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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (29 page)

BOOK: La legión olvidada
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Brennus levantó el escudo.

—Ha llegado el momento de derramar un poco de sangre para los buenos ciudadanos de Roma.

Romulus tragó saliva y se puso bien recto.

La pareja, seguida de sus compañeros, salió trotando a la brillante luz del sol de la tarde. Los gladiadores se desplegaron rápidamente en un semicírculo, ocupando la mitad de la arena. Los gritos de ánimo de los partidarios del Magnus competían con los vítores de quienes estaban a favor del Dacicus.

Muchos espectadores estaban sopesando su capacidad para luchar. Los comentarios e insultos llenaban el ambiente y los corredores de apuestas recorrían las gradas ofreciendo apuestas de lo más diversas. Las bolsas de sestercios cambiaban de mano cuando los nobles más entusiastas hacían las más cuantiosas.

Las trompetas volvieron a sonar para anunciar la llegada de los luchadores del Dacicus y silenciaron al público.

Romulus contuvo el aliento cuando vio salir a cincuenta hombres por una abertura situada en el otro extremo de la arena. La mayoría tenía un aspecto parecido al de los gladiadores del Magnus pero a otros no los reconocía.

—¿Ves a los
dimachaeri
? —Brennus señaló—. Los que llevan dos espadas.

—No llevan escudo —comentó Romulus sorprendido.

—Son unos orientales locos de Dacia. ¿Qué esperabas?

—¿Y los que llevan lazo?


Laquearii
. Luchan en pareja con
murmillones
o tracios. Atrapan con el lazo al enemigo para que el otro lo mate.

—¿Son peligrosos?

—Algunos son tan buenos como Gallus con la red.

Romulus exhaló el aire de los dos carrillos. «Esto va a ser interesante —pensó—. Recuerda las nociones básicas.»

Brennus, que estaba a su lado, no paraba de moverse, echando chispas por los ojos. La rabia de la batalla se estaba apoderando de él.

Cuando los luchadores del Dacicus se desplegaron frente a ellos, las trompetas tocaron la última fanfarria antes de callar. Nadie articuló palabra mientras los grupos armados hasta los dientes se situaban frente a frente.

La muerte se respiraba en el ambiente.

—¡Pueblo de Roma! —Un hombre gordo y bajito con toga blanca se dirigió al público desde un palco reservado a los nobles—. ¡Hoy tenemos ante nosotros a cien de los mejores gladiadores de la ciudad!

El público profirió gritos de entusiasmo y muchas mujeres chillaban y lanzaban flores.

—Estamos aquí gracias a la generosidad de una persona… —El presentador hizo una pausa para permitir que el clamor aumentara—. Me refiero al… conquistador de Mitrídates, león del Ponto. Al vencedor de los piratas cilicios. Al constructor del teatro del pueblo. ¡Al
editor
de hoy, el gran general Pompeyo Magno!

Como si hubiera recibido una orden, la luz del sol se filtró entre las nubes. Enfervorizado, el público llenó de gritos el ambiente y Romulus se dio cuenta de que los dos grupos se habían colocado de manera que formaban un pasillo entre ambos. Los rayos de luz del poniente iluminaban la arena entre los luchadores.

Iluminaban a Pompeyo, el patrocinador.

—Un gran espectáculo —musitó Romulus a Brennus.

—Política. Si a la gente le gustan los juegos, apoya a los patrocinadores. Eso les otorga poder.

—¿Luchamos por un puñetero político?

A Romulus no se le había pasado por la cabeza plantearse el motivo que había detrás de las luchas. A los ciudadanos de Roma les encantaba el derramamiento de sangre pero no eran ellos quienes organizaban los combates. Lo hacían quienes tenían el poder: los senadores y los équites. Los gladiadores no eran más que títeres en sus manos.

Brennus asintió porque ya lo tenía asumido.

Romulus estaba indignado.

—Muchos de nosotros moriremos. ¿Por qué?

—Somos esclavos, Romulus —se limitó a contestar el otro.

Al muchacho le vino a la cabeza una imagen del portero de Craso.

—¿Quién lo dice? —replicó Romulus—. ¿Ese imbécil? —Señaló el palco de los nobles.

—¡Cállate! —Brennus le miró por encima de ambos hombros—. Memor te ejecutaría ahora mismo si oyera lo que acabas de decir.

—Otros lo han hecho —arguyó Romulus con vehemencia—. Imagínate lo que cincuenta de nosotros podría hacerles a los cabrones de allí arriba.

—¿Rebelión? —El galo pronunció la palabra con un susurro.

—Reclamar la libertad, más bien.

—¡Pompeyo Magno! —gritó otra vez el maestro de ceremonias.

—Ha llegado el momento de luchar. —Brennus le guiñó un ojo—. Luego hablamos.

El público le aclamó obedientemente mientras Pompeyo recibía su adulación con un saludo lánguido. Era un hombre de mediana edad de pelo cano, ojos saltones y nariz bulbosa. Repasó a los luchadores con entusiasmo.

—¡Saludad a Pompeyo Magno!

