Detrás de la lata veo un cuaderno. En la cubierta hay un poema que reconozco, el poema de Jenny Joseph tan popular hoy en día: «Cuando sea una mujer mayor, vestiré de púrpura, / con un sombrero rojo que no pegue y no me siente bien…» Dentro del cuaderno hay algunas fotos: una de Beezer y May, y otra mía de cuando llegué a California, con una sonrisa forzada suavizada por el Stelazine, un antipsicótico, que todavía tomaba.
Por lo que parece, Eva tiene una fiesta infantil hoy. Compruebo el calendario de la pared, pero es un calendario lunar, no uno normal, y es difícil de interpretar. Las fases parciales de la luna están impresas en sombras de gris que corresponden a las fechas. Justo cuando creo que ya lo he resuelto, diviso un tipo de luna diferente, una luna llena de color rojo brillante a mediados de mes. Es un poco más grande que las demás y no corresponde a ninguno de los ciclos. Me lleva un minuto caer en la cuenta de que no es una luna, sino un sombrero. Recuerdo que Eva me contó que los sombreros rojos estaban inspirados en el poema. Son los de las mujeres que visten de púrpura y que vienen a tomar té y a que les lean el encaje al menos una vez al mes.
Las mesas ya están preparadas. Cada mesa tiene una tetera diferente, con juegos de tazas y platos distintos colocados en manteles individuales redondos de encaje. Las teteras son muy extravagantes y coloridas. Si vienes a tomar té un día cualquiera, uno que no esté reservado para una fiesta privada, puedes quedarte el mantel de encaje de tu juego de mesa una vez que lo hayas utilizado. Lo pagas, se te haga o no lectura. Mucha gente se lleva las piezas de encaje a casa y las usa como blondas. Es algo que a Eva nunca le molesta, aunque yo siempre he creído que es un desperdicio: los encajes redondos son piezas de arte y deberían enmarcarse.
La mayoría de los clientes de Eva realmente esperan que les hagan una lectura. Eva ya no hace más de dos al día; dice que le agota, sobre todo ahora que se está haciendo mayor. No se queda el dinero de las lecturas. Todo el dinero que recauda va directamente a El Círculo.
Eva hace más de dos lecturas si es necesario. Y si percibe una verdadera desilusión, o algo urgente que la persona que consulta debe saber, incluso hace la lectura a cambio de nada. Pero lo que más le interesa es enseñar a las mujeres a leer por sí mismas. «Coge el encaje —dice—. Entorna los ojos.» Si sigues sus instrucciones, comienzas a imaginar que ves algo en el encaje, de la misma manera que Eva lo hace. «Sigue —te anima ella—. No tengas miedo. No hay respuestas incorrectas. Es tu propia vida lo que estás leyendo, tus propios símbolos.»
Encuentro una cucharilla de té con el monograma de Whitney y miro a mi alrededor en busca de mi tetera favorita, que en realidad es una vieja cafetera de porcelana que Eva ha convertido en tetera. Caliento el agua y luego preparo el té. Cojo una taza y el calendario lunar y me voy a la única mesa del salón que no está preparada. Encima de ella está la gastada primera edición de Emily Post de Eva.
Antes de que mi tía abuela abriera el salón de té, daba clases de urbanismo y buenas maneras a los niños de la costa norte de Boston. Niños de Marblehead, Swampscott, Beverly Farms, Hamilton, Wenham, e incluso de tan lejos como Cape Ann acudían a ella para refinarse. Eva preparaba una mesa en el salón para una cena formal, y los niños llegaban con sus trajes y sus vestidos diminutos para repasar sus modales en la mesa. Enseñaba cómo mantener conversaciones amables durante la cena, trucos para evitar la timidez que sobreviene a los niños en ese tipo de eventos.
