La lentitud (8 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

BOOK: La lentitud
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Y querría citar muchas frases, evocar muchas situaciones que él conoce de ese libro fantástico que se llama
La filosofía en el tocador
.

Luego se levantan y prosiguen su paseo. La luna llena aparece por detrás de la hojarasca. Vincent mira a Julie y, de pronto, queda embrujado: la luz blanca le ha otorgado a la joven la belleza de un hada, una belleza que le sorprende, belleza reciente que él no ha visto antes en ella, belleza fina, frágil, casta, inaccesible. Y, de repente, sin saber siquiera cómo se le ha ocurrido, imagina su ojo del culo. Brusca, inesperadamente, esa imagen está allí y ya no podrá deshacerse de ella.

¡Ah, el ojo del culo liberador! Gracias a él el elegante con traje y chaleco (¡por fin, por fin!) ha desaparecido del todo. Lo que no han podido varios vasos de whisky, ¡un ojo del culo ha sabido hacerlo en un segundo! Abraza a Julie, la besa, le toquetea los pechos, contempla su delicada belleza de hada y, mientras tanto, constantemente, imagina su ojo del culo. Tiene unas inmensas ganas de decírselo: «Te toco las tetas, pero no pienso en otra cosa que en tu ojo del culo». Pero no puede hacerlo, las palabras no le salen de la boca. Cuanto más piensa en el ojo del culo, más blanca, transparente y angelical es Julie, tanto que le resulta imposible pronunciar esas palabras en voz alta.

26

Vera duerme y yo, de pie ante la ventana abierta, miro a dos personas que pasean por el parque del castillo en una noche de luna.

De pronto oigo la respiración de Vera que se acelera, me giro hacia su cama y comprendo que está a punto de gritar. ¡Nunca la vi tener pesadillas! ¿Qué ocurre en este castillo?

La despierto y ella me mira, con los ojos muy abiertos, llenos de espante. Luego me cuenta, precipitadamente, como en un ataque de fiebre:

—Me encontraba en un larguísimo pasillo de este hotel. De pronto, a lo lejos, ha aparecido un hombre y ha corrido hacia mí. Cuando ha llegado a unos diez metros, se ha puesto a gritar. E imagínate, ¡hablaba en checo! Frases completamente enloquecidas: «¡Mickiewicz no es checo! ¡Mickiewicz es polaco!». Luego, se ha acercado, amenazante, a unos pasos y me has despertado.

—Perdona —le digo—, te estás volviendo víctima de mis elucubraciones.

—¿Cómo puede ser eso?

—Como si tus sueños fueran una papelera donde tiro las páginas demasiado tontas.

—¿Qué estás inventando? ¿Una novela? —pregunta ella, angustiada.

Inclino la cabeza.

—Me has dicho muchas veces que te gustaría un día escribir una novela en la qué no hubiera una sola palabra seria. Una Gran Tontería Por Puro Gusto. Me temo que ha llegado el momento. Sólo quiero ponerte en guardia: ¡ve con cuidado!

Inclino la cabeza aún más.

—¿Recuerdas lo que te decía tu madre?

Oigo su voz como si fuera ayer: Milanku, deja de bromear. Nadie te entenderá. Ofenderás a todo el mundo y todo el mundo acabará por odiarte. ¿Te acuerdas?

—Sí —digo.

—Te aviso. La seriedad te protegía. La falta de seriedad te dejará desnudo ante los lobos. Y ya sabes que los lobos acechan.

Tras esta terrible profecía, ha vuelto a dormirse.

27

Más o menos en ese mismo momento entra el científico checo en su habitación, deprimido, con el alma magullada. En sus oídos sigue resonando larisa que estalló después de los sarcasmos de Berck. Y sigue perplejo: ¿puede pasarse tan a la ligera de la admiración al desprecio?

Me pregunto, efectivamente, ¿dónde ha quedado el beso que la Actualidad Histórica Planetaria Sublime ha depositado en su frente?

