Liesel no contestó.
No tuvo tiempo, Viktor Chemmel estaba encima de Rudy antes de que ella pudiera decir ni una palabra. Le sujetaba los brazos con las rodillas y tenía las manos alrededor del cuello de Rudy. No fue otro sino Andy Schmeikl quien recogió las manzanas a petición de Viktor.
—Le estás haciendo daño —avisó Liesel.
—¿De verdad?
Viktor volvía a sonreír. Liesel odiaba esa sonrisa.
—No me está haciendo daño.
Las palabras de Rudy se aturullaron. Tenía la cara roja por la presión y empezó a sangrar por la nariz.
Al cabo de un buen rato, durante el que siguió apretándole el cuello, Viktor lo soltó y se levantó. Se apartó con ademán despreocupado.
—Arriba, chico —dijo, y Rudy, sabiendo lo que le convenía, obedeció.
Viktor volvió a acercarse con toda tranquilidad y se le plantó delante. Lo golpeó con suavidad en el brazo. Le susurró:
—A no ser que quieras que ese hilillo de sangre se convierta en una fuente, te sugiero que te largues, muchachito —miró a Liesel—. Y llévate a la golfilla también.
Nadie se movió.
—¿A qué estáis esperando?
Liesel cogió a Rudy por la mano y se fueron, pero no antes de que este se volviera por última vez y escupiera sangre a los pies de Viktor Chemmel, lo que dio lugar a un último comentario.
PEQUEÑA AMENAZA DE
VIKTOR CHEMMEL A RUDY STEINER
«Algún día me las pagarás, amigo.»
Dirás lo que quieras de Viktor Chemmel, pero le sobraban paciencia y buena memoria. Necesitó unos cinco meses para cumplir su palabra.
Si el verano de 1941 levantaba muros alrededor de personas como Rudy y Liesel, penetraba en la vida de Max Vandenburg mediante escritos y dibujos. En los momentos de mayor soledad en el sótano, las palabras empezaban a apilarse a su alrededor. Las visiones comenzaron a manar y a caer, incluso a derramarse, de sus manos.
Tenía lo que llamaba un pequeño surtido de herramientas:
Un libro pintado.
Un puñado de lápices.
Una cabeza llena de ideas.
Como si fueran piezas de un puzzle, empezó a encajarlas.
Al principio, Max se puso a escribir su propia historia.
La intención era anotar todo lo que le había ocurrido —y conducido al sótano de Himmelstrasse—, pero al final no lo hizo. El exilio de Max generó en él algo muy distinto: varios pensamientos inconexos, con los que decidió quedarse porque parecían «verdaderos». Eran más reales que las cartas que escribía a su familia y a su amigo Walter Kugler a sabiendas de que jamás podría enviarlas. Las hojas profanadas del
Mein Kampf
se estaban convirtiendo en una serie de bocetos, una página tras otra, que para él resumían los acontecimientos que habían transformado su vida anterior en otra. Algunos le llevaban minutos. Otros, horas. Decidió que le regalaría el libro a Liesel cuando estuviera acabado, cuando ella fuera lo bastante mayor y, eso esperaba, toda esa locura hubiera terminado.
Desde el momento en que probó los lápices sobre la primera hoja pintada, no se separó del libro. A menudo lo tenía junto a él, o en las manos mientras dormía.
Una tarde, después de las flexiones y los abdominales, se durmió arrimado a la pared del sótano. Cuando Liesel bajó, encontró el libro a su lado, apoyado sobre una pierna, y la curiosidad pudo con ella. Se agachó y lo recogió, suponiendo que él se movería. No lo hizo. Max estaba sentado, con la cabeza y los hombros descansando contra la pared. Liesel apenas oía el ruido de su respiración, avanzando y retirándose, cuando abrió el libro y hojeó unas cuantas páginas al azar.
Asustada por lo que había visto, Liesel dejó el libro donde estaba, como lo había encontrado, apoyado sobre la pierna de Max.
La sobresaltó una voz.
—
Danke schön
.
Liesel siguió el rastro de la voz hasta su dueño y, cuando lo miró, en los labios del judío había una débil señal de satisfacción.
—Por Dios, Max —jadeó Liesel—, me has asustado.
Max volvió a dormirse, pero la sensación no abandonó a la muchacha mientras subía las escaleras.
Max, me has asustado.
Todo siguió el patrón acostumbrado hasta el final del verano y bien entrado el otoño. Rudy intentaba sobrevivir como podía en las Juventudes Hitlerianas, Max hacía flexiones y abdominales y Liesel buscaba periódicos y escribía palabras en la pared del sótano.
No está de más mencionar que todo patrón tiene siempre alguna brecha y que un día este acaba dando un vuelco o pasa página. En nuestro caso, el factor determinante fue Rudy. O, al menos, Rudy y un campo de deporte recién abonado.
A finales de octubre todo parecía normal. Un chico sucio caminaba por Himmelstrasse. Su familia esperaba que llegara de un momento a otro y que les mintiera diciendo que a todos los chicos de las Juventudes Hitlerianas les habían obligado a hacer instrucción adicional en el campo. Sus padres incluso esperaban algunas risas. Sin embargo, esta vez no las habría.
Ese día, Rudy se había quedado sin risas y sin mentiras.
Ese miércoles, cuando Liesel lo vio más de cerca, se fijó en que Rudy Steiner iba descamisado. Y en que estaba furioso.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó, al verlo pasar por su lado como alma en pena.
