—
Meine Erdäpfel
—dijo—. Mis patatas.
La patata seguía en las manos de Rudy (necesitaba las dos), y la gente se reunió a su alrededor como una cuadrilla de luchadores. Había llegado el momento de usar la labia.
—Mi familia se muere de hambre —se justificó Rudy. Un conveniente reguero de fluido claro empezó a moquearle de la nariz. No hizo nada por limpiarse—. Mi hermana necesita un abrigo nuevo. El último se lo robaron.
Mamer no era tonto.
—¿Y querías vestirla con una patata? —preguntó, sin soltarle el cuello de la camisa, por donde lo tenía agarrado.
—No, señor.
Miró de soslayo el único ojo de su captor que podía ver. Mamer estaba hecho un tonel, tenía dos pequeños balazos en la cara a modo de ojos y los dientes como el público durante un partido de fútbol: apiñados.
—Hace tres semanas que cambiamos todos los cupones por el abrigo y ahora no tenemos nada que llevarnos a la boca.
El tendero tenía a Rudy agarrado con una mano y llevaba la patata en la otra. Se volvió a su mujer para decirle la temida palabra:
Polizei
.
—No, por favor —suplicó Rudy.
Cuando después se lo explicó a Liesel, le contó que no tuvo ni una pizca de miedo, pero estoy segura de que en ese momento el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.
—La policía no, por favor, la policía no.
—
Polizei
.
A pesar de las contorsiones de Rudy, que no dejaba de pelearse con el aire, Mamer se mostró inconmovible.
Esa tarde, en la cola también había un profesor del colegio, herr Link, uno de los maestros seculares. Rudy lo vio y lo abordó de frente, con la mirada.
—Herr Link —era su última baza—. Herr Link, dígaselo, por favor, dígale lo pobre que soy.
El tendero miró al maestro con expresión inquisitiva.
—Sí, herr Mamer, este chico es pobre —afirmó herr Link, dando un paso al frente—. Es de Himmelstrasse —el corro, mujeres en su mayoría, lo consultó, conscientes de que Himmelstrasse no era el paradigma de la opulencia en Molching. Se lo tenía por un barrio relativamente pobre—. Tiene ocho hermanos.
¡Ocho!
Rudy tuvo que reprimir una sonrisa; todavía no se había librado, pero al menos había conseguido que un profesor mintiera como un bellaco: se las había ingeniado para añadir tres niños más a la familia Steiner.
—Suele venir al colegio sin desayunar.
Y el corro de mujeres volvió a consultar. Fue como si añadiera una capa de pintura a la situación y cargara un poco más el ambiente.
—¿Y por eso debo dejar que me robe patatas?
—¡La más grande! —puntualizó una de las mujeres.
—Cállese, frau Metzing —la advirtió Mamer, y ella enseguida se calmó.
Al principio, toda la atención recayó sobre Rudy y la mugre del cuello, pero luego fue trasladándose de un lado al otro, del chico a la patata y de ahí a Mamer, de lo mejor a lo peor. Sin embargo, nunca sabremos qué fue lo que llevó al tendero a exonerar a Rudy.
¿El patetismo que destilaba el chico?
¿La dignidad de herr Link?
¿El enojo de frau Metzing?
Fuera lo que fuese, Mamer devolvió la patata a la pila y arrastró a Rudy fuera del establecimiento, donde le propinó un buen puntapié con la bota.
—Y no vuelvas más.
Desde la calle, Rudy siguió a Mamer con la mirada mientras regresaba detrás del mostrador para despachar comestibles y sarcasmo al siguiente cliente.
—Déjeme adivinar qué patata quiere que le ponga —dijo, sin apartar la vista del niño.
Un nuevo fracaso para Rudy.
La segunda estupidez revistió el mismo peligro, pero por razones distintas.
Tras este altercado en concreto, Rudy acabaría con un ojo morado, las costillas rotas y un corte de pelo.