«Sigue haciendo preguntas —aconsejaba—. Eso hace que la conversación prosiga y aparta la atención de ti. Averigua en qué están interesados los demás y cuáles son sus preferencias. Muestra algo de ti mismo en la pregunta, de esa forma es más íntimo. Por ejemplo, una conversación cordial en una cena debería consistir en volverte hacia la persona que está a tu lado y decir: "Me gusta la sopa. ¿Te gusta la sopa?"»
Hacía que los niños practicaran pidiéndoles que se preguntaran unos a otros si les gustaba la sopa, y ella invariablemente prorrumpía en risitas por lo inane de la pregunta. Pero rompía el hielo. «¿Veis? —les decía después de ese tipo de ejercicios—, ¿No os sentís más cómodos ahora?» Y los niños tenían que reconocer que asiera. «Ahora, haced otra pregunta —decía—. Uno de los secretos de los buenos modales es aprender a escuchar.»
Me tomo la tetera entera. A las siete en punto llamo a Beezer. No responde. Preparo otra tetera.
Intento hablar con mi hermano de nuevo a las ocho. Sigue sin responder. Decido preparar una tetera para Eva y subírsela.
Alguien llama a la puerta del salón de té. Al principio pienso que es Beezer, pero no. Una chica de no más de dieciocho años (si es que los tiene) está de pie en la puerta. Lleva una mochila a la espalda y lleva el pelo sucio con la raya a un lado que le llega hasta los hombros, de forma que cubre a medias la enorme marca de nacimiento rosada que recorre el lado izquierdo de su rostro. Mi primer pensamiento es que tan sólo se trata de otro chaval que viene en busca de una habitación o una lectura, pero cuando miro hacia al parque Common, veo que el festival ha terminado. La única gente que hay ahora son los que pasean perros y algunos tipos de Park&Rec limpiando. Voy hacia la puerta con la intención de atender de prisa, para que todo esté en paz para Eva. Pero entonces la tetera silba, me apresuro a retirarla del fuego para silenciarla y, al cogerla del asa, me quemo la mano.
Golpea la puerta nuevamente, esta vez más alto, con más urgencia. Voy a abrir. La veo a través del cristal. Hay algo en su cara que me recuerda a mi hermana Lyndley. O tal vez es la manera en que llama a la puerta, golpeando con fuerza, como si quisiera derribarla. Mientras me apresuro hacia la entrada, diviso el coche patrulla de ronda tratando de encontrar un sitio para aparcar. Cuando llego a la puerta, la chica ya ha descendido la mitad de la escalera. Al volverse para marcharse, veo que está embarazada. Abro, pero es demasiado rápida para mi, y desaparece por el callejón justo cuando el coche patrulla aparca.
Pongo la tetera y las tazas sobre la bandeja y estoy subiendo ya cuando llaman otra vez a la puerta. Maldiciendo, dejo la bandeja sobre un escalón y voy a abrir. Mi hermano está delante de Jay-Jay y otro tipo que no reconozco.
—Te he estado llamando —le digo a Beezer. Trato de no parecer emocionada, trato de no soltarlo.
Entran y Beezer me abraza, reteniéndome durante demasiado tiempo. Entonces me separo para contarle que todo está bien, que Eva está aquí.
—Justo iba a intentar localizarte otra vez, yo… —le digo.
—Éste es el detective Rafferty —replica Beezer, interrumpiéndome.
Hay una larga pausa antes de que Rafferty diga algo.
—Hemos encontrado el cuerpo de Eva —dice finalmente—, un poco más allá de Children's Island.
Me quedo quieta. No puedo moverme.
—Oh, Towner —dice Beezer abrazándome otra vez, tanto para sostenerme en pie, como para lamentarse—. No puedo creer que esté muerta.
—Parece que se ahogó —señala Rafferty—. O que sufrió una hipotermia. Por desgracia, no es inusual a su edad, incluso fuera del agua. —Se le quiebra la voz ligeramente al decir esto último.
Corro escaleras arriba. Doblada de dolor, llego al primer descansillo. Los dejo a todos allí, sorprendidos, sin saber qué hacer. Entro tambaleándome en la habitación de Eva, pero ella no está allí. Su cama sigue hecha, intacta desde ayer.
