La ladrona de libros (31 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Tiempo después, cuando Liesel rememoraba esa época de su vida, las noches en el comedor se contaban entre los recuerdos más vividos que conservaba. Todavía veía la luz abrasadora en el rostro de cáscara de huevo de Max, incluso saboreaba el regusto humano de sus palabras. El judío fue relatando los episodios de su supervivencia, como si se cortara cada uno de los pedazos y los presentara en un plato.

—Soy un egoísta —al decirlo, se cubrió el rostro con el brazo—. Abandonar a mi gente, venir aquí, ponerlos en peligro… —dejó que saliera todo y empezó a suplicarles. En el rostro llevaba marcados los bofetones del dolor y la desolación—. Lo siento. Créanme, por favor. ¡Lo siento mucho, lo siento mucho, lo…!

Tocó el fuego con el brazo y lo retiró al instante.

Todos lo miraron en silencio, hasta que Hans se levantó y se acercó a él. Se sentó a su lado.

—¿Te has quemado el codo?

Una noche, Hans, Max y Liesel estaban sentados ante la chimenea. Rosa estaba en la cocina. Max leía de nuevo
Mein Kampf
.

—¿Sabes qué? Ahí donde la ves, a Liesel le gusta leer —comentó Hans, inclinándose hacia el fuego. Max bajó el libro—. Y tenéis en común más de lo que crees —Hans se aseguró de que Rosa no los oyera—. A ella también le gustan las peleas a puñetazos.

—¡Papá! —apoyada contra la pared, Liesel, a punto de cumplir doce años, aunque flaca como un palillo, se quedó anonadada—. ¡Nunca me he metido en peleas!

—Shhh… —Hans se echó a reír. Le hizo un gesto con las manos para que no levantara la voz y volvió a inclinarse, esta vez hacia la chica—. Bueno, ¿y qué me dices de la paliza que le diste a Ludwig Schmeikl, eh?

—Yo nunca… —la habían pillado, inútil negarlo—. ¿Cómo lo sabes?

—Vi a su padre en el Knoller.

Liesel se llevó las manos a la cara. Cuando las retiró, hizo la pregunta decisiva.

—¿Se lo has contado a mamá?

—¿Estás de guasa? —le guiñó un ojo a Max y le susurró a la niña—. Sigues viva, ¿no?

Esa noche también fue la primera vez desde hacía meses que Hans tocó el acordeón en casa. Sólo después de una media hora se atrevió a preguntarle a Max:

—¿Aprendiste a tocar?

El rostro del rincón contemplaba las llamas.

—Sí —se hizo un largo silencio—. Hasta los nueve años. Luego mi madre vendió el estudio de música y dejó de enseñar. Sólo se quedó con un instrumento, y me dejó por imposible poco después de que me negara a seguir aprendiendo. Era un atontado.

—No —protestó Hans—, eras un crío.

Por las noches, tanto Liesel Meminger como Max Vandenburg se entregaban a eso otro que compartían. Tenían pesadillas y se despertaban en habitaciones distintas, una con un chillido que ahogaban las sábanas y el otro jadeante, en busca de aire, junto a un fuego humeante.

A veces, cuando Liesel leía con su padre, cerca ya de las tres de la madrugada, oían que Max se despertaba.

—Sueña como tú —decía Hans.

En una ocasión, azuzada por la angustia de Max, Liesel decidió salir de la cama. Imaginaba muy bien lo que el joven veía en sus sueños gracias a lo que Max les había desvelado de su historia, aunque ignoraba qué escena lo visitaba cada noche.

Atravesó el vestíbulo sin hacer ruido y entró en el comedor dormitorio.

—¿Max? —preguntó con un suave susurro, empañado por una garganta somnolienta.

Al principio no oyó ninguna respuesta, pero Max se enderezó y buscó en la oscuridad.

Hans seguía en el dormitorio de Liesel y ella se sentó delante de Max, al otro lado de la chimenea. Detrás de ellos, Rosa dormía escandalosamente. Dejaba a la roncadora del tren a la altura del betún.

El fuego no era más que un funeral de humo, muerto y moribundo a la vez. Esa mañana en concreto también se oyeron unas voces.

EL INTERCAMBIO DE PESADILLAS

La niña: Dime, ¿qué ves cuando tienes esos sueños?

El judío: … Me veo a mí mismo volviéndome y despidiéndome.

La niña: Yo también tengo pesadillas.

El judío: ¿Qué ves?

La niña: Un tren y a mi hermano muerto.

El judío: ¿Tu hermano?

La niña: Murió cuando vine a vivir aquí, por el camino.

La niña y el judío, al unísono:
Ja
, sí.

Sería bonito decir que después de este pequeño avance, ni Liesel ni Max volvieron a tener pesadillas. Sería bonito, pero mentira. Las pesadillas los seguían visitando como siempre; igual que cuando oyes rumores de que el mejor jugador del equipo contrario se ha lesionado o está enfermo y te lo encuentras allí, calentándose con el resto de sus compañeros, listo para salir al campo. O como un tren nocturno llegando a su hora a la estación, tirando de los recuerdos que lleva atados a una cuerda, tras mucho arrastrar y traquetear torpemente.

