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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (24 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Scheisskopf
imbécil.

Rudy sonrió y repasaron el botín: pan, huevos rotos y el no va más,
Speck
. Rudy se llevó el beicon a la nariz y lo olió con fruición.

—Qué rico.

Por tentador que fuera quedarse con el botín para ellos solos, fue superior el sentido de la lealtad que le debían a Arthur Berg. Se acercaron hasta los pisos ruinosos de Kempf Strasse, donde vivía, y le enseñaron lo que habían conseguido. Arthur no pudo disimular su aprobación.

—¿A quién se lo habéis robado?

—A Otto Sturm —contestó Rudy.

—Bien, pues le estoy agradecido, sea quien sea ese Otto —celebró Arthur. Entró en casa y volvió con un cuchillo para el pan, una sartén y una chaqueta, y los tres ladrones cruzaron el pasillo de apartamentos—. Iremos a buscar a los otros —anunció Arthur Berg cuando salieron—. Puede que seamos delincuentes, pero aún conservamos nuestro honor.

Igual que la ladrona de libros, él fijaba ciertos límites.

Llamaron a unas cuantas puertas. Desde la calle, gritaron varios nombres a las ventanas de los pisos y al cabo de poco el grueso de la pandilla de ladrones de fruta de Arthur Berg se dirigía al Amper. Encendieron un fuego en el claro de la orilla, donde rescataron y frieron lo que quedaba de los huevos. Cortaron el pan y el
Speck
. Dieron cuenta de la última migaja de las viandas de Otto Sturm ayudándose de manos y cuchillos, sin curas a la vista.

Las discusiones no surgieron hasta el final, y fueron por la cesta. Casi todos votaron por quemarla. Fritz Hammer y Andy Schmeikl querían quedársela, pero Arthur Berg, demostrando su incongruente sentido de la moral, tenía una idea mejor.

—Vosotros dos —llamó a Rudy y a Liesel—, quizá se la tendríais que devolver al tipo ese, Sturm. Creo que es lo menos que se merece el pobre desgraciado.

—Venga ya, Arthur.

—No quiero oír ni una palabra, Andy.

—Por Dios.

—Él tampoco quiere oír ni una palabra.

El grupo se rió y Rudy Steiner cogió la cesta.

—Vale, me la llevo y se la dejo colgada en el buzón.

Se había alejado unos veinte metros cuando la niña lo alcanzó. Se arriesgaba a llegar demasiado tarde a casa, pero sabía muy bien que debía acompañar a Rudy Steiner hasta la granja de los Sturm, en la otra orilla.

Caminaron un buen rato en silencio.

—¿No te sientes mal? —preguntó Liesel al final. Regresaban a casa.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes.

—Claro que lo sé, pero ya no tengo hambre y me juego lo que quieras a que él tampoco. Que te crees tú que los curas iban a recibir comida si a los Sturm no les sobrara.

—Es que se dio muy fuerte contra el suelo.

—No me lo recuerdes.

No obstante, Rudy Steiner no pudo disimular una sonrisa. Al cabo de los años acabaría repartiendo pan, no robándolo, una prueba más de lo contradictorio que es el ser humano. Una pizca de bondad, una pizca de maldad y sólo falta añadirle agua.

Cinco días después del agridulce botín, Arthur Berg apareció de nuevo y los invitó a su siguiente proyecto delictivo. Tropezaron con él un miércoles, en Münchenstrasse, volviendo del colegio. Llevaba el uniforme de las Juventudes Hitlerianas.

—Iremos mañana por la tarde. ¿Os interesa?

No pudieron resistirse.

—¿Adónde?

—A por patatas.

Veinticuatro horas después, Liesel y Rudy volvieron a enfrentarse a la valla y llenaron el saco.

El problema surgió cuando se disponían a huir.

—¡Carajo! —exclamó Arthur—. ¡El granjero!

