La lectora de secretos (14 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

BOOK: La lectora de secretos
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Reconozco la vieja Biblia de la familia, con pasajes marcados con trozos de papel de seda descoloridos que sobresalen por el margen. La levanto. Pesa más de lo que parece. De hecho, necesito emplear las dos manos para levantarla. No calculo bien el peso y se me escurre de la mano, cae y los papeles salen despedidos, caen silenciosos y ligeros como las hojas de octubre.

Abro la Biblia en el pasaje señalado.

Juan 15, 13:
«Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos.»

Dejo la Biblia a un lado. Alguien de la familia debería quedársela. Probablemente, Emma, o quizá Beezer y Anya. Hay dos libros más, dos diarios rojos iguales con cubiertas de cuero. Me resultan familiares. Abro el primero. Está escrito a mano por Eva. Lo he visto antes. Está lleno de reflexiones de mi tía y de sus lecturas. Es parte diario, parte ficción, parte manual de instrucciones. En la primera página ha garabateado un título:
Guía de la lectora de encaje.
Abro una página al azar.

Leer a la novia el día de su boda

El encaje del velo es el más gratificante para leer. Todas las posibilidades están en él. Dada la naturaleza sacramental del matrimonio, rara vez hay nada inquietante en el velo nupcial; por el contrario, es posible ver la belleza de una vida que sólo avanza hacia delante. En esta ocasión a menudo se ven las caras de los niños que la pareja tendrá, e incluso a veces la de los nietos.

Cuando hay una extensa cola de encaje, con frecuencia pueden verse las figuras de los ancestros portándola, algo que se nota porque el velo flota en lugares en los que las leyes de la gravedad dictan lo opuesto. El entusiasmo de la novia en esta ocasión normalmente se corresponderá con el número de personas que se encargan del velo.

Todo resulta tan familiar. Lo habré leído antes. Debe de ser por eso. Ojeo el resto del libro. A veces Eva detalla lecturas concretas, a veces escribe sobre una lectura en particular, algunas mezclas de té están descritas con todo detalle, con las instrucciones para prepararla. Hay notas cotidianas, normalmente sobre sus flores, intercaladas con las lecturas. Hay observaciones sobre sus jacintos y sus rosas. También hay fragmentos de viejos dichos anotados en los márgenes. Versos de poemas: Goethe, Spenser, Proust. Las frases hechas se mezclan con las noticias del tiempo y las mareas, pero cada entrada vuelve en todos los casos al encaje como un hilo que atraviesa una intrincada pieza de encaje belga regresa simétricamente al centro.

Siento a Eva conmigo. Estoy llorando otra vez. Quizá esto de preparar las cajas no haya sido tan buena idea. Es demasiado. Noto una mano sobre mi hombro. Me reconforta. No me vuelvo para mirar. Sé que es ella. Conduce mi vista al segundo libro rojo. Mi mano lo coge.

Aunque son idénticos en tamaño y color, éste parece mucho más pesado que el primero. Demasiado para sujetarlo. Casi se me cae. La mano me ayuda. Abro el diario.

Es el que escribí en McLean. Dopada con Stelazine, con la mandíbula caída y el rostro descompuesto, escribí mi historia tal como la recordaba. La caligrafía es lo contrario de lo que se podría esperar: pequeña, forzada, controlada. La historia era mi pase de salida del hospital, resultó serlo. No tengo ni idea de cuánto de lo escrito era cierto. Cuando no recordaba algo, me lo inventaba, llenaba las lagunas.

No puedo leer el diario. Es demasiado doloroso. En cambio, lo cojo, junto con el diario de Eva y la Biblia de la familia, y escondo los volúmenes con otras cosas que me llevaré cuando me vaya: el mundillo, el cuadro de Lyndley y una lata de «Té difícil».

Cuando al fin llega la agente inmobiliaria, viene con perito, «sólo para asegurarnos de que no hay sorpresas», dice. Diviso un cartel de Se vende en el maletero de su Volvo.

