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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (38 page)

BOOK: La lanza sagrada
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La dinámica cambió cuando los dos paladines siguientes se unieron al consejo. David Carlisle y Christine Foulkes no

debían lealtad a ninguna facción. Eso les daba poder para establecer alianzas temporales con Ohlendorf o Bartoli. Resultaba tentador imaginar que la muerte de Kenyon estaba relacionada con algún tipo de discordia interna entre los paladines, pero Malloy no había encontrado pruebas de ello. Los paladines parecían tener intereses directos en distintos aspectos del mercado negro europeo, eso era indiscutible. Si había discordia o no entre sus miembros, no sabía decirlo.

Lo que había averiguado era, en primer lugar, que Hugo Ohlendorf tenía acceso a muchos criminales expertos, o puede que incluso los controlara. Se trataba de personas dispuestas a cometer asesinatos en colaboración con una de las asesinas más famosas de Europa. David Carlisle, con sus contactos mercenarios y quizá políticos, era capaz de traficar con armas, drogas y soldados. Jack Farrell, como su padre antes que él, había trabajado con Giancarlo Bartoli en varias empresas a ambos lados del Atlántico, tanto legítimas como ilegales.

Por último, estaba Christine Foulkes. Era una rareza. Foulkes, que anteriormente había sido una típica famosa que iba de fiesta en fiesta, se unió al Consejo de los Paladines y prácticamente se retiró de la vida pública. Como Carlisle, se encontraban fotos de archivo en los informes anuales, se podía leer sobre sus actividades para la Orden, pero nadie la conocía. Eso quería decir que los paladines mentían sobre las actividades de aquella mujer o que viajaba con identidades falsas. David Carlisle podía estar usando varias identidades para viajar, pero Malloy no entendía por qué Foulkes iba a correr el mismo riesgo.

Después de repasar los resúmenes de Dale Perry, Malloy buscó información en los archivos sobre Christine Foulkes, David Carlisle, y Giancarlo y Luca Bartoli, así como sobre los paladines inactivos a los que representaba Ohlendorf: Johannes Diekmann, Sarah von Wittsberg, lady Margante Schoals y dame Ann Marie Wolff. El resultado de la búsqueda fue una mina de oro, pero, como cualquier mina de oro, casi todo eran barro y rocas. A las cinco, ya listo para retirarse, dio con una serie de fotos de vigilancia de David Carlisle. Las fotografías se habían tomado en una reunión de Carlisle con Hugo Ohlendorf en París, en el año 2005.

Como eran relativamente nuevas y mostraban una cara algo distinta a la que solía aparecer en las fotografías de archivo de Carlisle que publicaban los paladines todos los años, Malloy las copió en un lápiz de memoria, junto con varios archivos generales sobre los paladines. Supuso que Ethan tendría ya la mayoría, pero no estaba de más ser concienzudo. Esperaba tener algo más sustancioso cuando recibiese los resúmenes de Jane a la mañana siguiente.

Mientras tanto, apagó el ordenador e intentó dormir unas cuantas horas.

B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)

P
RIMAVERA DE 1936
.

Después de su viaje a Wewelsburg, Rahn se prometió no visitar a los Bachman por un tiempo. Estaba demasiado enfadado con Bachman para pasar una velada con ellos como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, cuando llegó el sábado, apareció en su puerta. Llevaba un libro de ilustraciones para Sarah, flores silvestres para Elise y una botella de buen vino de Riesling para Bachman. Aceptó los besos de la niña y su madre (que, en realidad, eran lo único que tenía en el mundo), y se dispuso a beber y hablar. No había cambiado absolutamente nada entre ellos.

Cuando se iba, Elise le comentó mientras se despedían: —Me dice Dieter que quizá tengas problemas con Himmler...

Parecía preocupada. No la había visto nunca así y, de repente, comprendió que no hacer caso de la absurda idea de Himmler podría causarle serios problemas a Bachman y, por extensión, a Elise. Sacudió la cabeza e intentó no demostrar la tensión que sentía.