—¡Los que vamos a morir te saludamos! —La promesa de los gladiadores salió de cien gargantas como un rugido.

Pompeyo asintió con más respeto del que había demostrado por el público.

—Por lo menos es un guerrero —dijo Brennus—. No como ese perro de Craso, que se pasa el día diciéndole a todo el mundo que es un gran general.

—Pompeyo paga para que nos muramos —susurró Romulus—. ¡Que le den!

El galo pareció asustarse, pero los ojos le brillaban con una luz que Romulus no había visto con anterioridad.

—¡Morid como hombres! —Pompeyo se dirigió a los combatientes—. Mostrad coraje. Quienes sobrevivan ilesos serán recompensados. ¡Empezad!

Mientras los luchadores se miraban, con el cuerpo rígido por la tensión, reinó el silencio.

Romulus estaba muy excitado por la respuesta del galo a su comentario. Pero aquello tendría que esperar hasta que el combate terminara. Eso si sobrevivían. Se dio la vuelta. Figulus y Gallus se encontraban a cierta distancia y fingían no mirarlos.

—¡Permaneced juntos! ¡Cubríos las espaldas! —gritó Brennus agarrando la espada con un puño enorme—. ¡Adelante! ¡No permitáis que vengan por nosotros! —chilló a los reciarios.

Los reciarios avanzaron arrastrando los pies y sosteniendo las redes lastradas en alto, preparados para lanzarlas. Los luchadores del Dacicus respondieron desplegándose y avanzando. Romulus estaba a tres pasos a la derecha de Brennus, escudo en alto, daga en mano. La espera con los guardas le había dado una idea.

—Cuando los reciarios estén ocupados, quiero una carga por el centro. —Brennus habló en voz baja para que sólo le oyeran quienes tenía cerca—. Olvidaos de las reglas de combate normales. Matad rápido e id avanzando.

—Estamos contigo, Brennus —dijo un tracio.

Los demás musitaron que estaban de acuerdo. Brennus los miró uno por uno, asintiendo con determinación.

La lucha empezó al cabo de unos instantes, cuando los reciarios del Magnus alcanzaron a los primeros gladiadores del Dacicus. Las redes giraron en el aire, los hombres intentaban esquivarlas y lanzaban insultos pero resbalaban en la arena caliente. Romulus vio cómo un tridente perforaba el cuello de un enemigo y le abría la carne, de la que salió un chorro de sangre carmesí. Los luchadores describían círculos, avanzando y embistiendo en una especie de danza letal y fascinante.

El grueso del enemigo no se había esperado el ataque repentino. Sin líder aparente, los gladiadores del Dacicus, intimidados, no sabían cómo responder.

Era el momento oportuno.

—¡Seguidme! —rugió Brennus alzando la espada larga y caminando a zancadas por entre los combates individuales de la parte delantera.

Le siguieron treinta hombres con las armas preparadas.

Romulus seguía el ritmo del galo con los ojos bien abiertos. Cuando pasó junto a un reciario del Magnus que luchaba contra un samnita, se arriesgó. El guerrero, armado hasta los dientes, había bajado el escudo rectangular un instante para observar cómo su contrincante daba impulso a la red para lanzarla. Romulus se apoyó en un solo pie adelantado y, con el brazo derecho hacia atrás por encima del hombro, apuntó y lanzó el puñal, que salió disparado y se le clavó en la garganta al sorprendido samnita bajo el casco con visera. El hombre, con un sonido ahogado, dejó caer tanto la espada como el escudo. La sangre le brotaba alrededor de los dedos con los que se agarraba el cuello mientras se desplomaba en la arena.

El reciario se dio la vuelta para ver quién había derribado a su oponente.

Sorprendido, Romulus reconoció a Gallus.

—¡Cabrón! —El reciario tenía el rostro contraído por la ira—. Eres hombre muerto.

La reacción violenta de Gallus le sorprendió y puso de manifiesto que la amenaza de los luchadores contrariados era muy real. Pero su enemigo no tuvo tiempo de reaccionar porque un
secutor
muy fornido le embistió yendo a por todas.

—¡Ya he matado a uno! —Romulus extrajo la daga y corrió al encuentro del galo.

—¿Cómo?

—¡Con la daga!

—¡Buen trabajo! Recoge otra si puedes. ¡Nunca se sabe cuándo puedes necesitarla! —Brennus sonrió y aumentó la velocidad, adelantando a los demás.

La carga de Brennus fue sobrecogedora. Con un rugido que dejó paralizado al primer luchador del Dacicus, el galo le golpeó el casco de bronce con la espada larga y le machacó el cráneo.

El tracio se estrelló contra el suelo.

Brennus esquivó el cadáver, le quitó el escudo al siguiente gladiador con el suyo y le apuñaló el pecho desde un palmo de distancia con un grito de guerra ensordecedor que resonó en todo el recinto.

Transcurrieron unos instantes. Los luchadores del Dacicus se habían quedado desconcertados, sin saber muy bien qué hacer para responder a aquella entrada aterradora.

El galo despachó a un
secutor
con facilidad.