Tan de prisa como puedo, recorro el laberinto de habitaciones. «Es mayor —pienso—; tal vez ya no duerme allí. Quizá ha elegido dormir en otra alcoba, alguna más pequeña.» Pero incluso mientras lo pienso, estoy empezando a alucinar. Estoy recorriendo desesperada todas las habitaciones cuando Beezer me alcanza.
—¿Towner? —Oigo que su voz se acerca.
Me quedo petrificada en medio del pasillo.
—¿Estás bien? —pregunta.
Es evidente que no.
—Vengo de identificar el cuerpo —dice.
Oigo sus voces, voces de policías; me llega el eco por la escalera pero no distingo qué dicen.
—May lo sabe —dice facilitándome detalles prácticos, tratando de devolverme a la tierra—. El detective Rafferty ha ido a comunicárselo esta mañana.
Soy capaz de asentir con la cabeza.
—Ella y Emma están esperando que salgamos —añade Beezer.
Asiento nuevamente y lo sigo escaleras abajo. Los policías dejan de hablar cuando me ven.
—Lo siento muchísimo —dice Jay-Jay, y yo asiento otra vez. Es todo cuanto puedo hacer.
Los ojos de Rafferty se encuentran con los míos, pero él no dice nada. Noto que su mano se acerca rápidamente, confortante, automática. Entonces se recompone, la retira y la mete en el bolsillo de la chaqueta como si no supiera qué hacer con ella.
—Debería haberla detenido —dice Beezer, dominado por la culpabilidad—, Lo habría hecho si lo hubiera sabido. Ella me había contado que había dejado de nadar. Fue en algún momento del año pasado.
Dado que los alfileres se importaban de Inglaterra, eran caros. Cuantos menos alfileres se empleasen, más sencillo era el patrón, y más rápido resultaba el trabajo de la encajera. El hilo era importado, puesto que, aunque las hilanderas de Nueva Inglaterra eran muy buenas, no lograban alcanzar la delicadeza del hilo europeo o de la seda de China. Aún así, como media, cada una de las encajeras de Ypswich producía mas de dieciocho centímetros de encaje al día, una tasa superior a la que produce el Círculo en la actualidad, y el Círculo cuenta con el lujo de tener sus propias hilanderas tantos alfileres como estas necesiten.
Guía de
la lectora de encaje.
Rafferty es un buen tipo. Nos acerca al muelle Derby para que cojamos el whaler. Da una vuelta a la manzana buscando un sitio para aparcar y, al final, se detiene en un paso de peatones, dejándonos tan cerca del varadero de Eva como es posible.
—Ordenaría que uno de los tipos del barco policía os lleve —dijo—, pero la última vez que se acercaron por allí, May les disparó.
Probablemente habrás oído hablar de mi madre, May Whitney. Todo el mundo ha oído hablar de ella. Estoy segura de que te acuerdas de la foto de la agencia de noticias UPI de hace algunos años, una en la que May apunta con una arma de gran calibre a unos veinte polis que habían ido a su refugio de Yellow Dog Island con una orden para llevarse a una de sus chicas. La foto salió en todas partes. Incluso en la portada del
Newsweek.
El atractivo de la foto residía en que mi madre se parecía asombrosamente a Maureen O'Hara en un western de los cincuenta. En la foto, encogida detrás de May, sale también una chica aterrorizada que no podía tener más de veintidós años con un vendaje blanco en el cuello; había sido rescatada de un marido que se emborrachó y trató de degollarla. Sus dos hijos pequeños están sentados detrás jugando con una carnada de cachorros de golden retriever. Era toda una escena. Si la viste, seguro que la recordarás.
