La lectora de secretos (4 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

BOOK: La lectora de secretos
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Capítulo 4

Como los manguitos a los que se parecen, los mundillos se unían y se ataban en cada extremo. Tradicionalmente, cada mundillo contaba también con un bolsillo, y las mujeres de Ypswich utilizaban esos bolsillos para guardar sus tesoros. Algunas tenían hermosos bolsillos importados de Inglaterra o Bruselas, demasiado valiosos para utilizarlos. En otros bolsillos se podían hallar pequeños fragmentos acabados de encaje, o hierbas, e incluso pequeñas piedras de toque. Algunos escondían composiciones poéticas escritas por las mismas dueñas del mundillo, o cartas de amor de un pretendiente, que se leían una y otra vez hasta que el pergamino comenzaba a romperse por los dobleces.

Guía de
la lectora de encaje.

Cuando me despierto, miro la mesilla de noche, esperando encontrar una nota. En cambio, lo que veo es mi trenza donde Eva la dejó anoche. El día que me la cortó, casi me llegaba a la cintura; hoy sólo me llegaría a los hombros. El cabello es fino, más parecido al de Lyndley que al mío. A lo largo de la trenza se observan franjas de color semejantes a los anillos del tronco de un árbol, un sol de verano, una oscuridad invernal. En un extremo tiene una cinta que ha perdido color, atada con un doble lazo. En otro, el cabello se ondula alrededor de la ajada goma de plástico que Eva le puso después de cortármela. El cabello está trenzado con fuerza, como si tuviera que mantenerlo todo inmóvil y unido.

«El cabello está lleno de magia», dice siempre Eva. No sé si es cierto en todos los casos, pero en el caso de mi madre, May, al menos sí lo es.

May nunca abandonaba Yellow Dog Island durante mucho tiempo. Por eso no nos llevaba a Salem a cortarnos el pelo, sino al barbero de Marblehead, que tenía la tienda a unos cuantos metros del atracadero público.

El viejo señor Dooling siempre despedía un fuerte olor a whisky pasado, a fritanga y, vagamente, a alcanfor. Era posible que te hiriera a cualquier hora antes del mediodía. Los rumores decían que una vez le había seccionado una oreja a un niño. Mi madre insistía en que nunca se había creído esa historia. Aun así, May siempre pedía hora para cortarnos el pelo por la tarde, cuando el pulso del barbero estaba más firme y su aliento a alcohol se había disipado junto con la niebla de la bahía.

Los cortes de pelo de May eran la versión de Marblehead de un espectáculo de magia. Los niños de la zona solían hacer fila calle arriba y abajo para ver cómo el señor Dooling metía el peine fino de dientes intercalados en el pelo de mi madre. En cada pasada, el peine se quedaba enganchado en algo y se atascaba. Cuando el barbero lograba llegar a la masa para deshacer la maraña, encontraba y quitaba todo tipo de cosas: desde un cristal de mar hasta conchas o piedras pulidas. En un enredo especialmente enmarañado encontró un caballito de mar. Una vez incluso halló una postal enviada desde Tahití a alguien en Beverly Farms, en la que aparecían dos mujeres polinesias cuyos pechos desnudos sólo estaban discretamente cubiertos por su largo y lacio cabello. Nunca fui capaz de saber si suspiraba por las chicas y sus variados atributos o porque su cabello liso y desenredado —aunque no escondería tesoros como el de mi madre— no necesitaría de un bote entero de acondicionador para un solo corte de pelo.

Mi madre y yo comenzamos a distanciarnos a partir de un corte de pelo, no suyo, sino mío. Ella ya estaba lista. Beezer fue el siguiente, y le tocó un Whiffle Deluxe, que costaba 4,99 dólares e incluía un bote de gomina para el flequillo.

A mí nunca me había gustado que me cortaran el pelo, en parte por culpa de las ratas de muelle que merodeaban por allí siguiendo el proceso y, en parte, porque las manos del señor Dooling temblaban muchísimo. Una vez me tapé las orejas con esparadrapo antes de llegar a la ciudad porque suponía que, así, opondrían más resistencia si al barbero se le escapaban las tijeras. Pero May me pilló y me obligó a quitarme el vendaje.

