La lentitud (2 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

BOOK: La lentitud
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Nada en esta novela permanece en exclusivo secreto entre dos seres; todo el mundo parece encontrarse en el interior de una concha sonora donde cada palabra apenas susurrada resuena, ampliada, en múltiples e interminables ecos. Cuando era pequeño me decían que, si me acercaba una concha a la oreja, oiría el murmullo inmemorial del mar.

Así es como en el mundo laclosiano cualquier palabra pronunciada sigue siendo audible para siempre. ¿Es eso el siglo XVIII? ¿Es eso el paraíso del placer? ¿O es que el hombre, sin darse cuenta, vive desde siempre en semejante concha resonante? En todo caso, una concha resonante no es el mundo de Epicuro, quien ordena a sus discípulos: «¡Vivirás oculto!».

4

El señor que está en la recepción es amable, más amable de lo que suelen ser en la recepción de los hoteles. En cuanto se acuerda que vinimos aquí hace dos años, nos avisa que han cambiado muchas cosas desde entonces. Han acondicionado una sala de convenciones para distintos tipos de seminarios y construido una hermosa piscina. Deseosos de verla, atravesamos el vestíbulo, muy soleado, con grandes ventanales sobre el parque. Al final del vestíbulo, una escalera muy ancha baja hacia la piscina, grande, embaldosada, de techo acristalado. Vera me recuerda:

«La última vez había un pequeño rosal en ese lugar».

Nos instalamos en nuestra habitación y después salimos. Verdes bancales bajan hacia el río, el Sena. Es bonito, estamos deslumbrados, deseosos de dar un largo paseo. Minutos después aparece una carretera en la que circulan los coches a toda velocidad; damos media vuelta y volvemos.

La cena es excelente, todo el mundo va bien vestido, como si quisiera rendir homenaje a un tiempo pasado cuyo recuerdo se estremece bajo el techo de la sala. A nuestro lado se ha instalado una pareja con sus dos hijos. Uno de ellos canta en voz alta. El camarero se inclina sobre su mesa con una bandeja. La madre lo mira fijamente, queriendo incitarle a pronunciar un elogio del niño, quien, orgulloso de sentirse observado, se pone de pie en la silla y levanta aún más la voz. En el rostro del padre aparece una sonrisa de felicidad.

Ante un magnífico vino de Burdeos, un pato, un postre —secreto de la casa—, conversamos, colmados y despreocupados. Más tarde, de regreso a la habitación, enciendo un instante la televisión. Allí, niños otra vez. Esta vez son negros y están moribundos. Nuestra estancia en el castillo coincide con la época en que, durante semanas, diariamente, se han ido mostrando los niños de un país africano, cuyo nombre se ha olvidado ya (todo esto ocurrió hace al menos dos o tres años, ¿cómo retener los nombres?), devastado por una guerra civil y por la hambruna. Los niños están delgados, extenuados, sin fuerzas ya para hacer un gesto y ahuyentar las moscas que pasean por su cara.

Vera me dice: «¿Habrá también viejos que mueren en ese país?».

No, no, lo más interesante de aquella hambruna, lo que la hizo única entre las millones de hambrunas que asolan esta tierra, es que tan sólo segaba la vida de los niños. En la pantalla no vimos sufrir a ningún adulto, aun cuando seguimos las noticias todos los días, precisamente para confirmar esta circunstancia hasta entonces nunca vista.

Era por lo tanto normal que fueran niños y no adultos los que se rebelaran contra esa crueldad de los viejos y que, con la espontaneidad que les es propia, lanzaran la célebre campaña «Los niños de Europa envían arroz a los niños de Somalia». ¡Somalia! ¡Claro! ¡Esta famosa consigna me ha devuelto el nombre perdido! ¡Ah, qué lástima que todo esto haya quedado ya olvidado! Compraron paquetes de arroz, infinidad de paquetes. Los padres, impresionados por ese sentimiento de solidaridad planetaria que habitaba en sus chicos, ofrecieron dinero, y todas las instituciones brindaron ayuda; el arroz fue recolectado en las escuelas, transportado hasta los puertos, embarcado en los buques que zarpaban hacia África y todo el mundo pudo seguir la gloriosa epopeya del arroz.

Inmediatamente después de los niños moribundos, invaden la pantalla niñas de seis, ocho años, vestidas como adultos y con los simpáticos modales de las viejas coquetas, ¡oh, es tan encantador, tan conmovedor, tan gracioso cuando los niños actúan como adultos!, las niñas y los niños se besan en la boca, luego sale un hombre que sostiene un bebé entre los brazos y, mientras nos explica la mejor manera de lavar la ropita que el bebé acaba de mancillar, se acerca una hermosa mujer, entreabre la boca y saca una lengua terriblemente sensual que empieza a penetrar en la boca terriblemente bonachona del portador del bebé.