—En absoluto. Es que me confundí con algo que Dieter me dijo.

—Ten cuidado, Otto. Himmler es veleidoso con sus afectos. Tenlo contento y el mundo será tuyo.

—¡Entonces tendré que encontrar el santo grial!

—Alimenta su esperanza, como sugiere Dieter, y te otorgará honores y elogios. Si no le prestas atención...

—¿Qué susurráis? —la interrumpió Bachman acercándose.

—¡Tramamos el asesinato de Hitler! —respondió Rahn, pero se le olvidó sonreír mientras lo hacía.

Bachman se puso blanco como la pared, aunque después se rio.

—¡Y yo temiendo que fuese algo preocupante!

Rahn fue al despacho de Bachman a finales de la semana siguiente.

—He estado pensando en lo que dijiste. Quiero que prepares una reunión con Himmler, a la hora que más os convenga a los dos.

—Espero que no hagas ninguna tontería. —Todo lo contrario, tengo una propuesta para ambos. —¡Eso es maravilloso, Otto! —exclamó su amigo con cara de alivio.

—¿Crees que querrá financiar una expedición? —¡Si crees que hay posibilidades de éxito, lo hará! —¿Te interesa acompañarme? —¡Solo tienes que pedirlo!

La reunión se celebró la noche siguiente, en el despacho de Himmler, que llevaba un día muy largo, como de costumbre, y estaba deseando volver a casa con su familia.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó esbozando una sonrisa educada que desapareció muy deprisa.

Rahn sufrió un momento de pánico y empezó a hablar con voz vacilante y temblorosa.

—El comandante Bachman me ha contado... es decir, por lo que me ha dado a entender... —respiró hondo e intentó calmarse. ¡Era como un escolar que se enfrenta a los exámenes delante del profesor!—. Por lo que tengo entendido, tiene usted la esperanza de encontrar el grial.

Himmler no se dirigió a Bachman, ni tampoco pareció sorprenderse. Clavó la mirada en Rahn, con cara de curiosidad.

—En su libro dijo usted que estaba en Montségur antes de la rendición. Según recuerdo, cuenta una historia sobre cómo se lo llevaron y lo escondieron en el Monte Tabor.

—Dije que era una leyenda que se contaban los locales, algo que no había oído antes nadie de fuera.

—Eso fue lo que me atrajo —repuso Himmler, sin variar su expresión—. Por curiosidad, ¿se han explorado en profundidad todas las cuevas?

—En estos momentos existe mucho interés, por supuesto, pero no, creo que se han pasado muchas por alto. Lo cierto es que no estoy convencido de que el grial sea un objeto.

Himmler miró a Bachman, y Rahn lo comprendió todo: Bachman le había dado a Himmler algo más que su libro; lo había convencido de que Rahn solo necesitaba financiación para encontrar el grial. Seguramente le había contado que el doctor Rahn llevaba más de una década buscando el grial en secreto, pero que no tenía los fondos para hacerlo en condiciones. Era cierto que, tiempo atrás, Rahn se había dedicado a tal búsqueda, aunque al final eso había dado paso a las verdaderas bellezas históricas que había descubierto por el camino y, por último, a la historia que quería contar. Sin embargo, a Himmler no le interesaba la historia, a no ser que le sirviera para algo. Quería creer que los cataros eran arios y guardianes del grial, y, por supuesto, que los había perseguido una iglesia malvada y corrupta.

—Eso no quiere decir —añadió Rahn— que no hubiese un objeto sagrado en Montségur —de repente, tuvo la sensación de escucharse desde fuera, como si no estuviese dentro de su cuerpo—. De hecho, siempre he creído que adoraban la lanza sagrada que Perceval vio en el castillo del grial.

—¿La lanza ensangrentada? —preguntó Himmler, moviéndose en su asiento.