Lo único que cambió fue que Liesel le aseguró a su padre que ahora ya era lo bastante mayor para enfrentarse ella sola a los sueños. Por un instante, Hans pareció ligeramente ofendido, pero como era habitual en él, puso todo su empeño en decir lo más acertado.

—Bueno, gracias a Dios —esbozó una sonrisa—. Al menos ahora dormiré como es debido, esa silla me estaba matando

Abrazó a la niña y entraron en la cocina.

Con el tiempo, una clara distinción se impuso entre dos mundos muy diferentes: el mundo en el interior del número treinta y tres de Himmelstrasse y el que se encontraba y cambiaba en el exterior. El truco estaba en mantenerlos separados.

Liesel estaba aprendiendo a descubrir algunas de las posibilidades del mundo exterior. Una tarde, cuando volvía a casa con una bolsa de colada vacía, se fijó en un periódico que asomaba por un cubo de basura. La edición semanal del
Molching Express
. Lo cogió y se lo llevó a casa para dárselo a Max.

—Pensé que te gustarían los crucigramas —dijo—, para matar el tiempo.

Max le agradeció el gesto y, para justificar que lo hubiera llevado hasta casa, leyó el periódico de cabo a rabo y unas horas más tarde le enseñó la cuadrícula con todas las casillas rellenadas menos una.

—Maldita sea la diecisiete vertical.

En febrero de 1941, Liesel recibió un libro usado el día en que cumplió los doce años. No cabía en sí de agradecimiento. Se titulaba
Los hombres de barro
y trataba de un padre y un hijo muy raros. Abrazó a sus padres mientras Max permanecía en un rincón, incómodo.


Alles Gute zum Geburtstag
—esbozó una tímida sonrisa—. Feliz cumpleaños —tenía las manos metidas en los bolsillos—. No lo sabía; si no, podría haberte regalado algo.

Una flagrante mentira, pues no tenía nada que regalar, salvo, tal vez, el
Mein Kampf
, y bajo ningún concepto iba a entregar ese tipo de propaganda a una joven alemana. Habría sido como si el cordero le acercara el cuchillo al carnicero.

Se hizo un incómodo silencio.

Liesel había abrazado a sus padres.

Max parecía muy solo.

Liesel tragó saliva.

Y se acercó a él y lo abrazó por primera vez.

—Gracias, Max.

Al principio, él se limitó a quedarse inmóvil, pero a medida que ella lo estrechaba entre sus brazos Max fue alzando las manos poco a poco y le apretó los omóplatos con suavidad.

Tiempo después Liesel descubriría que, en ese momento, una expresión de desamparo había cubierto el rostro de Max Vandenburg. También descubriría que fue entonces cuando él decidió darle algo a cambio. A menudo me lo imagino esa noche tumbado en la cama, pensando qué podría regalarle.

Al final le hizo un regalo de papel una semana después.

Se lo daría de madrugada, antes de descender los escalones de cemento para retirarse a lo que entonces le gustaba considerar su hogar.

Las páginas del sótano

Mantuvieron a Liesel alejada del sótano a toda costa durante una semana. Sus padres se encargaron de bajarle la comida a Max.

—No,
Saumensch
—contestaba la madre cada vez que Liesel se prestaba voluntaria. Siempre había una excusa—. ¿Por qué no haces algo útil aquí arriba por una vez? Puedes acabar de planchar. ¿Crees que ir de reparto por la ciudad es tan importante? ¡Ponte a planchar y verás!

Cuando se tiene una reputación como la de Rosa, una se puede permitir toda clase de triquiñuelas poco limpias. Funcionó.

Durante esa semana, Max había arrancado varias páginas de
Mein Kampf
y las había blanqueado con una capa de pintura. A continuación las había tendido en unas cuerdas de un extremo a otro del sótano, sujetándolas con pinzas. Una vez que estuvieron bien secas, empezó la parte difícil. Contaba con los rudimentos suficientes para apañárselas, pero desde luego no era escritor ni artista. A pesar de ello, enhebró las palabras en su mente hasta que consiguió repetirlas sin equivocarse. Sólo entonces empezó a trasladar la historia al papel, que se había abombado por la tensión del proceso de secado de la pintura. Se ayudó de un pequeño pincel negro.

El vigilante.

Calculó que necesitaría trece páginas, así que blanqueó cuarenta, previendo cometer el doble de meteduras de pata que de aciertos. Dibujó varias versiones en las páginas del
Molching Express
a modo de prueba para mejorar las rudimentarias y torpes ilustraciones y conseguir algo aceptable. Mientras trabajaba, oía los susurros de una niña. «Es como si tuviera el pelo de plumas.»

Cuando terminó, utilizó un cuchillo para agujerear las hojas y las unió con un cordel. El resultado fue un librito de trece páginas que decía así:

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