«Vamos a dormir», dice Vera, y apaga el televisor.

5

Los niños franceses acudiendo en ayuda de sus pequeños compañeros africanos siempre me traen a la memoria la cara del intelectual Berck. Vivía entonces días de gloria. Como ocurre muchas veces con la gloria, la suya se debía a un fracaso: recordemos: en los años ochenta de nuestro siglo, el mundo se vio azotado por la epidemia de una enfermedad llamada SIDA que se transmitía por el contacto amoroso y, al principio, hacía estragos sobre todo entre los homosexuales. Para oponerse a los fanáticos que veían en la epidemia un justo castigo divino y evitaban a los enfermos como a apestados, los espíritus tolerantes les manifestaban su fraternidad e intentaban demostrar que frecuentarlos no exponía a ningún peligro. Así pues, el diputado Duberques y el intelectual Berck almorzaron en un conocido restaurante de París con un grupo de enfermos de SIDA; la comida transcurrió en una excelente atmósfera y, para no perder la ocasión de dar un buen ejemplo, el diputado Duberques invitó a las cámaras a la hora del postre. En cuanto aparecieron en el umbral de la puerta, se puso en pie, se acercó a un enfermo, lo levantó de su silla y le besó en la boca, todavía llena de
mousse
de chocolate. A Berck le pilló desprevenido. Comprendió inmediatamente que, una vez fotografiado y filmado, el gran beso de Duberques pasaría a ser inmortal; se levantó y reflexionó intensamente para saber si debía él también ir a besar a un enfermo. En la primera fase de su reflexión, rechazó esta tentación porque en el fondo de su alma no estaba del todo seguro de que el contacto con una boca enferma no fuera causa de contagio; en la siguiente fase, decidió sobreponerse a su circunspección al considerar que la foto de su beso merecía el riesgo; pero, en la tercera fase, una idea le detuvo en su carrera hacia la boca seropositiva: si él también besaba al enfermo, no se pondría a la altura de Duberques, sino que, por el contrario, sería rebajado al nivel de imitador, de seguidor, incluso de un servidor que, mediante una imitación precipitada, añadiría aún más brío a la gloria del otro. Se contentó, pues, con permanecer de pie y sonreír bobamente. Pero esos pocos segundos de vacilación le costaron caro, porque la cámara estaba allí y, en el telediario, toda Francia leyó en su rostro las tres fases de su apuro y sonrió socarronamente. Los niños que recolectaban paquetes de arroz para Somalia acudieron en su ayuda, pues, en el momento oportuno. Aprovechó la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia «¡sólo los niños viven en la verdad!», luego fue a África y se dejó fotografiar al lado de una niña negra moribunda, con la cara cubierta de moscas. La foto se hizo célebre en el mundo entero, mucho más que la de Duberques besando a un enfermo de SIDA, porque un niño que muere vale más que un adulto que muere, hecho que, en aquella época, aún se le escapaba a Duberques. Este, no obstante, no se dio por vencido y, pocos días después, apareció en la televisión; siendo él católico practicante, sabía que Berck era ateo, y eso le sugirió la idea de llevar consigo una vela, arma ante la cual incluso los no creyentes más reacios inclinan la cabeza; durante la entrevista con el periodista sacó la vela del bolsillo y la encendió; queriendo pérfidamente desacreditar la preocupación de Berck por los países exóticos, habló de los pobres niños de nuestro país, de nuestros pueblos y de nuestros suburbios, e incitó a sus conciudadanos a bajar a la calle, cada uno con su vela, y emprender una marcha hacia París en señal de solidaridad con los niños que sufren; invitó además personalmente a Berck (con oculta hilaridad) a marchar a su lado a la cabeza de la comitiva. Berck tuvo que elegir: o bien tomar parte con una vela en la comitiva, como un monaguillo de Duberques, o bien zafarse y exponerse a los reproches. Era una trampa que tuvo que evitar mediante un acto a la vez audaz y eficaz: decidió volar enseguida hacia un país asiático donde el pueblo se rebelaba y proclamar allá a los cuatro vientos su apoyo a los oprimidos; pero, ay, la geografía había sido siempre su punto flojo; el mundo se dividía para él en Francia y la NoFrancia, con oscuras provincias que él confundía siempre; de modo que desembarcó en otro país aburridamente apacible donde el aeropuerto de montaña era gélido y mal comunicado; tuvo que quedarse allí ocho días a la espera de que un avión lo trajera de vuelta a París, hambriento y griposo.

«Berck es el rey mártir de los bailarines», comentó Pontevin.

El concepto de bailarín se conoce tan sólo en el reducido grupo de amigos de Pontevin.