Aunque nunca me gustaron los cortes de pelo, realmente nunca me habían hecho daño hasta ese día. Observé cómo el señor Dooling sacaba las tijeras de una sustancia viscosa de color azul y las limpiaba en su delantal. El primer corte me produjo una sacudida parecida a una descarga eléctrica. Dejé escapar un grito.

—¿Qué pasa?

—Duele.

—¿Qué duele? —May examinó mi cuero cabelludo, mis orejas. Al ver que no faltaba nada, preguntó otra vez—: ¿
Qué
duele?

—Mi pelo.

—¿Los pelos de la cabeza?

—Sí.

—¿Cada pelo?

—No lo sé.

Me repasó otra vez.

—Estás bien —dijo ella, y le hizo una seña al barbero para que prosiguiera.

El señor Dooling cogió un mechón, lo manipuló torpemente y volvió a soltarlo. Se detuvo, dejó las tijeras y se limpió las manos en el delantal. Después volvió a coger las tijeras y, esa vez, se le cayeron al suelo.

—Santo Dios —dijo Beezer. May le clavó la mirada.

El barbero fue a la trastienda a buscar otras tijeras, las desenvolvió de su papel marrón e hizo varias tentativas en el aire antes de volver a mi lado.

Me agarré a los brazos de la silla, preparándome mientras él cogía otro mechón. Lo oía respirar. Sentía el roce del algodón mientras adelantaba el brazo. Y después tuve lo que los médicos clasificaron más tarde como mi primera alucinación completa. Visual y auditiva: fue un corte relámpago de Medusa y cientos de cabellos serpientes que se retorcían. Las serpientes chillaban y seguían agitándose después de ser seccionadas. Chillaban tan alto que no podía detenerlas; eran terribles alaridos animales, como los que profería aquella vez uno de los perros de nuestra isla cuando la cuchilla del tractor le pilló la pata. Me tapé las orejas pero las serpientes seguían gritando… Entonces, la cara de mi hermano, asustado, pálido, me trajo de vuelta y me di cuenta de que los gritos salían de mi boca. Beezer estaba delante de mí gritando mi nombre, llamándome para que volviera. Y, de repente, estaba lejos de la silla, arremetiendo contra la puerta.

El grupo de niños que había en el porche se apartó para dejarme pasar. Algunos de los más pequeños estaban llorando. Corrí escaleras abajo, oí la puerta abrirse y cerrarse de golpe una segunda vez y a Beezer gritándome que esperara.

Cuando llegó al whaler, yo ya tenía las cuerdas de proa y de popa desatadas, y tuvo que saltar a la carrera para subirse al barco. Aterrizó boca abajo, sin aliento.

—¿Estás bien? —resolló.

No fui capaz de contestarle.

Lo vi mirar atrás a May, que estaba en el porche con Dooling, con los brazos cruzados sobre el pecho, observándonos sin más.

Tuve que accionar tres veces el estárter antes de que el motor arrancara. Después, ignorando el límite de ocho kilómetros por hora, aceleré y mi hermano y yo nos dirigimos mar adentro.

Después, tan sólo hablamos un par de veces sobre lo que sucedió aquel día. May hizo dos intentos fallidos de hacerme entrar en razón; por un lado, me llevó a la ciudad a hablar con Eva sobre lo sucedido y, por otro, llamó a alguien del Museo de Ciencias de Boston y le pidió que me explicara que en el pelo no había terminaciones nerviosas, por lo que era imposible que provocara dolor cuando se lo cortaba.

A veces, cuando miras atrás, puedes señalar el momento en que tu mundo da un giro y cambia de dirección. En la lectura de encaje eso se llama «punto muerto». Eva dice que es el punto alrededor del cual gira todo y del que comienzan a surgir los verdaderos patrones. El corte de pelo fue el punto muerto para mi madre y para mí, el día que todo cambió. Sucedió en un instante, un milisegundo, el destello de una mirada, una inspiración.

