Byzy
escarba en la arena y comienza a roncar.
—Esta isla no tiene nombre —repite Rafferty, como si no me hubiera enterado la primera vez, o tal vez lo dice porque no he reaccionado—, El banco de arena que está más allá si lo tiene. Le pusieron nombre incluso a eso, pero nunca bautizaron este lugar. Se les escapó entre los dedos —añade, feliz de que algo, lo que sea, pueda escurrirse de entre las omnipresentes manos del hombre.
—Tal vez no existe de verdad —digo—. Quizá somos nosotros quienes nos hemos escapado de entre sus dedos.
Al principio parece sorprendido. Después, rompe a reír; no de forma sonora, sino auténtica.
—Eres una mujer interesante —dice—. Siempre bordeando la línea.
—¿Qué línea es ésa? —pregunto, aunque sé perfectamente de qué línea habla. Esa línea es por definición no una línea, sino una grieta. Una por la que me escurrí hace mucho tiempo.
Piensa antes de contestar:
—La que separa el mundo real y el mundo de lo posible.
—Por decirlo de un modo poético —digo.
—A veces el mundo real es mucho más loco —señala él.
Estoy segura de que lo dice en serio. Algo ha sucedido hoy.
—¿Cómo va el caso? —pregunto. La pregunta suena demasiado a charla cortés, y me doy cuenta de que él no quiere hablar acerca de eso, así que no lo presiono para que me responda.
—No hablemos de eso esta noche —responde.
La luna está casi llena. Dibuja un camino sobre el agua cada vez más oscura, y por un minuto pienso en Lyndley. Se me humedecen los ojos. No quiero que él me vea, así que me vuelvo hasta que las lágrimas remiten.
Rafferty se levanta y camina hasta el agua. Se agacha, forma un cuenco con las manos y coge agua, la mira y después la deja escapar entre los dedos. Entonces se lleva la mano a la boca y saborea la sal. Lo veo tomar una decisión.
—Vamos a nadar —dice.
Me sorprende.
Nadamos durante un buen rato. Es un nadador fuerte, no es de los que flotan con el agua, sino de los que cuentan con la fuerza suficiente para imprimir potencia a través de ella. Nada con la cabeza fuera; debió de ser socorrista durante sus veranos en Long Island. Los socorristas siempre nadan con la cabeza fuera del agua, siempre alertas, con un ojo en la víctima. Cuando navega es diferente. Navegar es para Rafferty lo que nadar es para mí.
Esta noche hay magia en el agua, fosforescencia. Cada brazada que damos deja un rastro resplandeciente.
Los dos estamos cansados cuando volvemos a la orilla. Es una noche hermosa. Nos quedamos dormidos en la arena.
Me despierto al oír a
Byzy
sobre la colina, ladrando a la luna. En realidad, está aullando, de la misma manera que he oído a los perros de la isla cuando la luna está creciendo, casi llena. La luna está alta, así que sé que son las once pasadas. Subo a lo alto de la colina, al centro de la pequeña isla, y me siento en el borde de un saliente rodeada por la panorámica. Desde aquí se ve la curvatura de la línea de costa, las bocas de las diferentes bahías. Puedo distinguir el barco de fiesta entrando después de su último recorrido de la noche, las luces que lo cubren lo hacen parecer más el Golden Gate que un barco. No estamos lo bastante cerca para oír la música; es sólo una imagen, luces moviéndose lentamente, flotando extrañamente sobre el agua, como un buque fantasma.
Recuerdo la primera vez que vi el Golden Gate. Había un hombre con el que estuve saliendo un breve período de tiempo. Su familia tenía una casa en Sonoma County, y fuimos en coche hasta la costa para verla. Por algún motivo, mientras cruzábamos el puente, me contó cuánta gente se suicidaba todos los años saltando desde el puente. Rompimos poco después.
Dejo a Rafferty dormir. No tengo prisa alguna, y sé que no duerme mucho. Me alegro de que haya propuesto este día. Si pudiera hacer las cosas como quisiera, no volvería a la ciudad. Estoy mucho más cómoda aquí.
Finalmente, Rafferty se despierta y viene a buscarnos.
—¿Qué hora es? —pregunta.
—No lo sé. Acabo de ver el barco de fiesta ir en dirección a la bahía.
—Medianoche —dice él—. Supongo que será mejor que volvamos.
Asiento, pero no me levanto.
Estoy segura de que él siente lo mismo, que volver es lo último que le apetece hacer. Se sienta a mi lado. Ninguno de los dos se mueve.
—¿Por qué será —dice finalmente— que todo se ve tan bonito desde aquí?
—Es bonito —digo—, incluso desde allí es bonito. Es tan sólo la gente la que lo hace horroroso… a veces.
—No todos —replica manteniendo su mirada fija en mis ojos.
No aparto la vista.
No estoy segura de quién besa a quién. Es el beso más recíproco del mundo. Es perfecto por el compromiso, la cooperación. Nada puede seguirlo. Cualquier otra cosa sería una decepción. Los dos somos lo bastante mayores e inteligentes para darnos cuenta.