Tommy Müller seguía teniendo los problemas de siempre en las reuniones de las Juventudes Hitlerianas, y Franz Deutscher estaba esperando que Rudy se metiera por medio. No tardó demasiado.
Mientras los demás estaban dentro aprendiendo tácticas, a Rudy y a Tommy les ordenaron que hicieran una nueva y exhaustiva tabla de ejercicios. Muertos de frío, al pasar corriendo veían por las ventanas las cabezas y hombros calientes de sus compañeros. Ni siquiera cuando se unieron al resto del grupo se acabaron los ejercicios. Rudy se desplomó en un rincón, se sacudió el barro de la manga y lo lanzó a la ventana, cuando Franz le disparó la pregunta favorita en las Juventudes Hitlerianas.
—¿Cuándo nació nuestro Führer, Adolf Hitler?
Rudy levantó la vista.
—¿Cómo dices?
Le repitió la pregunta y el muy estúpido de Rudy Steiner, a pesar de saber de memoria que era el 20 de abril de 1889, le dio la fecha de nacimiento de Jesús por respuesta. Incluso añadió que fue en Belén, a modo de información complementaria.
Franz se frotó las manos.
Mala señal.
Se acercó a Rudy y le ordenó que volviera a salir a dar unas cuantas vueltas al campo.
Rudy corrió en solitario. Después de cada vuelta, volvían a preguntarle la fecha de nacimiento del Führer. Completó siete carreras antes de contestar lo que querían.
El verdadero problema se presentó días después de la reunión.
Rudy vio a Deutscher pasearse por la acera de Münchenstrasse con unos amigos y sintió la necesidad de arrojarle una piedra. Tal vez te preguntes en qué narices estaba pensando. La respuesta es: seguramente en nada. Lo más probable es que adujera estar ejerciendo su derecho inalienable a ser estúpido. Eso o que sólo de ver a Franz Deutscher le venían unas ganas irrefrenables de machacarlo.
La piedra alcanzó la espalda de su objetivo, aunque no con tanta fuerza como Rudy habría esperado. Franz Deutscher se volvió en redondo y pareció encantado al descubrirlo allí de pie junto a Liesel, Tommy y la hermana pequeña de Tommy, Kristina.
—Corramos —sugirió Liesel, pero Rudy no se movió.
—Ahora no estamos en las Juventudes Hitlerianas —repuso.
Ya tenían a los chicos mayores encima. Liesel no se separó de su amigo, igual que el espasmódico Tommy y la delicada Kristina.
—Señor Steiner —lo saludó Franz, antes de cogerlo y tirarlo al suelo.
Rudy se levantó, pero eso sólo sirvió para enfurecer aún más a Deutscher. Volvió a tirarlo al suelo por segunda vez, seguido de un rodillazo en el pecho.
Rudy se puso en pie una vez más y el grupo de chicos mayores empezó a reírse de su amigo. Lo que no benefició mucho a Rudy.
—A ver si le enseñas lo que es bueno —lo animó el más alto.
Tenía una mirada tan azul y fría como el cielo, y esas palabras fueron lo único que Franz necesitó. Estaba decidido a que Rudy mordiera el polvo y no volviera a levantarse.
La gente empezó a apiñarse a su alrededor cuando Rudy lanzó un puñetazo al estómago de Franz Deutscher, aunque no lo alcanzó por mucho. En ese momento, notó la candente sensación del impacto de un puño contra la cuenca de su ojo. Vio las estrellas y, antes de darse cuenta, volvía a estar en el suelo. Recibió un nuevo golpe en el mismo lugar y notó cómo el moretón se volvía amarillento, azulado y negro a la vez. Tres capas de dolor punzante.
El cada vez más nutrido corro esperó morbosamente atento a que Rudy se levantara. No fue así. Esta vez se quedó en el frío y húmedo suelo, con la sensación de que este se filtraba a través de sus ropas y se extendía por todo su cuerpo.