—¡Vamos! —gritó Romulus, que avanzó corriendo, aprovechando la ventaja—. ¡Ludus Magnus!

Le respondieron con un bramido ininteligible de ira acumulada y rabia. Haciendo chocar las espadas contra los escudos, los gladiadores del Magnus perseguían a sus desconcertados enemigos.

Romulus se encontró frente a un
murmillo
un poco más corpulento que él. Su contrincante le propinó un fuerte derechazo intentando machacarlo por la fuerza bruta. Romulus le contuvo con relativa facilidad, manteniendo el escudo en alto. Se desplazó hacia delante por debajo del
gladius
del otro y contempló al enemigo desde pocos centímetros de distancia. El gladiador abrió la boca porque sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Romulus hundió la espada en el diafragma que el hombre llevaba al descubierto.

El
murmillo
gritó y se dobló hacia delante, agonizando. Romulus retiró la hoja rápidamente y le dejó caer en la arena. Dándole un fuerte golpe con el borde afilado del escudo le abrió el cuello. Convencido de que el luchador estaba herido de muerte, Romulus se apartó.

Cotta le había enseñado los métodos anticuados del combate de gladiadores. De ese modo, las luchas podían durar horas y dejar impresionado al público con la habilidad y el dominio de la espada de los contrincantes. Pero, en la situación en la que Romulus se encontraba en esos momentos, alardear no tenía ningún sentido. Aunque fuera más brutal, era mejor practicar el método de Brennus de incapacitar o matar lo antes posible.

Brennus estaba a unos diez pasos a la izquierda destrozando a un tracio mientras rechazaba a otro blandiendo la espada larga en sentido lateral. A la derecha, los hombres del Magnus estaban cara a cara con
murmillones
y
dimachaeri
enemigos. Un hombre armado con dos espadas era especialmente hábil. Romulus observó asombrado cómo giraba como un bailarín y mutilaba y mataba a placer. El final le llegó cuando un reciario del Magnus le asfixió desde atrás con la red. Mientras el
dimachaerus
intentaba liberarse, varios gladiadores lo rodearon y le lancearon como a un jabalí.

Ya había una docena de enemigos boca abajo en la arena. Muchos otros, heridos, ya no luchaban. Gracias a Brennus en buena parte, el combate se estaba decantando a favor del Ludus Magnus. La aportación del galo a su bando era incalculable. Quienes lo tenían delante se estremecían de miedo antes incluso de que les asestara un golpe.

De repente, un
laquearius
y un tracio atacaron a Romulus. Esquivó fácilmente un lanzamiento del lazo pero a duras penas consiguió parar la velocísima embestida del compañero que vino a continuación. Romulus se volvió hacia el lado opuesto y estuvo a punto de poner el pie en el bucle de cuerda que el astuto
laquearius
había dejado en el suelo. Preso de la desesperación y con el corazón acelerado, atacó con la espada al tracio sin quitarle los ojos de encima al otro.

No podía salir airoso de aquella lucha él solo.

Entre mandobles de espada, intentó ver quién tenía cerca que pudiera ayudarle. Brennus estaba ocupado con dos
murmillones
y un
secutor
. No había ni rastro de Sextus. Frustrado, Romulus soltó un juramento y blandió la espada para cortar la cuerda que se le acercaba volando a toda velocidad. Estuvo a punto de perder el
gladius
porque el lazo retrocedió justo en aquel preciso momento. Si no mataba a uno en cuestión de segundos, estaba acabado.

Romulus respiró hondo y lanzó con el pie una lluvia de arena a la cara del
laquearius
. Se dio la vuelta y empujó con el hombro al tracio rezando una oración a Júpiter, porque se imaginaba que sentiría la soga alrededor del cuello de un momento a otro. Para alivio de Romulus, el
laquearius
profirió un grito ahogado cuando los ojos se le llenaron de gravilla abrasadora. Alcanzó al luchador con armadura fácilmente y lo apartó varios pasos.

Romulus utilizó el impulso que había conseguido para apuñalar al tracio en la cara. Su enemigo reaccionó levantando un gran escudo. Romulus bajó el suyo al instante hacia la rodilla derecha del hombre. Le hizo un corte profundo en el músculo y le cortó las articulaciones de la rótula. Al tracio se le dobló la pierna, incapaz de soportar el peso del cuerpo.

El luchador del Dacicus cayó aullando de dolor. La sangre le brotaba de la herida cuando Romulus se arriesgó a mirar hacia atrás para ver si veía al
laquearius
. Se estaba cayendo poco a poco con el rostro contraído por la agonía, con el hacha de Sextus clavada hasta el mango en la columna.

—Parece que estabas en un apuro.

—¡Gracias! —Romulus recordó la última tentativa de Lentulus y giró en redondo para clavarle la espada al tracio en la garganta. El hombre se ahogaba con su propia sangre y se tambaleó hacia un lado con los ojos muy abiertos de la conmoción. Romulus arrebató rápidamente una daga con la empuñadura de hueso del cinturón al gladiador muerto. Dos armas siempre eran mejor que una.

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