—Obviamente, la lanza ensangrentada nunca se identificó como la lanza que atravesó a Cristo en la crucifixión. No era más que una lanza de marfil puro que goteaba sangre en un cáliz de oro.

—¿Cree que eso es lo que poseían? —preguntó Himmler, emocionado. El cansancio que Rahn había visto antes en sus ojos desapareció de repente.

—Por lo que veo, los cataros otorgaban a la lanza ensangrentada un honor mucho mayor que a la cruz. Si recuerda la narración de Eschenbach, Perceval vio cómo la llevaban por el salón del banquete en el castillo del grial y nadie le explicó sus orígenes. Debo reconocer que, durante muchos años, creí que la lanza protegía el grial y que éste era la copa, o algo dentro de la copa que Perceval no podía ver. Sin embargo, ahora creo que el grial se refiere a la sangre que goteaba de la punta. Solo hay que consultar la palabra sangraal para ver la posibilidad. Normalmente dividimos la palabra en san graal, el grial sagrado o santo, pero, si la dividimos como sang raal veremos que sagrado se convierte en sangre y que raal es un juego de palabras con real. En otras palabras, sangraal significa «sangre real», ¡la sangre que mana sin parar de la lanza!

—¿Me está diciendo que el grial es la lanza ensangrentada?

—Para ser más exactos, la sangre de la lanza es el grial —Rahn levantó las manos—. Es solo una teoría, entiéndame, y no pretendo sugerir que exista realmente una lanza sagrada que sangra. Lo que tiene que comprender es que la lanza ensangrentada y el cáliz de oro eran visiones divinas. Los cataros, al fin y al cabo, eran personas espirituales. Rechazaban el mundo y sus tesoros. No se refugiaban en sus placeres porque buscaban algo mucho mejor, en el mundo del espíritu. Y esa espiritualidad la encarnaba su visión de la lanza ensangrentada. —Los ojos de Himmler perdieron su brillo. No le gustaba que lo desilusionaran—. Eso no significa que no tuviesen algo. Mi problema ha sido siempre determinar qué reliquia era exactamente. Como podrá imaginarse, es difícil estar seguro sin encontrarla, por supuesto, pero ahora estoy convencido de que la reliquia que poseían era la lanza sagrada que Pedro Bartolomé descubrió en Antioquía durante la primera cruzada. Si recuerda la historia, Reichsführer, los cruzados asediaron Antioquía durante siete meses, esperando refuerzos y suministros que nunca llegaban. Justo cuando creían que tendrían que retirarse, uno de los barones hizo que alguien del interior de la ciudad abriese una de las puertas. No hizo falta más. Al final del día, Antioquía pertenecían a los cruzados. Sin embargo, a la mañana siguiente, un ejército de doscientos mil turcos llegó a la llanura frente a la ciudad. De haber llegado un día antes, habrían aniquilado a los cristianos. En aquellos momentos, se vieron obligados a sitiar la ciudad, mientras los cruzados disfrutaban de la protección de las impresionantes defensas de Antioquía, entre ellas unas cuatrocientas torres. El problema de los cristianos era el siguiente: no tenían provisiones, ni tampoco forma de conseguirlas.

»Consumieron las raciones que les quedaban en los primeros días del sitio. Después, cada uno se las arregló como pudo y sucedió todo lo que suele suceder cuando un ejército cae en las garras del hambre. Al cabo de poco tiempo ni siquiera podían subir a los muros para defender la ciudad. Una noche se desató un incendio (algo muy común en los tiempos medievales) y los hombres ni se levantaron de la cama para intentar apagarlo. De haberse tratado de enemigos cristianos, habrían intentado firmar la paz, pero, contra los turcos, la rendición suponía una masacre. Así que siguieron muñéndose de hambre y rezaron por que sucediera un milagro. Llegó un momento en que ya ni siquiera rezaban. Estaban muertos, todos ellos, y bien que lo sabían.

