente fuera la cocina. Una sombra iba de aquí para allá.
—Daremos unas vueltas a la casa —propuso Rudy—. Qué suerte que hayamos traído las bicicletas, ¿eh?
—No te la olvides cuando volvamos.
—Muy graciosa,
Saumensch
. Se ve un poco más que tus apestosos zapatos.
Estuvieron dando vueltas unos quince minutos, pero la mujer del alcalde seguía abajo, demasiado cerca para sentirse tranquilos. ¡Cómo se atrevía a custodiar la cocina con tanta diligencia! Rudy no tenía la menor duda de que la cocina era el objetivo. De ser por él, entraría, robaría toda la comida que pudiera y, si le sobraba tiempo (sólo si le sobraba), por el camino se metería un libro en los bolsillos. Uno cualquiera.
No obstante, el punto débil de Rudy era la impaciencia.
—Se hace tarde —protestó, y empezó a alejarse con la bicicleta—. ¿Vienes?
Liesel se hacía la remolona, pero cualquier otra opción era impensable. Había tirado de esa bicicleta oxidada hasta allí arriba y no iba a irse sin un libro. Apoyó el manillar en la cuneta, comprobó que no hubiera vecinos a la vista y se acercó a la ventana. Sin prisa, pero sin pausa. Se quitó los zapatos ayudándose de los dedos de los pies.
Se agarró con fuerza a la madera y se coló de un salto.
Esta vez se sentía más segura, aunque sólo un poco. En cuestión de segundos había recorrido la habitación en busca de un título que le llamara la atención y a punto estuvo de alargar la mano en tres o cuatro ocasiones, incluso se planteó llevarse más de uno, pero tampoco quería abusar de lo que se había convertido en algo así como una rutina. De momento sólo necesitaba un libro. Repasó las estanterías y esperó.
Una nueva oscuridad se coló por la ventana, a su espalda. El olor a polvo y hurto eran patentes cuando lo vio.
El libro era rojo, con letras negras en el lomo.
Der Traumträger
.
El repartidor de sueños
. Pensó en Max Vandenburg y en sus sueños.
Sacó el libro de la estantería, se lo metió bajo el brazo, se encaramó al alféizar de la ventana y saltó fuera, todo en un solo movimiento.
Rudy tenía los zapatos y la bicicleta a punto. En cuanto se calzó, se alejaron de allí.
—Jesús, María y José, Meminger —nunca la había llamado Meminger—. Estás como una cabra, ¿lo sabías?
Liesel le dio la razón sin dejar de pedalear como alma que lleva el diablo.
—Lo sé.
Una vez en el puente, Rudy evaluó los acontecimientos de la tarde.
—O esa gente está completamente chalada o les encanta el aire fresco.
UNA PEQUEÑA SUPOSICIÓN
Tal vez había una mujer en Grandestrasse que dejaba la ventana de la biblioteca abierta por otra razón…
Pero igual estoy siendo cínica. U optimista.
O ambas cosas.
Liesel escondió
El repartidor de sueños
debajo de la chaqueta y empezó a leerlo en cuanto llegó a casa. En la silla de madera que había junto a la cama, abrió el libro y susurró:
—Max, es nuevo. Sólo para ti —empezó a leer—. «Capítulo uno: Qué oportuna coincidencia que todo el pueblo durmiera cuando nació el repartidor de sueños…»
Liesel le leía dos capítulos cada día. Uno por la mañana antes de ir al colegio y otro al regresar a casa. Algunas noches, cuando no podía conciliar el sueño, también leía medio capítulo más. A veces se dormía medio desmoronada a los pies de la cama.
Se convirtió en su misión.
Le daba a Max
El repartidor de sueños
como si las palabras pudieran alimentarlo. Un martes creyó vislumbrar un movimiento. Habría jurado que Max había abierto los ojos. Si así fuera, sólo habría sido unos segundos. Lo más probable es que se tratara de la imaginación de Liesel y de las ganas que tenía de que sucediera.
A mediados de marzo, todo empezó a desmoronarse.
Una tarde en la cocina, Rosa Hubermann —mujer de gran valor en momentos difíciles— llegó al límite de sus fuerzas. Alzó la voz y la bajó de inmediato. Liesel dejó de leer y salió al vestíbulo tratando de no hacer ruido. A pesar de lo cerca que estaba, apenas entendía lo que su madre decía. Sin embargo, cuando las palabras llegaron hasta ella, deseó no haberlas oído, pues lo que escuchó la dejó horrorizada: la cruda realidad.
LAS PALABRAS DE LA MADRE
«¿Y si no despierta? ¿Y si se muere aquí, Hansi? Dime. Por el amor de Dios, ¿qué haríamos con el cadáver? No podemos dejarlo ahí, el olor sería insoportable… Y tampoco podemos sacarlo por la puerta y arrastrarlo por la calle. ¿Qué vamos a decir?: “¿A que no adivinas lo que me he encontrado esta mañana en el sótano?”. Nos encerrarían para siempre.»