De hecho, fue esa foto, junto con el don para las relaciones públicas —ambas cosas, en apariencia impropias del carácter de May—, lo que resucitó la industria de encaje de Ipswich. Tras una serie de entrevistas bien escogidas, May se dignó hablar con la prensa, no sobre la chica recientemente rescatada, que era la historia que habían ido a cubrir, sino sobre el encaje de bolillos que otras mujeres, o «chicas de la isla», como las llamaban los locales, creaban. Se autodenominaban «El Círculo» en honor a los círculos de costura de las mujeres del pasado, y ése era el nombre que aparecía en sus etiquetas.
May se llevó a la prensa de tour por la industria casera que ella y sus chicas de la isla estaban recreando. Primero los llevó a la sala del hilandero, que estaba ubicada en la vieja perrera de piedra. Había sido construida por mi abuelo, G. G. Whitney, en un esfuerzo por criar y domesticar a los perros de la isla, pero nunca logró que se acercaran al sitio, así que permaneció vacío hasta que las chicas de May lo ocuparon. Una vez dentro de la perrera de piedra (si ignorabas el anacronismo de los vaqueros y otra indumentaria moderna), parecía que estabas en un castillo medieval. Las mujeres estaban sentadas en las viejas ruecas y en las devanaderas, en silencio salvo por el runruneo y los esporádicos crujidos y chasquidos. Al hilandero era adónde iban las chicas nuevas, las que acababan de acoger, aquellas que todavía estaban demasiado recelosas para unirse a las demás. Mi madre hilaba a menudo con ellas. En su mayoría, tejían lino para obtener hilo, y a veces May tejía también hilos de pelo de perro amarillo, pero eso era inusual. Aunque algunas se quedaban en el hilandero, la mayor parte de esas mujeres maltratadas llegaban a unirse al círculo de encajeras en la vieja escuela roja tan pronto como se sentían lo bastante fuertes para estar con gente otra vez.
May terminaba sus tours en la escuela, donde las mujeres estaban sentadas con sus mundillos sobre el regazo, haciendo encaje y charlando en voz suave o escuchando a una lectora (normalmente, mi propia madre, le encantaba declamar poesía y tenía una voz muy hermosa). Hechizados por el mundo que May había creado y por la tela de araña de encaje que había tejido a su alrededor, los periodistas terminaron por olvidar la historia que habían ido a buscar. En su lugar, volvieron a sus periódicos y escribieron sobre El Círculo. La historia tuvo repercusión entre las lectoras femeninas, y mujeres de todas partes del país comenzaron a enviar dinero para comprar el nuevo encaje de Ipswich.
Beezer me deja llevar el whaler. Cuando llegamos a la isla, la marea está baja y la rampa está izada. Podríamos atracar en la plataforma, pero no tendríamos forma de acceder a la isla sin una rampa como ésa. Por un minuto, valoro la posibilidad de intentar atracar en Back Beach, donde es imposible hacerlo con la marea baja y apenas posible en cualquier otro momento. La marea debería estar subiendo y el mar en calma total para intentarlo siquiera. Así que imagino que tendremos que atracar en la plataforma y sentarnos a esperar hasta que alguien nos vea y baje la rampa.
A la gente que vive en las islas le gusta su soledad. No me refiero a islas como Vineyard o Nantucket. La gente de esos lugares está tan alejada de la costa que necesitan atraer a los turistas para sobrevivir. Pero la gente de las islas cercanas a la costa, en general, prefieren que los dejen en paz, y suben las rampas porque son vulnerables. Una isla es un punto de atraque para cualquiera que pase por allí. La gente da por hecho que son lugares públicos: van de picnic, lo ensucian todo. Llaman a la puerta de tu casa y te piden que les dejes usar el teléfono, sin considerar siquiera por un instante que probablemente no tienes ni teléfono ni electricidad. Así que la gente que vive en las islas aprende a subir sus rampas. Normalmente la distancia entre la plataforma y la rampa no llega a un metro, pero lo cambia todo. Cuando hay marea alta, puede ser de un metro y medio o dos. La mayoría de la gente puede sortearla, si está dispuesta a dar un salto con fe, pero pocos lo harán. Cuando la marea está baja, la rampa está a unos tres metros, y es entonces cuando realmente sientes que estás aislado.