»Fue justo en aquel momento cuando un clérigo llamado Pedro Bartolomé se dirigió a su sacerdote y le contó una visión que había tenido en varias ocasiones. En ella, San Andrés le decía que la lanza sagrada, la lanza que había atravesado el costado de Cristo, estaba enterrada bajo el suelo de una iglesia de la ciudad. En aquellos tiempos, una visión como aquella era algo más que una curiosidad, era una señal de Dios que había que tomarse muy en serio, así que el sacerdote habló con el señor feudal de Bartolomé, Raimundo, conde de St. Gilíes. Raimundo se dirigió a sus barones para darles la noticia. Primero se encontró con las obvias muestras de escepticismo, pero después los barones aceptaron llevar a Pedro de iglesia en iglesia por la ciudad, por si podía reconocer el lugar que había visto en su visión. Cuando llegaron a la iglesia de San Pedro, Bartolomé gritó: «¡Ese es el lugar que vi!». En pocas horas lograron abrir una zanja en el suelo, delante del altar. Cansados y desanimados, los últimos entusiastas estaban a punto de marcharse cuando Pedro se tiró a la zanja y empezó a sacar barro con las manos. Instantes después les gritó que estaba allí, que había encontrado algo. Entonces, mientras los demás esperaban, sacó de la tierra un trozo de hierro cubierto de lodo.

»Antes de que pudiera salir de la zanja, Raimundo cayó de rodillas ante ella y, según las crónicas, lavó el objeto con sus lágrimas y besos. Como es natural, se corrió la voz del descubrimiento por todo el ejército, y la fe que los había abandonado volvió de repente al corazón de todos y cada uno de aquellos hombres. Fue como si el mismo Dios se hubiese aparecido en los cielos prometiéndoles la victoria. Era una señal, y todos lo sabían: el Señor deseaba que librasen Jerusalén de los infieles y los judíos, solo tenían que alzarse y luchar. ¡La victoria sería suya!

»En vez de utilizar los muros para defender la ciudad, el ejército insistió en tener la oportunidad de enfrentarse al enemigo cara a cara. Con la lanza en alto, para que todos pudiesen verla, los cruzados salieron en formación y doblegaron a las fuerzas enemigas en una sola tarde.

»Ahora bien, esto es lo más interesante de la historia —continuó Rahn. Himmler se echó hacia delante, prendado del cuento—. Durante un tiempo, todos consultaron a Pedro Bartolomé antes de tomar una decisión militar. Él se llevaba la lanza al pecho y anunciaba la visión que le venía a la cabeza. Al final, por supuesto, los sacerdotes, esclavos del papado, se pusieron celosos y alentaron el rencor contra los oráculos divinos de Pedro Bartolomé.

—¡Sí! —susurró Himmler, porque odiaba a la Iglesia, tanto como antes la había amado.

—Para poner fin a la autoridad de Bartolomé, los sacerdotes le pusieron un cebo para que se enfrentase a una prueba de fuego que demostrase que su reliquia era genuina. En aquellos días, Reichsführer, una prueba de fuego no era una metáfora. Prendían fuego a una zona amplia y esperaban hasta que solo quedaban los rescoldos. A continuación, un hombre tenía que caminar sobre ellos para ver si Dios lo protegía. Pedro, con la lanza apretada contra el pecho, caminó descalzo sobre las ascuas, y lo habría conseguido, de no ser porque algunos de los sacerdotes llegaron a empujones hasta el borde de la zanja y le dijeron que se había confundido, que se había dado la vuelta sin querer. Tenía que regresar sobre sus pasos para cruzar las ascuas. Naturalmente, el pobre hombre lo hizo y, con cada paso que daba, la carne se le fundía. Sus amigos intentaron ayudarlo a salir, pero el pobre Pedro quería probar que su lanza era la verdadera, así que se quedó en el pozo hasta que regresó por donde había venido, tan confundido que estuvo a punto de desmayarse y morir allí mismo. Cosa que habría sucedido. .. de no ser por la lanza.

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