—¿Qué pasa con Jack? —dice él.
—No hay Jack —digo.
Lo observo tomar una decisión. Ha decidido que me creerá. Me coge de la mano y regresamos juntos al barco.
No llegamos a casa hasta después de las dos. Rafferty y yo dormimos juntos sobre su cama, mi cabeza apoyada sobre el hueco de su hombro. Me muevo, giro hacia la ventana abierta, sus brazos me rodean, los músculos tensos incluso durante el sueño. Duerme pacíficamente, no de la manera que uno esperaría de él. Cuando yo me muevo, él se mueve para acoplarse a mi cuerpo.
Me despierto con la primera luz del día y descubro el encaje en la ventana. No lo había visto la noche anterior. Si lo hubiera visto, no habría entrado en esta habitación. Pero ahora lo he visto. Me atrapa en sus espirales y me roba el aliento como si el mismo aire fuera parte de la trama, la parte que crea los espacios negativos para que el patrón pueda existir. Veo el patrón con claridad sólo cuando éste me arrastra dentro, dentro del mundo detrás del mundo. Es un sitio que conozco, un sitio que me aterroriza. Es el punto muerto. Todo el movimiento se detiene en ese punto; la respiración para en el punto álgido, sin subir ni bajar, como si todo el océano se hubiera congelado. Estaré paralizada y atrapada aquí hasta que el deshielo me libere, y no habrá deshielo hasta que el encaje me muestre lo que me ha arrastrado a ver. Contengo el aliento. La oleada se detiene pero su ritmo prosigue, tan regular como las olas en la arena.
Veo la pistola. Oigo el sonido del disparo. Huelo la pólvora. Siento la bala atravesarme el costado; no es exactamente un dolor físico, pero corta, crea la división. Entonces el ritmo del oleaje cambia, no es oleaje (me doy cuenta ahora), sino respiración. No sé que es respiración hasta que su ritmo se altera, se acorta. Siento los brazos de Rafferty a mi alrededor, fuertes, más fuertes, oigo su aliento, sintiéndolo cada vez que espira, ahora jadeando. Le ha dado. La sangre es caliente, forma un charco a nuestro alrededor. El disparo nos ha unido, fusionándonos. Es un disparo mortal. Es la intención.
—¡No! —grito, saltando, apartándome del encaje de la ventana. No puedo soportarlo, no lo haré. Él no.
Reacciona por instinto. Se ha levantado de la cama, está delante de la ventana, apartándome a mí de ella, fuera de la línea de fuego.
Caemos en el suelo con fuerza. Le lleva un minuto darse cuenta de que los dos estamos bien.
—Cal —dice él.
—No —digo yo.
Él también lo ha oído. Lo he sabido en cuanto lo ha dicho.
Mira al exterior. Entonces ve a
Byzy
, observándonos desde la otra habitación. Si hubiera habido un disparo, la reacción del perro habría sido completamente diferente, mucho más agitada.
Rafferty trata de aclarar su mente. Ve el encaje en el suelo.
—Vi a Cal… —empieza a decir.
—Era un sueño.
—Estaba aquí.
—No —digo yo.
Se frota las sienes.
—Estabas soñando —digo. Señalo donde está
Byzy
, que sigue mirándonos—, Si hubiera habido un disparo…
Rafferty levanta la mano, ya comienza a entenderlo. Se sienta de nuevo en la cama.
—Dios santo —dice—, parecía tan real…
No voy a mirarlo. Si lo miro, no seré capaz de marcharme. Y debo irme. Lo he visto en el encaje. La bala le atravesó a él y llegó a mí. Sentí cómo lo abandonaba la vida, y yo estaba sola. Seguíamos unidos, fusionados, pero él estaba muerto.
«Une tu mano a la mía como si estuvieras rezando —solía decirme Lyndley—. Después pasa el pulgar y el índice entre las dos… Esto es lo que se siente al morir.»
No, Rafferty no. Por favor, él no.
Él se estira, buscándome, trata de atraerme hacia sí.
Me aparto.
—Esto ha sido un error —digo yo.
—No pasa nada. Era un sueño.
—No. —Me alejo—. Eso no. Esto. —Señalo la cama, a nosotros—. Esto ha sido un error tremendo.
Veo su dolor, mucho dolor. Pero no hay verdadera sorpresa. Rafferty es más intuitivo de lo que él mismo sabe. No me había dado cuenta hasta ahora. En algún lugar muy profundo de su mente, él ya sabía que esto sucedería.
—Lo siento —digo.
No lo miro. No puedo mirarlo otra vez o no seré capaz de irme. Si me quedo, él morirá. Lo he visto en el encaje. La bala nos fusionará, pero el hombre al que amo morirá.
La constatación de mis propios sentimientos me frena. Pero sólo por un minuto. Sé lo que tengo que hacer. Rebusco la correa de
Byzy.
La engancho en su collar y tiro de él.
—¿Adónde vas? —pregunta Rafferty.