Durante dos años nadie me cortó el pelo. Iba por ahí con un lado largo y otro corto.

—Te estás comportando de una manera ridícula —me dijo May una vez viniendo hacia mí con unas tijeras, tratando de terminar el corte de pelo y recuperar así su poder—. No lo toleraré. —Pero no permití que se acercara a mí ni entonces ni después.

Cenábamos en familia todas las noches, sándwiches la mayor parte de las veces, porque May sólo compraba en los muelles una vez al mes, cuando iba a la ciudad. Los sándwiches siempre se servían en el salón grande, en la vajilla buena, y precedían al plato pequeño de Limoges de complejos multivitamínicos, a los que mi madre se refería como «postre». Terminar este último plato podía llevar un buen rato, porque mi madre nos obligaba a comernos las vitaminas con cubiertos de postre, todo ello mientras practicábamos conversaciones educadas para la cena, algo que ella había aprendido de Eva.

—Tengo una pregunta —dije haciendo equilibrios con dos cápsulas en el cuchillo.

May me dirigió «la mirada». Puse el cuchillo sobre la mesa.

—¿Sí? —dijo ella, esperando a que yo hiciera la pregunta en el estilo intrascendente que habíamos desarrollado para evitar hablar de nada de verdad.

—¿Por qué diste a mi hermana?

Beezer abrió unos ojos como platos. No era la clase de cosas de las que hablábamos, en absoluto.

May comenzó a recoger la mesa. Creo que vi cómo se le formaba una lágrima en la comisura de un ojo, pero nunca llegó a derramarse.

Después de cenar me fui a mi habitación. Mi refugio. Allí no entraba nadie. Cada noche me ponía un gorro de esquiar para dormir con una media de nailon de May debajo, cubriéndome el cuero cabelludo de tal manera que May no pudiera venir y cortarme el pelo por la noche. Había instalado trampas en mi habitación: cuerdas, campanas, cristales que había robado de la despensa; cualquier cosa que pudiera despertarme a la primera señal de un intruso. Funcionó, y mi madre finalmente se rindió. Una vez, mi perro
Skybo
, que Beezer me había regalado para que me protegiera el verano anterior, se enredó de tal forma que tuvimos que cortar las cuerdas para liberarlo, pero nadie más me molestó. Después de un tiempo, May dejó de venir a mi habitación, pero yo nunca bajé la guardia, ni por un segundo.

Fue Eva quien finalmente arregló las cosas. Un día, a finales de verano, fui a verla a su tienda y le supliqué que me hiciera una lectura de encaje. Excepto por mi cumpleaños, que era una tradición, yo nunca le pedía que me hiciera lecturas. En realidad no me gustaba que me las hicieran —me parecía espeluznante—, pero estaba desesperada. Había perdido a
Skybo.
Era un macho inseguro y tenía tendencia a vagabundear. Era uno de los golden retriever de la isla, al que Beezer adiestró cuando era un cachorro, así que aunque estaba lo bastante domesticado como para estar en casa, seguía teniendo una veta salvaje. Era un gran nadador. Cada vez que yo salía a nadar o cogía el barco, él me seguía. A veces salía solo.

Estaba destrozada. Había mirado en todos los rincones de Yellow Dog Island. Fui en el whaler a la ciudad. Busqué en el puerto, en la tienda de suministros marinos, e incluso en algunos pesqueros, pero no sirvió de nada. Finalmente, fui a casa de Eva.

Ella estaba trabajando en una pieza de encaje, sentada al lado de la chimenea, que estaba llena de crisantemos en lugar de llamas.

La estación estaba avanzada y el agua estaba realmente fría. Me sentía desesperada. Le expliqué lo que pasaba, le dije que me temía lo peor: una hipotermia quizá, o que
Skybo
se hubiera quedado atrapado en una ruta de navegación y hubiera escapado. Eva me miró serena y me dijo que me preparara una taza de té.

—No puedo tomarme un té. Mi perro ha desaparecido —repliqué.

Al igual que May, Eva también dominaba «la mirada». Preparé el té. Ella siguió trabajando. Cada tanto, levantaba la vista y me hacía un gesto en dirección al té.