—No quiero ningún cartel —digo.

—Es mucho más fácil vender la casa si pones uno.

—Aun así… —digo con una voz que reconozco como la de Eva.

Ella no se da cuenta y se limita a encogerse de hombros y dejar el cartel donde está. El perito se queda fuera rodeando el perímetro de la casa, mirándola desde todos los ángulos.

Se siguen cinco minutos de charla superficial. Ella dice que es una pena vender una casa como ésta, que seguramente alguien construirá un edificio de apartamentos. Entonces, al darse cuenta de que puede estar perdiendo una venta, añade: «Yo tampoco volvería, si viviera en la soleada California.»

Fuera, el perito saca una escalera de su furgoneta y la lleva hasta la casa, pisando los parterres.

—El jardín perenne es maravilloso —comenta la agente inmobiliaria—, es un verdadero argumento de venta.

Lo anota, así como otras cosas que ve, incluido el tejado de pizarra.

—¿Cuántas habitaciones hay?

—No lo sé. ¿Diez? ¿Doce? Algunas las utilizaba para otras cosas.

—¿Cuántos armarios?

Estoy totalmente en blanco.

—Así es como definimos las habitaciones, según si tienen o no armario.

—Ah —digo. No me ayuda.

—Sólo para que lo sepas —aclara.

La sigo por la casa. Mira dentro de cada armario, escribe «7» en la casilla de habitaciones. Mira en los aparadores, bajo los aleros. Por los pelos no abre los cajones de Eva.

Debo de estar poniendo mala cara.

—No es fácil —dice— cuando se trata de alguien a quien quieres.

El perito encuentra agua en el sótano. Hay un pequeño charco en la bodega, junto a la pared donde Eva había colgado algunas de sus flores secas. Lo inspecciona, intrigado por su origen.

Mira las botellas de vino para comprobar si hay alguna rota. Al no encontrar nada, se vuelve hacia mí.

—¿Hay algún lavabo encima de esto?

—No —contesto.

—No creo que sea nada serio —dice—, tal vez una pequeña fuga.

La agente inmobiliaria coge un ramo de flores secas y lo huele. Es lavanda. Lo veo desde aquí. Hace una mueca como si estuviera oliendo queso en mal estado.

—¿A quién demonios se le ocurre poner a secar flores en un sótano? —pregunta—. Si te deshaces de ellas te habrás quitado de encima la mitad del problema. —Señala las flores—. Tienen moho.

Me parece extraño que Eva pusiera a secar flores aquí, aunque lo cierto es que están por todas partes, pequeños ramos colgados boca abajo. Pero quizá tan sólo se quedó sin espacio arriba, o tal vez el sótano no tenía humedades en esa época.

—Las tiraré —digo, y la agente inmobiliaria sonríe, borrando su expresión de oler queso podrido. Sé que tengo que apuntármelo, o seguramente me olvidaré de hacerlo.

—¿Algo más? —le pregunta a él.

—Hay que cambiar los cristales de algunas ventanas. Pero la casa está en bastante buen estado, teniendo en cuenta los años que tiene.

—¿Qué más se puede pedir? —La agente se vuelve hacia mí—. Ojalá alguien dijera eso de mí.

Intento sonreír.

Ella termina su lista.

—¿El mobiliario está a la venta? ¿O el vino?

El perito entiende esa pregunta como una señal para salir.

—No lo sé. No lo he pensado.

—Seguramente deberías pedir una tasación. Tienes algunas cosas bonitas aquí.

Me da el número de alguien de Skinner's para las antigüedades.

—En la oficina hay un tipo al que se le dan bastante bien los vinos —añade—. Quiero decir que los colecciona, no se los bebe. Aunque, ahora que lo pienso, también se le da bien eso.

La acompaño fuera. Las peonías están marchitas por el calor. No creo que nadie las haya regado desde que Eva murió, así que es asombroso que aún estén vivas. Cuando vuelvo dentro, busco el teléfono de Ann Chase y la llamo.