Es su gran invención, y podría lamentarse que nunca la haya desarrollado en un libro ni impuesto como tema de coloquios internacionales. Pero la celebridad le importa un comino. Por eso sus amigos le escuchan aún con mayor atención y regocijo.

6

Según Pontevin, todos los políticos de hoy son un poco bailarines, y todos los bailarines se meten en política, lo cual, no obstante, no debería inducirnos a confusión. El bailarín se distingue del político corriente en que no desea el poder, sino la gloria; no desea imponer al mundo una u otra organización social (eso no le quita el sueño en absoluto), sino ocupar el escenario desde donde poder irradiar su yo.

Para ocupar el escenario hay que echar de allí a los demás. Lo cual supone una técnica especial de lucha. Pontevin llama «judo moral» a la lucha que lleva a cabo el bailarín; el bailarín le tira el guante al mundo entero: ¿quién es capaz de mostrarse más moral (más valiente, más honesto, más sincero, más dispuesto al sacrificio, más cabal) que él? Y domina todos los movimientos que le permiten poner al otro en una situación moralmente inferior.

Si un bailarín tiene la posibilidad de entrar en el juego político, rechazará ostensiblemente toda negociación secreta (desde siempre el terreno de juego de la verdadera política), denunciándola por engañosa, deshonesta, hipócrita, sucia; dará a conocer sus propuestas públicamente, desde una tarima, bailando, y convocará a los demás por su nombre a que le sigan en su acción; insisto, no discretamente (para dejarle al otro el tiempo de pensarlo, de sopesar contrapropuestas), sino públicamente, y, de ser posible, por sorpresa: «¿Está usted dispuesto (como yo) a renunciar a su salario de marzo en provecho de los niños de Somalia?». Sorprendida, la gente sólotendrá dos posibilidades: o negarse y desacreditarse como enemiga de los niños, o decir «sí» con un terrible apuro, que la cámara captará maliciosamente como en el caso del pobre Berck tras el almuerzo con los enfermos de SIDA. «¿Por qué calla usted, doctor H., mientras se burlan de la democracia en Cuba?» Se le hizo esta pregunta al doctor H. en el momento en que, mientras operaba a un enfermo, él no podía contestar; pero, después de coser el vientre que había abierto, le entró tal vergüenza por su silencio que soltó todo lo que se quería oír de él y aún más; tras esto, el bailarín que lo había interpelado (y éste es otro de los movimientos del judo moral especialmente terrible) dejó caer: «Por fin, más vale tarde que nunca…».

Pueden darse situaciones (en los regímenes dictatoriales, por ejemplo) en las que tomar públicamente una posición es peligroso; para el bailarín lo es, no obstante, un poco menos que para los demás, ya que, tras pasearse bajo la luz de los focos, a la vista de todos, queda protegido por la atención del mundo; pero tiene admiradores anónimos, que, obedeciendo a su llamada a la vez espléndida y reflexiva, firman peticiones, participan en reuniones prohibidas, se manifiestan por las calles; éstos sí serán tratados sin miramientos; el bailarín jamás cederá a la tentación sentimental de reprocharse haber provocado su desgracia, pues sabe que una noble causa pesa más que la vida de éste o aquél.

Vincent le objeta a Pontevin:

—Sabemos todos que aborreces a Berck y te seguimos. Sin embargo, aun siendo un gilipollas, ha respaldado causas que nosotros también consideramos justas, o, si prefieres, las ha respaldado su vanidad. Y ahora te pregunto: si quieres contribuir a una causa pública, llamar la atención sobre algo abominable, ayudar a un perseguido, ¿cómo puedes, en nuestra época, no ser o no parecer un bailarín?

A lo cual le contesta el misterioso Pontevin:

—Te equivocas si crees que quería atacar a los bailarines. Los defiendo. Quien sienta animadversión por los bailarines y quiera denigrarlos tropezará siempre con un obstáculo infranqueable: su honestidad; porque, al exponerse constantemente ante el público, el bailarín se condena a sí mismo a ser irreprochable; no ha firmado, como Fausto, un contrato con el Diablo, lo ha firmado con el Ángel: quiere convertir su vida en una obra de arte y el Ángel le ayuda en esa tarea de artista; porque, no lo olvides, ¡el baile es un arte! La verdadera esencia del bailarín radica precisamente en esa obsesión por ver en su propia vida la materia de una obra de arte; no predica la moral, ¡la baila! ¡Quiere conmover y deslumbrar al mundo mediante la belleza de su vida! Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe.

Me pregunto por qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin embargo, ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un bledo dar a conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace públicas sus ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su verdad, de influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos que aspiran a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito para Pontevin! No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque cualquier cambio conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de vista más egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano contra su autor y le convida! Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe.

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