Sin embargo, los asustó la palabra que dijo a continuación. La pronunció como si lo hubieran atacado con ella. Su boca se abrió de un rasgón y la palabra fluyó. «Hacha.»

En efecto, cuando se volvieron, el granjero corría hacia ellos con el arma en alto.

Todo el grupo echó a correr hacia la valla y la saltó. Rudy, el más rezagado de todos, los alcanzó enseguida, pero seguía el último. Al levantar la pierna, se quedó enganchado.

—¡Eh!

El grito de auxilio del animal varado.

El grupo se detuvo.

Guiada por el instinto, Liesel volvió corriendo.

—¡Date prisa! —la conminó Arthur.

Oyó su voz a lo lejos, como si se la hubiera tragado antes de dejarla salir.

Cielo blanco.

Los demás siguieron corriendo.

Liesel regresó junto a Rudy y empezó a tirar de la tela de los pantalones. El miedo se reflejaba en los ojos desorbitados del chico.

—Rápido, que viene —la azuzó.

Todavía sentían el retemblor de unos pies en polvorosa cuando otra mano cogió el alambre y desenganchó los pantalones de Rudy Steiner.

Un trozo de tela quedó prendido en el nudo metálico, pero el chico pudo escapar.

—Moved el culo —les recomendó Arthur no mucho antes de que llegara el jadeante granjero, soltando improperios.

El hombre gritó las fútiles palabras de los que han sido robados, con el hacha apoyada contra su pierna.

—¡Haré que os detengan! ¡Daré con vosotros! ¡Descubriré quiénes sois!

—¡Pregunte por Owens! —contestó Arthur Berg. Se alejó sin perder tiempo y alcanzó a Liesel y Rudy—. ¡Jesse Owens!

Una vez en puerto seguro, luchando por recuperar el aliento, se sentaron y Arthur Berg se acercó. Rudy no se atrevió a mirarlo.

—Nos ha pasado a todos —lo tranquilizó Arthur, percibiendo la frustración.

¿Mintió? Ni lo supieron entonces ni lo sabrían jamás.

Semanas después, Arthur Berg se trasladó a Colonia.

Sólo lo vieron una vez más, en una de las rondas de entrega de la colada de Liesel, en un callejón que daba a Münchenstrasse, cuando le tendió a la niña una bolsa de papel marrón que contenía una docena de castañas. El chico esbozó una sonrisita.

—Un contacto en la industria del tueste —después de informarlos de su partida, les brindó una última y granuja sonrisa y les dio una palmadita en la frente—. No os las vayáis a comer todas de una sentada.

No volvieron a ver a Arthur Berg nunca más.

En cuanto a mí, te aseguro que lo vi, sin miedo a equivocarme.

PEQUEÑO HOMENAJE A

ARTHUR BERG, UN HOMBRE QUE AÚN VIVE

El cielo de Colonia era amarillo y se descomponía, tenía los bordes descamados.

Estaba sentado, apoyado contra una pared, con una criatura en los brazos. Su hermana.

Cuando la niña dejó de respirar, se quedó con ella y supe que la abrazaría durante horas.

Llevaba dos manzanas robadas en el bolsillo.

Esta vez fueron más listos. Comieron una cada uno y fueron vendiendo las demás de puerta en puerta.

—Tengo castañas, si le sobra un penique —repetía Liesel en todas las casas.

Al final reunieron dieciséis monedas.

—Y ahora, la venganza —sonrió Rudy, complacido.

Esa misma tarde volvieron a la tienda de frau Diller, la «heilhitleriaron» y esperaron.

—¿Surtido de golosinas otra vez? —preguntó frau Diller, schmunzeleando, a lo que asintieron con la cabeza,

El dinero repicó sobre el mostrador y la sonrisa de frau Diller se torció ligeramente.

—Sí, frau Diller —contestaron al unísono—, surtido de golosinas, por favor.

El Führer enmarcado parecía orgulloso de ellos.