—Hola, Towner —responde—. Estaba esperando tu llamada. —Habla en voz baja, con un tono místico que me da escalofríos. Antes de que me lo crea, se echa a reír—. Te estaba tomando el pelo. No estaba esperando tu llamada. Lo sabía por el identificador de llamadas.

Oigo voces de fondo.

—¿Es un buen momento?

—Es temporada de turistas. No habrá un buen momento hasta después de Halloween, y para eso faltan meses. Pero eso no debe impedirte llamar… ¿Cómo lo llevas?

—Tengo algo para ti.

—Suena intrigante.

—Quizá me pase por ahí.

—Pasé por la casa esta mañana para ver si necesitabas ayuda con el jardín. Pero debes de seguir con el horario de California.

—Seguramente —digo.

—Las regué un poco por ti.

—Ni siquiera te he oído. Gracias.

—Tienes que regarlas mucho más. Dejarlas bien empapadas.

Oigo el sonido de una vieja caja registradora mientras ella habla con alguien.

—Riega todo el jardín —dice—, Pero no lo hagas hasta última hora de la tarde o quemarás las hojas. Este sol convierte el agua en una lupa. Me pasaré mañana por la mañana y organizamos lo demás.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿Cómo estás, aparte de eso?

—Estoy bien.

—Bien está bien —dice—, A veces bien es realmente bueno.

No sé qué decir.

—Pásate por la tienda si te apetece. Si no, nos vemos mañana.

Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre. No hay nada en la casa. Tengo que salir, pero primero debo encontrar algo que ponerme. No tengo ropa limpia. A causa de la operación, no podía cargar con una maleta cuando me fui, así que sólo me traje el mundillo. Voy a mi armario, pero ya me he puesto todas mis cosas de cuando era adolescente. Me pongo un par de pantalones viejos cortados que Lyndley y yo teñimos un verano. Me lo ciño con un cinturón con cuentas que tiene escrito WOLFEBORO, NEW HAMPSHIRE en la parte de atrás. Después asalto el armario de Eva en busca de unos zapatos y una camiseta de manga corta.

Tengo los pies más grandes que ella, y el único calzado que encuentro son las sandalias que le compré el último verano que estuve aquí. Unas blancas con margaritas en las tiras. Me imagino que le gustaron porque tenían flores, pero siguen en la caja original. Rayo las suelas de cuero con un clavo de metal que encuentro en uno de los cajones del vestidor porque, de lo contrario, resbalarán demasiado para bajar la escalera.

Voy hasta Red's Sandwich Shop. Está abarrotado. Hay cola hasta la mitad de la manzana. Entro y entonces queda libre un sitio en la barra y, como nadie lo quiere, lo cojo. Pido todo lo que puedo sin pasarme de diez dólares, que es lo que llevo en el bolsillo.

—¿Café?

—Té.

—¿Con leche?

—Solo.

Están preparando bandejas de
muffins
y haciendo montañas de huevos y patatas de doce en doce. Me pregunto de dónde vendrá toda esta gente, y la camarera me responde como si hubiera hecho la pregunta en voz alta:

—Vienen en tropel —dice.

El cocinero gruñe.

—Es el autobús del tour de las doce —explica la camarera señalando la parada.

La multitud se mueve y un grupo de turistas se traslada hacia las ventanas. Fuera, una chica vestida con un disfraz de puritana corre calle abajo, tratando de escapar de una multitud. La siguen, hasta que finalmente la alcanzan, y la sujetan mientras un hombre la reprende, leyéndole una lista de acusaciones en voz alta. Me doy cuenta de que es Bridget Bishop y consulto la hora. Ella fue la primera acusada de brujería. La juzgan cada pocas horas durante el verano, y recluían turistas para ejercer de jueces. La pobre Bridget a menudo es condenada y sentenciada a la horca otra vez…, a menudo, pero no siempre.

