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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (28 page)

BOOK: La ladrona de libros
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—La cosa se está poniendo fea y podrían descubrirnos en cualquier momento —le comentó Walter a Max, que se encogió en la oscuridad—. No sabemos lo que puede ocurrir. ¿Y si me cogen? ¿Y si al final tienes que encontrar ese lugar…? No me atrevo a pedir ayuda a nadie de por aquí, podrían delatarme —sólo había una solución—. Iré a buscar a ese hombre. Si ahora es nazi, algo bastante probable, daré media vuelta, pero al menos habremos salido de dudas,
richtig?

Max le entregó hasta el último penique para que pudiera hacer el viaje y, pocos días después, al regreso de Walter, se abrazaron antes de que este recobrara el aliento.

—¿Y?

Walter asintió con la cabeza.

—Todo correcto. Todavía toca el acordeón del que te habló tu madre… El de tu padre. No es miembro del partido, y me dio dinero —por entonces, Hans Hubermann no era más que un listado—. Es bastante pobre, está casado y tiene una hija.

Eso avivó aun más la curiosidad de Max.

—¿De qué edad?

—Diez años. No se puede tener todo.

—Ya. Los niños suelen irse de la lengua.

—Por ahora tenemos suerte.

Permanecieron unos instantes sentados en silencio. Max lo rompió.

—Debe de odiarme, ¿verdad?

—No creo. Me dio dinero, ¿no? Dijo que una promesa era una promesa.

Una semana después llegó una carta en la que Hans informaba a Walter Kugler de que intentaría enviarle lo que fuera siempre que pudiera. Contenía un mapa del tamaño de una página de Molching y del extrarradio de Munich, además de una ruta directa desde Pasing (la estación de tren más segura) hasta la puerta de su casa. En la carta, las últimas palabras eran claras: «Ten cuidado».

A mediados de 1940 llegó el
Mein Kampf
con una llave pegada en el interior de la cubierta.

Max pensó que ese hombre era un genio, pero no consiguió reprimir un escalofrío cuando pensó en lo que supondría viajar hasta Munich. Lo que deseaba, junto con todo lo que eso implicaba, era no tener que hacer el viaje.

No siempre se consigue lo que se desea.

Sobre todo en la Alemania nazi.

Una vez más, el tiempo pasó.

La guerra se extendió.

Max siguió oculto al mundo en otra habitación vacía. Hasta lo inevitable.

A Walter le notificaron que iban a enviarlo a Polonia para reafirmar la autoridad alemana, tanto sobre los polacos como sobre los judíos. Todos eran iguales. Había llegado el momento.

Max viajó a Munich y a Molching, y ahora estaba sentado en la cocina de un extraño, solicitándole una ayuda que anhelaba y sufriendo por la condena que creía merecer.

Hans Hubermann le estrechó la mano y se presentó.

Le preparó un café en la oscuridad.

La niña se había ido hacía un buen rato, pero unos nuevos pasos se habían acercado a recibirlo. Las cartas ya estaban boca arriba.

La oscuridad los aislaba por completo. Se miraron fijamente. Sólo habló la mujer.

La ira de Rosa

Liesel había retomado el sueño cuando la inconfundible voz de Rosa Hubermann irrumpió en la cocina y la despertó del susto.


Was ist los?

En esos momentos sintió una irrefrenable curiosidad, mientras imaginaba el sermón instigado por la ira de Rosa. Oyó que alguien se movía y arrastraba una silla.

Al cabo de diez minutos de insoportable disciplina, Liesel salió al pasillo y lo que vio la dejó maravillada: Rosa Hubermann estaba junto a Max Vandenburg mirando cómo este engullía su infame sopa de guisantes. Había una vela sobre la mesa. No se agitaba.

Rosa estaba muy seria.

Su rechoncha figura desbordaba preocupación.

Aunque, en cierto modo, también tenía una expresión triunfal, y no se trataba del júbilo de haber salvado a otro ser humano de la persecución a la que estaba sometido, sino de algo parecido a un: «¿Lo ves?, al menos él no se queja». Su mirada iba de la sopa al judío, y de nuevo a la sopa.

Cuando volvió a hablar, sólo le preguntó si quería más.