Todavía veía lucecitas, por lo que no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde de que Franz estaba a su lado con una navaja nuevecita, a punto de agacharse y utilizarla.
—¡No! —protestó Liesel, pero el chico alto la retuvo.
—No te preocupes. No lo hará, no tiene agallas —la tranquilizó.
A los oídos de Liesel, las palabras sonaron profundas y seguras.
El joven se equivocaba.
Franz se arrodilló y se inclinó sobre Rudy.
—¿Cuándo nació nuestro Führer? —le susurró. Con mucho cuidado, pronunció e introdujo cada una de las palabras en el oído—. Vamos, Rudy, ¿cuándo nació? Dímelo, no va a pasar nada, no tengas miedo.
¿Y Rudy?
¿Qué respondió?
¿Respondió con prudencia o permitió que su estupidez lo hundiera aún más en el lodo?
Rudy lo miró despreocupadamente a los ojos azul claro y le contestó con otro susurro:
—Un lunes de Pascua.
Segundos después, la navaja se ocupaba del cabello de Rudy. Fue el segundo corte de pelo de esa etapa de la vida de Liesel. Unas tijeras oxidadas cortaron el cabello de un judío. Una navaja reluciente hizo lo propio con su mejor amigo. Liesel no conocía a nadie que hubiera pagado por que le cortaran el pelo.
En cuanto a Rudy, ese año hasta el momento había tragado barro, se había bañado en estiércol, un criminal en ciernes había estado a punto de asfixiarlo y ahora estaba sufriendo lo que vendría a ser la guinda del pastel: la humillación pública en Münchenstrasse.
Le cortaron casi todo el flequillo sin problemas, pero algunos pelillos se aferraban a su cabeza a cada navajazo, y acabó arrancándoselos sin contemplaciones. Rudy hizo un gesto de dolor, sin olvidar el ojo palpitante y las doloridas costillas.
—¡Veinte de abril de mil ochocientos ochenta y nueve! —lo aleccionó Franz.
El público se dispersó en cuanto Deutscher retiró a su cohorte y dejó solos con su amigo a Liesel, Tommy y Kristina.
Rudy se quedó tirado en el suelo, absorbiendo la humedad.
Así que únicamente nos queda la tercera estupidez: saltarse las reuniones de las Juventudes Hitlerianas.
No desapareció de golpe —sólo para demostrarle a Deutscher que no le tenía miedo—, pero al cabo de unas semanas Rudy cortó toda relación.
Vestía el uniforme con orgullo y dejaba atrás Himmelstrasse seguido de su leal súbdito, Tommy, pero en vez de presentarse en las Juventudes Hitlerianas, salían de la ciudad y seguían el curso del Amper, donde hacían rebotar piedras sobre la superficie o arrojaban enormes pedruscos al agua. En general, hacían de las suyas. Manchaba el uniforme lo suficiente para tener engañada a su madre, al menos hasta que llegó la primera carta, momento en que oyó la temida llamada desde la cocina.
Al principio sus padres lo amenazaron. Siguió sin ir.
Le suplicaron que fuera. Se negó.
Al final, la oportunidad de unirse a una división distinta hizo virar a Rudy en la dirección correcta. Por fortuna, porque si el joven no volvía a dejarse ver pronto, a los Steiner les iba a caer una multa por su ausencia. Su hermano mayor, Kurt, consultó si Rudy podría apuntarse a la división aérea, especializada en enseñanzas de vuelo. Se pasaban casi todo el tiempo construyendo maquetas de aviones y no había ningún Franz Deutscher a la vista. Rudy aceptó y Tommy también se apuntó. Fue la primera vez en su vida que su estúpido comportamiento le reportaba un resultado beneficioso.