—Lo siento —repito. Arrastro a
Byzy
hasta la puerta y escaleras abajo.
Miro hacia la ciudad, hacia la casa de Eva. El único lugar al que ir. Parece tan lejano desde aquí que no podré llegar nunca. Cuando llegue, haré una llamada para volver a California. Haré lo que ya hice una vez. Me iré tan lejos como pueda sin caerme por el borde de la Tierra.
Si la pregunta es correcta y quien pregunta está preparado para recibir, la respuesta será inmediata.
Guía de
la lectora de encaje.
Rafferty colgó el teléfono y miró la hora. Leah llegaba a las tres.
Tenía tiempo.
Estaba listo para un cambio, y había hablado directamente con su ex.
—¿Te importa si volvemos al calendario original? —le había preguntado Rafferty. Debía de haber algo en su voz que le afectó a ella, porque no colgó.
—¿Te refieres a mañana? —preguntó ella.
—Cuanto antes.
—Sí, supongo que sí. Bueno, si a Leah le parece bien —dijo ella, y después añadió—: El único problema es que ya hemos hecho planes para la semana anterior al Día del Trabajo. Tendré que cambiarlos si regresa antes.
—No quiero que vuelva antes —dijo Rafferty—. Demonios, no quiero que vuelva nunca.
—Suenas raro. ¿Estás bien? —preguntó ella.
—He estado mejor —dijo él.
No le había contado al jefe que Towner se marchaba. No regresaría para el juicio, no iba a testificar contra Cal cuando llegara el momento. Le había dicho que quería retirar los cargos. Rafferty le había explicado que eso era imposible, que ella no había hecho la denuncia, sino que había sido el estado. Towner repuso entonces que no testificaría. La única esperanza que les quedaba de pillar a Cal era encontrar el cuerpo de Angela. Pero Rafferty no quería depositar su esperanza en eso.
Acordaron que le pasaría el caso a un nuevo compañero, un chico que acababa de ser ascendido a detective. Rafferty se había implicado demasiado, dijo el jefe. Pero él no sabía ni la mitad de lo que había pasado.
Rafferty metió los archivos en una caja para el chico nuevo, apartó algunas cosas personales sobre Towner, archivando esas carpetas en donde correspondían otra vez. Si el chico nuevo quería profundizar en el caso, tendría que hacerlo por sí mismo. No era mucho, pero era lo único que Rafferty podía hacer por ella. Lavó su taza de café y ordenó su escritorio. Sabía que estaba perdiendo el tiempo. No se moría precisamente por decirle al jefe que el caso de asalto contra Cal Boynton estaba acabado.
El jefe cruzó la puerta y miró fijamente a Rafferty.
—Se ha acabado —dijo, como si le hubiera leído la mente. La mirada del jefe era incrédula, estaba sorprendido.
—Iba a decírtelo —repuso él—, Towner vuelve a California. No testificará.
El jefe lo miró de forma extraña.
—No estoy hablando de Towner —dijo.
—No te entiendo.
—Ven conmigo.
Rafferty lo siguió hasta el vestíbulo. De pie en el mostrador, hablando con el empleado, estaba Angela Rickey. Las heridas de su rostro se habían curado. Llevaba ropa de premamá a la moda.
—¿Qué…? ¿Dónde demonios has estado? —inquirió Rafferty.
Angela se volvió hacia él.
—He estado en Nueva York visitando a mi amiga Susan —dijo ella—. Alguien llamó desde Maine y dijo que me estabas buscando.
—Es el malentendido del siglo —dijo el jefe.
—Toda la ciudad cree que estás muerta —señaló Rafferty.
—He venido en cuanto me he enterado.
El empleado tomó la palabra.
—Quiere saber dónde está Cal.
—Está arrestado como sospechoso de tu asesinato.
Angela se demudó.
—Necesito verlo. —La voz le temblaba.
—Le he dicho que no está aquí, pero no me cree —dijo el empleado. —Está en Middleton —aclaró el jefe. —Necesito verlo —repitió ella.
Jack le dijo a Jay-Jay que no volvería. No le contó la otra parte, que
May lo había despedido. Rafferty podría haber deducido que Jack trasladaba chicas para la nueva red clandestina de May, pero su hermano Jay-Jay no tenía la menor idea. Jay-Jay creía que él merodeaba por la zona ante la esperanza de que Towner regresara, algo que también era cierto.
—Sabes que te quiero, Jack —le había dicho May—, pero te estás convirtiendo en un incordio. Eres un alcohólico, y yo tengo que acabar con esto.
Ya había vendido su amarre. La única razón por la que seguía allí era para encontrarse con el comprador y recoger la factura. Había vendido las trampas la semana anterior, cuando supo que se marchaba de verdad.
Había visto el embarcadero de Eva abierto. Vio a Towner agachada poniendo en marcha el whaler. Había un perro en la proa, una cosa grande, corpulenta y amarilla, con unos dientes enormes.
Jack se había refugiado en el camarote; no quería verla. Aunque no le quitó ojo mientras pasaba.