Él se volvió y le tendió la camisa.
—Huélela —dijo.
—¿Qué?
—¿Estás sorda? Que la huelas.
A regañadientes, Liesel se inclinó y le llegó una repugnante ráfaga de la prenda parda.
—¡Jesús, María y José! ¿Es…?
El chico asintió con la cabeza.
—También tengo en la barbilla. ¡En la barbilla! ¡Menos mal que no me la he tragado!
—Jesús, María y José.
—Acaban de abonar el campo de las Juventudes Hitlerianas —volvió a echarle un vistazo indignado y enojado a la camisa—. Creo que es estiércol de vaca.
—El tipo ese como se llame, Deutscher, ¿sabía que estaba abonado?
—Dice que no. Pero sonreía.
—Jesús, María y…
—¡Quieres dejar de decir eso!
Lo que Rudy necesitaba en esos momentos era una victoria. Había salido malparado en sus tratos con Viktor Chemmel, había afrontado un problema detrás de otro en las Juventudes Hitlerianas. Todo lo que quería era una pequeña victoria de nada, y estaba decidido a conseguirla.
Siguió caminando hasta su casa, pero cuando llegó a los escalones de cemento, cambió de opinión y volvió junto a la chica, despacio, pero decidido.
—¿Sabes qué me animaría? —preguntó, cauteloso, en un susurro.
«Tierra, trágame», pensó Liesel.
—Si crees que voy a… En este estado…
Rudy pareció defraudado.
—No, no es eso —suspiró y se acercó un poco más—. Es otra cosa —se lo pensó un momento y levantó la cabeza, apenas unos centímetros—. Mírame: estoy sucio, apesto a caca de vaca o a mierda de perro o a lo que quieras y, como siempre, tengo un hambre que me muero —hizo una pausa—. Necesito ganar en algo, Liesel, de verdad.
Liesel lo comprendía.
Si no hubiera sido por el olor, se habría acercado más a él.
Robar.
Tenían que robar algo.
No.
Tenían que robar algo de nuevo. No importaba el qué, sólo tenía que ser pronto.
—Esta vez sólo tú y yo —propuso Rudy—, nada de Chemmels ni Schmeikls. Sólo tú y yo.
Era superior a ella.
Empezó a sentir un hormigueo en las manos, el pulso se le disparó y sus labios sonrieron, todo a la vez.
—Tiene buena pinta.
—Entonces está decidido —y, aunque intentó no hacerlo, Rudy no pudo evitar la sonrisa abonada que se esbozaba en su rostro—. ¿Mañana?
Liesel asintió con la cabeza.
—Mañana.
El plan era perfecto, salvo por un detalle: no tenían ni idea de por dónde empezar.
La fruta quedaba descartada. Rudy desechó cebollas y patatas y decidieron no volverlo a intentar con Otto Sturm y su bicicleta cargada de productos de granja. Una vez era inmoral. Dos, una completa canallada.
—¿Y qué narices hacemos? —preguntó Rudy.
—¿Y yo qué sé? La idea es tuya, ¿no?
—Eso no quiere decir que no puedas colaborar un poquito. Yo no puedo pensar en todo.
—Si casi no piensas en nada…
Siguieron discutiendo mientras se paseaban por la ciudad. Ya en las afueras, empezaron a divisar las primeras granjas y árboles, que se alzaban como estatuas escuálidas. Las ramas estaban grises. Cuando levantaron la vista, sólo vieron ramas alicaídas y un cielo despejado.
Rudy escupió.
Volvieron a atravesar Molching, barajando propuestas.
—¿Qué te parece frau Diller?
—¿Qué me parece de qué?
—Si decimos «
Heil Hitler!
» y luego robamos algo, igual no nos pasará nada.
Después de deambular por Münchenstrasse durante un par de horas, empezó a oscurecer y estuvieron a punto de darse por vencidos.
—Es inútil —se rindió Rudy—, y encima tengo más hambre que nunca. Por amor de Dios, me estoy muriendo de hambre —avanzó unos pasos antes de pararse y mirar atrás—. ¿Qué te pasa? —preguntó, porque Liesel se había detenido en seco y algo le iluminaba la cara.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
—¿Qué pasa? —Rudy empezaba a impacientarse—.
Saumensch
, ¿qué narices pasa?
En ese momento, Liesel se estaba enfrentado a una decisión. ¿Podría llevar a cabo lo que estaba pensando? ¿De verdad quería vengarse así de alguien? ¿Tanto despreciaba a esa persona?
Dio media vuelta y empezó a caminar. Cuando Rudy la alcanzó, aminoró el paso con la vana esperanza de aclararse un poco. Después de todo, se sentía culpable desde hacía tiempo. Estaba fresca. La semilla ya se había abierto y se había convertido en una flor de pétalos negros. Sopesó si de verdad podría llevarlo a cabo. Se detuvo ante la encrucijada.
—Conozco un sitio.
Cruzaron el río y remontaron la colina.
Se empaparon de la magnificencia de las mansiones de Grandestrasse. Las puertas relucían como si las acabaran de esmaltar y las tejas descansaban sobre las casas como peluquines, peinados hasta que todos los pelos quedaban en su sitio. Las paredes y las ventanas estaban muy cuidadas y las chimeneas casi expulsaban el humo en forma de anillo.
Rudy se plantó.
—¿La casa del alcalde?
Liesel asintió, muy seria. Se hizo un silencio.