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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (30 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Como siempre, seguía paseándose por la ciudad con Rudy, oyéndole charlar. A veces cambiaban impresiones sobre las divisiones de las Juventudes Hitlerianas a las que pertenecían, y Rudy le habló por primera vez de un joven y sádico cabecilla llamado Franz Deutscher. Cuando Rudy no comentaba el fanatismo de Deutscher, se deleitaba en la marca que él mismo acababa de batir, amenizándola con interpretaciones y recreaciones del último gol que se había apuntado en el estadio de fútbol de Himmelstrasse.

—Que ya lo sé —aseguraba Liesel—. Estaba allí.

—¿Y qué?

—Pues que lo vi,
Saukerl
.

—¿Y yo qué sabía? Igual estabas tirada en el suelo, mordiendo el polvo que dejé atrás al marcar.

Tal vez gracias a Rudy —a su locuacidad, su cabello empapado de limonada y su petulancia— Liesel no perdió la razón.

Rebosaba una confianza infinita en la vida, que aún tenía por una broma: una interminable sucesión de goles, robos y un repertorio interminable de cháchara banal.

Además, también estaba la mujer del alcalde y la lectura en la biblioteca de su marido. A esas alturas del año allí dentro empezaba a hacer bastante frío, cada vez más y, a pesar de todo, Liesel no podía mantenerse alejada. Escogía varios libros y leía breves párrafos de cada uno, hasta que una tarde encontró uno que no pudo dejar. Se titulaba
El hombre que silbaba
. En un principio, los encuentros esporádicos con el hombre que silbaba de Himmelstrasse, Pfiffikus, la llevaron a interesarse por el libro. Todavía lo recordaba encorvado con su abrigo, y su aparición en la hoguera el día del cumpleaños del Führer.

Lo primero que ocurría en el libro era un asesinato. Un apuñalamiento. Una calle de Viena. Cerca de la Stephansdom, la catedral de la plaza.

BREVE PASAJE DE «EL HOMBRE

QUE SILBABA»

«Estaba tendida en un charco de sangre, asustada, y una extraña cantinela bailaba en su cabeza. Recordó el cuchillo, dentro y fuera, y una sonrisa. Como siempre, el hombre que silbaba había sonreído al huir hacia la oscura y ensangrentada noche…»

Liesel no supo si fueron las palabras o la ventana abierta lo que hizo que se estremeciera. Cada vez que iba a entregar o a recoger la colada a casa del alcalde, leía tres páginas y temblaba, pero no podía seguir así.

Tampoco Max Vandenburg soportaría el sótano mucho más tiempo. No se quejaba —no tenía derecho a hacerlo—, pero sentía cómo empeoraba un día tras otro, asolado por el frío. Al final, su salvación fue la lectura y la escritura, y un libro titulado
El hombre que se encogía de hombros
.

—Liesel —la llamó su padre una noche—. Vamos.

Desde la llegada de Max, Liesel había dejado de leer con su padre, y era evidente que Hans consideró que había llegado el momento de retomar la costumbre.


Na, komm
—dijo—. No quiero que aflojes el ritmo. Ve a buscar uno de tus libros. ¿Qué te parece
El hombre que se encogía de hombros
?

La inquietó que, al volver con el libro en la mano, su padre le hiciera un gesto para que lo siguiera al antiguo taller: el sótano.

—Pero papá, no podemos… —intentó decirle.

—¿Qué? ¿Es que hay monstruos ahí abajo?

Estaban a principios de diciembre y el día había sido gélido. El sótano iba haciéndose menos acogedor a cada escalón de cemento que bajaban.

—Hace mucho frío, papá.

—Eso no te preocupaba antes.

—Ya, pero nunca había hecho tanto frío…

—¿Te importa que utilicemos la lámpara, por favor? —le preguntó Hans a Max cuando llegaron.

Asustados, los botes y las sábanas se hicieron a un lado y la luz cambió de manos. Hans miró la llama y negó con la cabeza, acompañándola de unas palabras.


Es ist ja Wahnsinn, net?
Esto es de locos, ¿no? —antes de que la mano de dentro tuviera tiempo de recolocar las sábanas, Hans la apresó—. Max, sal tú también, por favor.

Atemorizadas, las sábanas viejas se apartaron a un lado y aparecieron el cuerpo y el rostro demacrados de Max Vandenburg. Se estremeció bajo la húmeda luz, con un mágico desasosiego.

Hans le tocó el brazo para que se acercara.

—Jesús, María y José, no puedes seguir aquí abajo, acabarás congelado —se volvió—. Liesel, llena la bañera. No demasiado caliente, hasta que esté tibia.

Liesel subió corriendo.

—Jesús, María y José, volvió a oír desde el vestíbulo.

Cuando Max estaba en la bañera del tamaño de una jarra de cerveza, Liesel pegó la oreja a la puerta del baño, e imaginó el agua tibia convirtiéndose en vapor al calentar su cuerpo de carámbano. Sus padres estaban en el punto álgido de una discusión, en el dormitorio que hacía las veces de comedor. La pared del pasillo retenía los susurros.