—No dejes que se enfríe —dijo. Yo bebí.

Tras lo que me pareció un buen rato, Eva dejó el mundillo y vino hasta donde yo estaba sentada. Tenía unas tijeras pequeñas en la mano, las que usaba para cortar el encaje cuando terminaba una pieza, una técnica que ella misma había inventado. Sin embargo, en lugar de cortar el encaje, se acercó a mí y me cortó la trenza.

—Ya está —dijo—. El maleficio está roto. Eres libre.

Y dejó la trenza sobre la mesa.

—¿Qué demonios has hecho?

—Cuidado con esa lengua, jovencita.

Me puse de pie y la miré fijamente.

—Ya puedes irte —dictaminó.

—¿Qué pasa con mi perro? —contesté con brusquedad.

—No te preocupes por tu perro —dijo ella.

Caminé de vuelta al whaler, preguntándome si todo el mundo que conocía estaba loco. Era consciente de que yo lo estaba. May estaba bastante ida, más introvertida cada segundo que pasaba. Y Eva, a quien normalmente consideraba tan cabal, no se estaba comportando como debería, en absoluto.

Cuando llegué al whaler,
Skybo
estaba sentado en la proa. Estaba mojado y parecía exhausto, cubierto de erizos, pero estaba tan contenta de verle que ni siquiera me importaba dónde se había metido.

Capítulo 5

Las mujeres creaban sus propios patrones de pergamino, pero se trataba de un pergamino más grueso que el de las cartas de amor, más duradero. Se clavaban alfileres en el mismo, creando un patrón troquelado que se podía usar una y otra vez. Para hacer el encaje ase dejaban los alfileres puestos, sujetando el patrón del mundillo, y el hilo se tejía de alfiler a alfiler. Si había un factor limitante a la hora de elaborar encajes más intrincados, era el coste y la escasez de alfileres

Guía de
la lectora de encaje.

Acaba de amanecer. No puedo volver a dormirme. Dejo la trenza en el cajón de la mesilla y desciendo la escalera en silencio. Comienzo a marcar el número de Beezer, pero decido esperar una hora. Quiero contarle que Eva está bien. Mi hermano se ha portado de maravilla. No necesita nada de esto, ahora no. Él y su novia de toda la vida, Anya, están a punto de casarse. Tan pronto como acaben los exámenes, volarán a Noruega, donde viven los padres de ella. Después de la ceremonia viajarán por Europa durante el verano. Se sentirán muy aliviados, pienso, tanto porque Eva está bien como porque no tendrán que cambiar sus planes de boda.

Estoy escribiendo notas mentales. Llamar a May. Llamar a la policía. Aunque ninguno de ellos se merece una llamada. No entiendo cómo pueden haber sido tan estúpidos para no encontrar a una mujer de ochenta y cinco años en su propia casa.

Me abro paso hasta el salón de té, con sus paredes pintadas con frescos de un artista semifamoso que mi bisabuelo hizo venir en avión desde Italia. No recuerdo su nombre. Las mesitas abarrotan la estancia. Hay encaje por todas partes. Algunas de las piezas llevan la etiqueta de la empresa de May, El Círculo, pero la mayoría los ha hecho la propia Eva. En la esquina hay un mostrador de cristal que contiene todas las variedades de té imaginables en latas, tés comercializados de todos los rincones del mundo, así como muchas pociones florales y herbales que prepara Eva. Si quieres una taza de café, éste no es el sitio adecuado. Repaso los tés con la mirada buscando la variedad a la que puso mi nombre. Mi tía me lo regaló un año. Es una mezcla de té negro con cayena y canela, una pizca de cilantro y otros ingredientes que no me reveló. Debe tomarse fuerte y muy caliente. Eva me ha contado que es demasiado picante para algunos de sus clientes más mayores. «O te encantará o lo detestarás», me dijo cuando me lo dio. Me encantó. Los inviernos que pasé con ella, solía tomarme teteras enteras. El nombre que puede leerse en la lata es «La mezcla de Sophya», pero su alias, sólo entre Eva y yo, es «Té difícil».

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