La ladrona de libros (50 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Muy despacio, la mujer levantó la mano para saludar a la ladrona de libros de la calle. Aunque la dejó quieta.

Conmocionada como estaba, Liesel no dijo nada, ni a Rudy ni a sí misma. Mantuvo el equilibrio y levantó una mano para confirmarle a la mujer del alcalde que la había visto en la ventana.

«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»

DEFINICIÓN N.°2

Verzeihung
- Perdón: dejar de sentir enojo, animosidad o resentimiento. Sinónimos: absolución, exculpación, clemencia.

De camino a casa se detuvieron en el puente y echaron un vistazo al pesado libro negro. Al cabo de un rato de estar pasando páginas, Rudy encontró una carta. La levantó y se la entregó despacio a la ladrona de libros.

—Va a tu nombre.

El río corría.

Liesel la cogió.

LA CARTA

Querida Liesel:

Ya sé que me consideras patética y detestable (busca esta palabra si no la conoces), pero debo decirte que no soy tan tonta como para no percatarme de tus pisadas en la biblioteca. Cuando eché en falta el primer libro, pensé que tal vez lo había puesto en otro sitio, pero luego vi las huellas de unos pies en el suelo, donde daba la luz.

Me hicieron sonreír.

Me alegré al saber que te habías llevado lo que te pertenecía, pero cometí el error de creer que ahí se acababa todo.

Tendría que haberme enfadado cuando volviste, pero no lo hice. La última vez te oí, pero decidí dejarte tranquila. Sólo te puedes llevar un libro cada vez y tendrías que entrar un millar de veces para llevártelos todos. Lo único que espero es que algún día llames a la puerta principal y entres en la biblioteca de una manera más civilizada.

Permíteme volver a disculparme por no poder seguir disponiendo de los servicios de tu madre.

Por último, espero que este diccionario te resulte útil cuando estés leyendo los libros robados.

Atentamente,

ILSA HERMANN

—Será mejor que volvamos a casa —sugirió Rudy, pero Liesel no se movió.

—¿Te importaría esperarme aquí cinco minutos?

—Claro.

Liesel se arrastró hasta el número ocho de la Grandestrasse y se dirigió hacia la entrada principal que tanto había frecuentado. Rudy se había quedado con el libro, pero ella tenía la carta. Iba frotando los dedos contra el papel doblado. Los escalones se le hacían cada vez más pesados. Por cuatro veces intentó llamar a la amedrentadora puerta, pero no consiguió reunir suficiente valor para hacerlo. Únicamente llegó a colocar los nudillos sobre la cálida madera, con suavidad.

Su hermano vino a su encuentro de nuevo.

—Vamos, Liesel, llama —la animó al final de los escalones.

La rodilla se le estaba curando.

En su segunda huida, pronto distinguió la figura lejana de Rudy en el puente. El viento le empapaba el pelo. Sus pies pedaleaban como si bracearan.

Liesel Meminger era una criminal.

Pero no porque hubiera entrado a robar un puñado de libros por una ventana abierta.

Tendrías que haber llamado, pensó, y aunque era una reflexión cargada de culpa, también se apreciaba el juvenil rastro de la risa.

Intentó decirse algo mientras pedaleaba.

No mereces ser tan feliz, Liesel. En absoluto.

¿Se puede robar la felicidad? ¿O es sólo otro infernal truco humano?

Liesel se sacudió los pensamientos de encima. Cruzó el puente y apremió a Rudy para que se pusiera en marcha y no se olvidara el libro.

Volvieron a casa en las bicicletas oxidadas.

Volvieron a casa como tenían por costumbre, pasando del verano al otoño y de una noche tranquila al fragor de las bombas sobre Munich.

El aullido de las sirenas

Hans llevó a casa una radio de segunda mano con lo poco que había recaudado durante el verano.

—Así sabremos cuándo van a empezar los bombardeos antes de que suenen las sirenas —explicó—. Primero se oye un cucú y luego anuncian las zonas en peligro.

La colocó sobre la mesa de la cocina y la encendió. También intentaron hacer que funcionara en el sótano, para Max, pero por los altavoces sólo se oían interferencias y voces entrecortadas.

En septiembre no la oyeron porque estaban durmiendo.

O bien la radio ya estaba medio rota o la sofocó el plañidero gemido de las sirenas.

Una mano zarandeó el hombro de Liesel con suavidad, para que se despertara. Después la voz de su padre, preocupada.