Max declinó la oferta y en su lugar prefirió salir corriendo hacia el fregadero y ponerse a vomitar. Su espalda se convulsionaba. Tenía los brazos separados. Sus dedos se aferraban al metal.

—Jesús, María y José —farfulló Rosa—. Otro igual.

Max se volvió y se disculpó con una voz pringosa, apenas audible, corroída por el ácido.

—Discúlpeme, creo que he comido demasiado. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que mi estómago… Creo que no ha podido…

—Sal de ahí —le ordenó Rosa, y se puso a limpiar.

Cuando terminó, encontró al joven sentado a la mesa de la cocina, taciturno. Hans estaba enfrente, con las manos entrelazadas sobre la superficie de madera.

Liesel alcanzó a ver desde el pasillo el rostro demacrado del forastero y, detrás de él, una expresión de preocupación garabateada en el de su madre.

Miró a los que la habían acogido.

¿Quiénes eran?

La charla de Liesel

Definir qué tipo de personas eran Hans y Rosa Hubermann es uno de los problemas más difíciles de solucionar. ¿Gente amable? ¿Gente profundamente ignorante? ¿Gente de salud mental cuestionable?

Definir el aprieto en que se habían metido resultaba más sencillo.

LA SITUACIÓN DE HANS

Y ROSA HUBERMANN

Bastante, bastante peliaguda.

De hecho, tremendamente peliaguda.

Cuando un judío aparece en tu casa de madrugada, en la mismísima cuna del nazismo, es más que probable que experimentes niveles extremos de desasosiego. Angustia, incredulidad, paranoia… Todas desempeñan su papel y todas desembocan en la secreta sospecha de que las consecuencias que aguardan no son demasiado halagüeñas. El miedo resplandece. Deslumbra.

Por sorprendente que parezca, ha de admitirse que, a pesar del miedo iridiscente que relucía en la oscuridad, consiguieron controlar el embate de la histeria.

Rosa le ordenó a Liesel que se fuera.


Bett, Saumensch
—dijo con voz tranquila, pero firme. Muy poco habitual.

Hans apareció al cabo de unos minutos y retiró las sábanas de la otra cama.


Alles gut, Liesel?
¿Todo bien, Liesel?

—Sí, papá.

—Como ves, tenemos visita —Liesel sólo adivinaba el contorno de la talla de Hans Hubermann en la oscuridad—. Esta noche dormirá aquí.

—Sí, papá.

Minutos después, Max Vandenburg aparecía en la habitación, silencioso y opaco. El hombre no respiraba. No se movía. Sin embargo, se las ingenió para salvar la distancia que separaba la puerta de la cama y meterse bajo las sábanas.

—¿Todo bien? —volvió a preguntar Hans, esta vez a Max.

La respuesta salió flotando de sus labios y adoptó la forma de una mancha en el techo. Tal era la vergüenza que lo embargaba.

—Sí, gracias.

Volvió a repetirlo cuando Hans se dirigió hacia su asiento habitual, junto a la cama de Liesel. «Gracias.»

Habría de transcurrir una hora para que Liesel se rindiera al sueño. Durmió larga y profundamente.

Una mano la despertó a la mañana siguiente pasadas las ocho y media.

La voz al final de la mano le informó de que aquel día no iría al colegio. Por lo que le dijeron, estaba enferma.

Cuando se desperezó del todo, miró al extraño de la cama de enfrente. Por la manta sólo asomaba un arrebujo de pelo aplastado hacia un lado. No hacía ruido, como si hubiera aprendido a dormir en silencio. Pasó junto a él con sumo cuidado y siguió a su padre al vestíbulo.

Por primera vez en su vida, la cocina y su madre todavía no habían entrado en ebullición. Estaban envueltas en una especie de silencio inaugural algo desconcertado. Para alivio de Liesel, sólo duró unos minutos.

Se oía el rumor de las bocas masticando.

Rosa anunció las prioridades del día.

—Escucha, Liesel, tu padre va a decirte algo —la informó, sentándose a la mesa. Aquello iba en serio, ni siquiera había utilizado un
Saumensch
, todo un reto personal de abstinencia—. Y quiero que lo escuches con atención, ¿está claro?

La niña todavía estaba tragando.

—¿Está claro,
Saumensch
?

Eso estaba mejor.

La niña asintió con la cabeza.