En la nueva división, siempre que le hacían la famosa pregunta sobre el Führer, Rudy sonreía y respondía: «Veinte de abril de mil ochocientos ochenta y nueve», y a continuación le susurraba a Tommy una fecha distinta, como la del nacimiento de Beethoven, Mozart o Strauss. En el colegio estaban estudiando los compositores, algo en lo que Rudy destacaba a pesar de su manifiesta estupidez.
La fortuna por fin sonrió a Rudy Steiner a principios de diciembre, aunque no de la forma acostumbrada.
Ese día hacía frío, pero todo estaba en calma. Había estado a punto de nevar.
Después de clase, Rudy y Liesel se pasaron primero por la tienda de Alex Steiner y luego, de camino a casa, vieron al viejo amigo de Rudy, Franz Deutscher, que en ese momento doblaba la esquina. Liesel, como solía hacer por esa época, siempre llevaba encima
El hombre que silbaba
. Le gustaba sentirlo en la mano, ya fuera el suave lomo o el tosco filo de las hojas. Ella fue la primera en verlo.
—Mira.
Lo señaló. Deutscher se acercaba hacia ellos a grandes zancadas acompañado de otro cabecilla de las Juventudes Hitlerianas.
Rudy retrocedió y se tocó el ojo que se estaba curando.
—Esta vez no —miró a su alrededor—. Si pasamos la iglesia, podemos seguir por el río y atajar por ahí.
Sin más palabras, Liesel lo siguió y consiguieron evitar con éxito al torturador de Rudy… para cruzarse en el camino de otro.
Al principio ni siquiera se fijaron.
El grupo que cruzaba el puente y fumaba cigarrillos podría haber sido cualquiera. Era demasiado tarde para dar media vuelta cuando las dos partes se reconocieron.
—Oh, no, nos han visto.
Viktor Chemmel sonrió.
Se mostró muy amigable, lo que significaba que era más peligroso que nunca.
—Vaya, vaya, si son Rudy Steiner y su golfilla —los saludó con toda la tranquilidad del mundo, quitándole
El hombre que silbaba
a Liesel de las manos—. ¿Qué estamos leyendo?
—Esto es entre tú y yo —intentó razonar Rudy—. Ella no tiene nada que ver. Venga, devuélveselo.
—
El hombre que silbaba
—se dirigió a Liesel—. ¿Es bueno?
Liesel se aclaró la garganta.
—No está mal.
Por desgracia, se delató. Fueron los ojos. Revoloteaban inquietos. Liesel se dio cuenta del momento justo en que Viktor Chemmel descubrió que el libro era una posesión valiosa.
—¿Sabes qué?, cincuenta marcos y es tuyo —propuso Viktor.
—¡Cincuenta marcos! —exclamó Andy Schmeikl—. Vamos, Viktor, con cincuenta marcos podrías comprarte mil libros.
—¿Te he pedido que hables?
Andy cerró el pico. Como si llevara una bisagra.
Liesel intentó poner cara de póquer.
—Pues ya puedes quedártelo. Ya lo he leído.
—¿Cómo acaba?
¡Maldita sea!
No había llegado hasta ahí.
Vaciló y Viktor Chemmel lo adivinó al instante.
Rudy intervino enseguida.
—Vamos, Viktor, no le hagas esto. Me buscas a mí. Haré lo que quieras.
El joven se limitó a apartarlo a un lado, con el libro en alto. Y lo corrigió.
—No, soy yo el que va a hacer lo que quiera —dijo, dirigiéndose al río.
Todo el mundo fue tras él, intentando seguir su paso. Medio corriendo, medio caminando. Algunos protestaron. Otros lo animaron.
Todo fue muy rápido, y simple. Se formuló una pregunta en tono burlón y amistoso.
—Dime, ¿quién fue el último campeón olímpico de lanzamiento de disco en Berlín? —preguntó Víctor. Se volvió hacia ellos, calentando el brazo—. ¿Quién fue? Mecachis, lo tengo en la punta de la lengua. Fue un americano, ¿verdad? Carpenter o algo así…