—Liesel, despierta. Tenemos que irnos.

En medio de la desorientación por el sueño interrumpido, Liesel apenas consiguió adivinar el contorno del rostro de su padre. Lo único visible era su voz.

Se detuvieron en el pasillo.

—Esperad —ordenó Rosa.

Todos fueron corriendo al sótano, atravesando la oscuridad.

La lámpara estaba encendida.

Max asomó por detrás de los botes de pintura y las sábanas. Tenía aspecto de cansado y, nervioso, se agarró con los pulgares a la cinturilla del pantalón.

—Hora de irse, ¿no?

Hans se acercó.

—Sí, es hora de irse —le estrechó la mano y le dio un golpecito en el brazo—. Nos veremos a la vuelta, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

Rosa lo abrazó, igual que Liesel.

—Adiós, Max.

Semanas antes habían estado discutiendo si debían quedarse todos juntos en el sótano o si ellos tres debían salir a la calle y dirigirse al de la casa de los Fiedler. Max los convenció.

—Dicen que este sótano no está a bastante profundidad y ya os habéis arriesgado demasiado por mí.

Hans asintió con la cabeza.

—Es una pena que no puedas venir con nosotros. Qué desgracia.

—Así son las cosas.

Fuera, las sirenas aullaban a las casas, y la gente salía de sus hogares corriendo, renqueando o de espaldas. La noche observaba. Algunos le devolvían la mirada, tratando de descubrir los aviones de lata que cruzaban el cielo.

Himmelstrasse era una embrollada procesión de gente que acarreaba sus bienes más preciados. En algunos casos, un bebé. En otros, una pila de álbumes de fotos o una caja de madera. Liesel llevaba sus libros apretados contra el pecho. Frau Holtzapfel arrastraba con gran esfuerzo una maleta por la acera, con ojos desorbitados y pasitos cortos.

Hans, que lo había olvidado todo —incluso el acordeón—, se acercó corriendo y rescató la maleta de sus manos.

—Jesús, María y José, ¿qué lleva aquí dentro? —preguntó—. ¿Un yunque?

Frau Holtzapfel caminaba a su lado.

—Lo básico.

Los Fiedler vivían seis casas más allá. En la familia eran cuatro, todos de cabello color trigo y ojos alemanes, como estaba mandado, pero lo más importante es que contaban con un buen sótano a gran profundidad. Allí se apretujaban veintidós personas, entre los que se contaban la familia Steiner, frau Holtzapfel, Pfiffikus, un joven y la familia Jenson. En aras de procurar un ambiente civilizado, mantuvieron separadas a Rosa Hubermann y frau Holtzapfel, a pesar de que ciertas cosas estaban por encima de las discusiones absurdas.

Una bombilla solitaria colgaba del techo y la habitación era húmeda y fría. Las paredes estaban llenas de salientes que se clavaban en la espalda de la gente mientras estaba sentada y hablaba. El sonido apagado de las sirenas se colaba por algún lugar, una versión distorsionada que había encontrado el modo de llegar hasta ellos y, a pesar de que suscitaba grandes dudas acerca de la idoneidad del refugio, al menos también les garantizaba que oirían las tres sirenas que anunciaban el final del bombardeo y que estaban a salvo. No les haría falta un
Luftschutzwart
, un vigilante antiaéreo.

Rudy no tardó mucho en encontrar a Liesel. Su cabello apuntaba al techo.

—¿No es genial?

Liesel no pudo reprimir cierto sarcasmo.

—Encantador.

—Venga, Liesel, no seas así. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir, además de acabar aplastados o fritos o lo que sea que hagan las bombas?

Liesel miró a su alrededor, fijándose en los rostros de los demás. Empezó a elaborar una lista con los más asustados.

LA LISTA NEGRA

1. Frau Holtzapfel

2. El señor Fiedler

3. El joven

4. Rosa Hubermann

Los ojos de frau Holtzapfel estaban tan abiertos que parecían imposibles de cerrar. Tenía el enjuto cuerpo encorvado y su boca era un círculo. Herr Fiedler se distraía preguntando a la gente, a veces repetidamente, cómo estaba. El joven, Rolf Schultz, se mantenía apartado en un rincón, musitando palabras al aire que lo envolvía, fustigándolo. Tenía las manos cimentadas en los bolsillos. Rosa se mecía con suavidad.

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