Cuando Liesel volvió a entrar en el dormitorio para coger su ropa, el cuerpo de la otra cama se había dado la vuelta y estaba hecho un ovillo. Ya no era un tronco largo, sino algo con forma de zeta atravesado en diagonal. Zigzagueando la cama.

Le vio el rostro bajo la luz mortecina. Tenía la boca abierta y su tez era del color de las cáscaras de huevo. Unos pelillos le cubrían la mandíbula y la barbilla. Tenía las orejas duras y pegadas al cráneo, y la nariz pequeña pero deformada.

—¡Liesel!

Se volvió.

—¡Mueve el culo!

Lo movió, derecha al lavabo.

En cuanto se cambió y salió al vestíbulo, se dio cuenta de que no iba a ir muy lejos: su padre estaba ante la puerta del sótano, sonriéndole ligeramente. Encendió la lámpara y la llevó abajo.

Hans la invitó a que se pusiera cómoda entre las montañas de sábanas viejas y el olor a pintura. En las paredes refulgían las palabras pintadas que había aprendido tiempo atrás.

—Tengo que decirte algo.

Liesel se sentó sobre una montaña de un metro hecha con sábanas viejas y su padre en un bote de pintura de quince litros. Hans estuvo buscando las palabras unos minutos. Cuando por fin acudieron a él, se levantó para entregárselas y se frotó los ojos.

—Liesel, nunca estuve seguro de si esto llegaría a ocurrir, por eso no te hablé… —confesó con voz queda—. De mí. Del hombre de arriba.

Empezó a pasear por el sótano arriba y abajo. La lámpara ampliaba su sombra en la pared y lo convertía en un gigante que caminaba de un lado al otro.

Cuando se detuvo, la sombra se cernió sobre él, vigilante. Siempre había alguien vigilando.

—¿Sabes la historia de mi acordeón? —preguntó, y ahí empezó a contar.

Le habló de la Primera Guerra Mundial y de Erik Vandenburg, y luego de la visita a la mujer del soldado caído.

—El niño que entró en la habitación aquel día es el hombre de arriba.
Verstehst?
¿Lo entiendes?

La ladrona de libros escuchaba la historia de Hans Hubermann. Transcurrió una buena hora hasta que llegó el momento de la verdad, que se tradujo en una obvia y necesaria charla.

—Liesel, escúchame bien.

Su padre la hizo levantar y le cogió la mano.

Estaban de cara a la pared.

Formas oscuras, y el ejercicio de las palabras.

Hans le apretaba los dedos con fuerza.

—¿Recuerdas el cumpleaños del Führer, cuando volvimos a casa la noche de la hoguera? ¿Recuerdas lo que me prometiste?

La niña asintió.

—Que guardaría un secreto —contestó a la pared.

—Eso es —las palabras pintadas se distribuían entre las sombras de las manos entrelazadas, apoyadas en sus hombros, descansando en sus cabezas y colgándoles de los brazos—. Liesel, si le hablas a alguien del hombre de arriba, todos nos veremos en un serio aprieto —caminaba por la cuerda floja, oscilando entre aterrorizarla hasta los tuétanos y tranquilizarla lo suficiente para que no perdiera la calma. Le dio de comer las frases y la observó con su mirada metálica. Desesperación y serenidad—. A tu madre y a mí se nos llevarían seguro.

A Hans le preocupaba pasarse de la raya, pero calculó el riesgo y prefirió equivocarse y pecar de más que de menos. La complicidad de la niña debía ser absoluta e inequívoca.

Acercándose al final, Hans Hubermann miró a Liesel Meminger y comprobó que estuviera atenta.

Le recitó una lista de consecuencias.

—Si le hablas a alguien de ese hombre…

Su profesora.

Rudy.

Daba igual quién fuera.

Lo importante era que todos podían ser castigados.

—Para empezar, me llevaré todos y cada uno de tus libros… y los quemaré —qué crueldad—. Los arrojaré a los fogones o a la chimenea —actuaba como un tirano, pero era necesario—. ¿Entendido?

La conmoción abrió un agujero en ella, muy limpio, muy preciso.

Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Sí, papá.

—Siguiente —debía mantenerse firme, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para conseguirlo—. Te apartarán de mi lado. ¿Eso te gustaría?

Liesel se echó a llorar en serio.


Nein
.

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