—Ahí abajo se morirá, hazme caso.

—Pero ¿y si lo ve alguien?

—No, no, sólo subirá de noche. Durante el día lo dejaremos todo abierto, como si no tuviéramos nada que esconder. Y utilizaremos esta habitación en vez de la cocina. Lo mejor es mantenerse lejos de la puerta de casa.

Silencio.

A continuación, la madre:

—Está bien… Sí, tienes razón.

—Si nos la hemos de jugar por un judío —añadió el padre al cabo de unos instantes—, preferiría hacerlo por uno vivo.

Y a partir de ese momento se estableció una nueva rutina.

Todas las noches encendían la chimenea en la habitación de los padres y Max aparecía, en silencio. Se sentaba en un rincón, encogido y desconcertado, seguramente por la bondad de esa gente, por el reconcomio de haber sobrevivido y, sobre todo, por el resplandor del calor.

Con las cortinas cerradas a cal y canto, dormía en el suelo con un cojín debajo de la cabeza mientras el fuego se extinguía y se convertía en cenizas.

Por la mañana regresaba al sótano.

Un humano sin voz.

La rata judía de nuevo en su agujero.

La Navidad pasó y dejó atrás el tufo de un nuevo peligro. Tal como imaginaban, Hans hijo no apareció por casa (un alivio, aunque también una decepción que no presagiaba nada bueno), pero Trudy se presentó como siempre. Por suerte, todo fue como la seda.

LAS CUALIDADES DE LA SEDA

Max permaneció en el sótano.

Trudy entró y salió sin sospechar nada.

Decidieron que a pesar del afable carácter de Trudy no podían confiar en ella.

—Sólo confiaremos en quien tengamos que confiar —sentenció Hans—, es decir, en nosotros tres.

Hubo más comida de lo habitual y se disculparon ante Max porque no era una fiesta de su religión, aunque para ellos se trataba sobre todo de una costumbre.

Max no protestó.

¿Qué razones iba a aducir?

Explicó que era judío de nacimiento, que lo habían educado como tal, pero también, y entonces más que nunca, que el judaísmo no dejaba de ser una etiqueta, la peor suerte con que uno puede tropezarse.

Asimismo, aprovechó la ocasión para comunicarles que lamentaba que el hijo de los Hubermann no hubiera acudido. En respuesta, Hans le dijo que esas cosas no se podían controlar.

—Después de todo, tú ya deberías saberlo, los jóvenes siguen siendo niños y los niños a veces tienen derecho a ser cabezotas.

Lo dejaron ahí.

Max permaneció mudo las primeras semanas ante la chimenea. Ahora que disfrutaba de un buen baño semanal, Liesel se fijó en que su cabello había dejado de ser un nido de ramas y se había convertido en un montón de plumas flotando sobre su cabeza. Todavía intimidada por el extraño, le susurró a su padre:

—Es como si tuviera el pelo de plumas.

—¿Qué?

El fuego había sofocado sus palabras.

—Digo que parece que tuviera el pelo de plumas… —volvió a murmurar, inclinándose hacia él.

Hans Hubermann lo miró y asintió con la cabeza, dándole la razón. Estoy segura de que Hans habría deseado tener los ojos de la niña. No se percataron de que Max lo había oído todo.

De vez en cuando se subía el ejemplar del
Mein Kampf
y lo leía junto a las llamas, hirviendo de indignación. En la tercera ocasión, Liesel por fin reunió el valor suficiente para hacerle la pregunta.

—¿Es… bueno?

Max la miró, apretó el puño y volvió a abrir la mano. Alejada la rabia, le sonrió. Se retiró hacia atrás el flequillo plumoso de los ojos.

—Es el mejor libro que he leído en mi vida —miró a Hans y de nuevo a la niña—. Me salvó la vida.

Liesel se acercó un poco más y cruzó las piernas. En voz baja, le preguntó:

—¿Cómo?

Así comenzó un ciclo narrativo, cada noche en el comedor. La voz nunca se elevaba más que lo justo para oírse. Las piezas del puzzle de un púgil judío empezaron a encajar ante sus ojos.

A veces la voz de Max Vandenburg rezumaba humor, aunque estaba hecha de una materia rasposa, como una piedra restregada con suavidad contra una roca. En algunos lugares no tocaba fondo y se consumía con el áspero vaivén, a veces despedazándose por completo. Era abisal cuando hablaba de arrepentimiento y se desgajaba al final de un chiste o cuando se menospreciaba.

«Por los clavos de Cristo», era la expresión más común en las historias de Max Vandenburg, seguida generalmente de una pregunta.

EL TIPO DE PREGUNTAS

¿Cuánto tiempo estuviste en esa habitación?

¿Dónde está ahora Walter Kugler?

¿Sabes lo que le ocurrió a tu familia?

¿Adónde iba la mujer que roncaba?

¡Un marcador en contra de 10 a 3!

¿Por qué te seguías peleando con él?

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