El triunfo que precede a la tormenta.

El luchador, conclusión

Los juegos malabares llegan a su fin, pero no la lucha. Llevo a Liesel Meminger de una mano y a Max Vandenburg de la otra. Pronto las entrelazaré. Dame unas páginas.

El luchador.

Si lo hubieran matado esa noche, por lo menos habría muerto vivo.

El trayecto en tren ya quedaba muy lejos. Lo más probable era que la mujer que roncaba en el compartimiento, que había convertido en su cama, continuara el viaje. En esos momentos, a Max Vandenburg sólo lo separaban unos pasos de la supervivencia. Pasos y cavilaciones, y dudas.

Siguió el mapa que había memorizado para llegar a Molching desde Pasing. Ya era tarde cuando vio la ciudad. Las piernas le dolían lo indecible, pero ya casi estaba allí, en el lugar más peligroso de todos. Tan cerca que casi podía tocarlo.

Siguiendo la descripción, encontró Münchenstrasse y continuó por la acera.

Todo se tensaba a su paso.

Reductos de relumbrantes farolas.

Pacientes edificios a oscuras.

El ayuntamiento se erigía como un joven gigantesco y desmañado, demasiado grande para su edad. La iglesia desaparecía en la oscuridad cuanto más alzaba la vista.

Lo vigilaban.

Se estremeció.

Se dijo: «Mantén los ojos abiertos».

(Los niños alemanes andaban a la caza de monedas extraviadas. Los judíos alemanes andaban con ojo para que no los cazaran.)

Fiel a su número de la suerte, el trece, contaba los pasos en grupos de esa cifra. Sólo trece pasos, se animaba. Vamos, trece más. Contados por encima, habría unas noventa tandas hasta la esquina de Himmelstrasse.

Llevaba la maleta en una mano.

La otra todavía no había soltado el
Mein Kampf
.

Ambos pesaban y las manos le sudaban ligeramente.

Giró en la esquina, hacia el número treinta y tres, resistiéndose a sonreír, resistiéndose a sollozar o siquiera a imaginar la salvación que podría estar aguardándolo. Se dijo que no corrían tiempos para abandonarse a la esperanza, aunque casi pudiera tocarla. La sentía cerca, en algún lugar fuera de su alcance; sin embargo, en vez de dejarse convencer, volvió a repasar qué debía hacer si lo atrapaban en el último momento o si, por cualquier razón, dentro lo esperaba la persona equivocada.

Claro que tampoco podía deshacerse de la acuciante sensación de estar pecando.

¿Cómo podía hacer una cosa así?

¿Cómo podía presentarse y pedirle a nadie que arriesgara su vida por él? ¿Cómo podía ser tan egoísta?

Treinta y tres.

Intercambiaron una mirada.

La casa estaba pálida, casi parecía enferma. Tenía una verja de hierro y una puerta marrón manchada de escupitajos.

Sacó la llave del bolsillo. No lanzó ningún destello, descansaba apagada y mustia en la palma. Cerró la mano y la estrujó como si esperara que el metal chorreara hacia la muñeca. Pero no. El metal era duro y plano, con una sana hilera de dientes. Lo siguió apretando hasta que se le clavó en la mano.

A continuación, poco a poco, el luchador se inclinó hacia delante, la mejilla apoyada en la madera, y arrancó la llave del puño cerrado.

CUARTA PARTE

El vigilante

Presenta:

el acordeonista — un hombre de palabra — una buena chica — un púgil judío — la ira de Rosa — una charla — el dormilón — el intercambio de pesadillas — y varias páginas del sótano

El acordeonista
(La vida secreta de Hans Hubermann)

En la cocina había un joven. Llevaba una llave en la mano, que parecía oxidarse en su piel. No saludó ni pidió ayuda ni dijo nada de lo que cabría esperar. Hizo dos preguntas.

PRIMERA PREGUNTA

¿Hans Hubermann?

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