Oigo unos susurros y me doy media vuelta. Dos mujeres sentadas a una mesa, madre e hija. Dejan de hablar en cuanto las miro. La hija coge el café y toma un sorbo.

Pago en la caja y tengo que atravesar la cola que llega hasta la puerta.

Rafferty entra cuando yo salgo. Echa un vistazo a la cola, maldice en voz baja y sale otra vez, parándose al reconocerme, sujetando la puerta un minuto antes de que me golpee.

—Creía que habías vuelto a California —dice.

—No.

—May me dijo que habías vuelto.

—Entonces, a lo mejor me fui —digo encogiéndome de hombros—. Dios sabe que May Whitney siempre tiene razón.

Él se ríe.

—Bueno, según ella.

Lo veo luchando por pensar qué decir a continuación.

—Voy a vender la casa —comento—. Probablemente se refería a eso.

—¿Vendes la casa? —Parece sorprendido.

—Es demasiado. —Me siento estúpida dando explicaciones, por sentir la necesidad de explicarme.

—Es mucha casa. —Lo está intentando.

Asiento.

—¿Eso quiere decir que vuelves a California? —pregunta.

—Básicamente —digo.

—Es una pena.

Parece extraño que diga eso, pero no sigue.

—Ha sido un placer verte de nuevo —digo, y extiendo la mano para estrechar la suya. Es etiqueta de Eva de la buena, pero no me pega. Me doy cuenta de que a él le gusta.

Sonríe.

—No te marchas hoy, ¿verdad?

—No. Tengo que acabar de vaciar la casa.

—Te veré antes de que te vayas.

Llego hasta el final de la calle antes de que se me ocurra pedirle la llave. Recuerdo que Jay-Jay dijo que tenían una, y no sólo no me gusta la idea de que haya una llave dando vueltas por ahí, aunque la tenga la policía, sino que además le he dicho a la agente inmobiliaria que le haría una copia. Caigo en la cuenta de que la única copia de la que tengo conocimiento está en manos de la policía. Me apresuro calle abajo.

—¿Estás bien? —me pregunta Rafferty cuando lo alcanzo—. Estás un poco pálida.

—Estoy bien —digo—. ¿Y tú?

—Soy irlandés: siempre estoy un poco pálido.

Entonces le pido la llave y, aunque está claro que no tiene ni idea de qué estoy hablando, ni recuerda que ellos tuvieran una llave, me dice que la buscará y se pondrá en contacto conmigo.

Vuelvo a casa con la intención de seguir preparando cajas, pero me veo en el espejo y lo pienso mejor. Estoy un poco pálida…, en realidad, no me sorprende. Siento un ligero mareo y decido reducir un poco el ritmo. Hace demasiado calor para hacer nada en la segunda planta. Decido ir caminando hasta la tienda de Ann. Cojo el paquete de encaje que Anya dejó sobre la mesa y salgo.

La tienda está llena de gente, y Ann está en la parte de atrás leyéndole la cabeza a alguien. Me hace una seña para que espere un minuto.

Es una tienda bonita, no demasiado turística. Veo que hay encaje de Ipswich y fotos de Yellow Dog Island. En la esquina más alejada hay un expositor, uno bueno, llamativo, con una mecedora, una rueca, una alfombra trenzada. Muy del estilo de Nueva Inglaterra, muy casero. Hay un mantel artesanal rematado con encaje de bolillos, la vieja chimenea está llena de ovillos. Sobre la mecedora veo un mundillo, como si alguien lo hubiera dejado ahí durante un minuto y estuviera a punto de volver. Reconozco la mecedora de la isla. Estaba en nuestro cuarto de estar. Es el expositor de encaje hecho por El Círculo. Sobre el mantel hay fotos enmarcadas de las mujeres y una pila de folletos que explican cómo comenzó El Círculo y por qué, e incluye un formulario de pedidos. Delante de los folletos hay un cartel escrito a mano: Coge uno.

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