Aquí es donde se equivocan los cortesanos de la Actualidad, No saben que las situaciones que la Historia pone en escena permanecen iluminadas durante los primeros minutos. Ningún acontecimiento es actual en toda su duración, sino tan sólo durante un periodo de tiempo muy breve, muy al principio. Los niños moribundos de Somalia a quienes miraban ávidamente millones de espectadores ¿acaso ya no mueren? ¿Qué se ha hecho de ellos? ¿Han engordado o adelgazado? ¿Existe todavía Somalia? Y, de hecho, ¿existió alguna vez? ¿No será el nombre de un espejismo?

La manera como se cuenta la Historia contemporánea se asemeja a un gran concierto en el que se presentaran seguidos los ciento treinta y ocho opus de Beethoven, pero tocando tan sólo los ocho primeros tiempos de cada uno de ellos. Si volviera a hacerse el mismo concierto diez años después, sólo se tocaría, de cada pieza, la primera nota, siendo, pues, ciento treinta y ocho notas durante todo el concierto, presentadas como una única melodía. Y, veinte años después, toda la música de Beethoven quedaría resumida en una única larguísima nota aguda que se asemejaría a la que oyó, infinita y muy alta, el primer día de su sordera.

El científico checo está hundido en su melancolía y, a modo de consuelo, le asalta la idea de que de la época de su heroico trabajo como albañil, que todos quieren olvidar, conserva un recuerdo material y palpable: una excelente musculatura. Una discreta sonrisa de satisfacción asoma a su rostro, pues está seguro de que nadie entre los presentes tiene músculos como los suyos.

Sí, créanlo o no, esta idea, aparentemente risible, le anima realmente. Tira la chaqueta y se tumba boca abajo en el suelo. Luego, se levanta apoyándose en las manos. Repite el movimiento veintiséis veces y se siente satisfecho de sí mismo. Recuerda los tiempos en que, con sus compañeros albañiles, iba después de trabajar a bañarse en un pequeño estanque que había detrás de la obra. A decir verdad, era entonces cien veces más feliz que ahora en este castillo. Los obreros le llamaban Einstein y le querían.

Le asalta la idea, frívola (se da cuenta de esa frivolidad e incluso se alegra), de ir a bañarse en la hermosa piscina del hotel. Con alegre y consciente vanidad, quiere enseñar su cuerpo a los intelectuales enclenques de este país sofisticado, supercultivado, y a fin de cuentas pérfido. Por suerte, ha traído de Praga su traje de baño (lo lleva siempre a todas partes), se lo pone y se mira, semidesnudo, en el espejo. Dobla los brazos y los bíceps se hinchan en todo su esplendor. «Si alguien quisiera negar mi pasado, ¡aquí están mis músculos como prueba irrefutable!» Imagina su cuerpo paseando alrededor de la piscina, enseñando a los franceses que existe un valor muy elemental que es la perfección corporal, perfección de la que él puede jactarse y de la que ellos no tienen ni idea. Luego, encuentra un poco fuera de lugar ir semidesnudo por los pasillos del hotel y se pone una camiseta. Queda el problema de los pies. Dejarlos descalzos le parece tan inapropiado como ir con zapatos; decide pues ir con calcetines. Así ataviado, se mira una vez más en el espejo. Otra vez el orgullo se une a la melancolía y, otra vez, se siente seguro de sí mismo.

28

El ojo del culo. Puede decirse de otra manera, por ejemplo como Guillaume Apoilinaire: la novena puerta de tu cuerpo. Su poema sobre las nueve puertas del cuerpo femenino existe en dos versiones: envió la primera a su amante Lou en una carta escrita desde las trincheras el 11 de mayo de 1915, y la otra, desde el mismo lugar, a otra amante, Madeleine, el 21 de septiembre del mismo año. Los poemas, bellos los dos, difieren por su imaginación, pero están compuestos de la misma manera: cada estrofa está dedicada a una de las puertas del cuerpo de la bien amada: un ojo, otro ojo, una oreja, la otra oreja, la fosa nasal derecha, la fosa nasal izquierda, la boca, luego, en el poema a Lou, «la puerta de tu grupa» y, por fin, la novena puerta, la vulva. En el segundo poema, por el contrario, el destinado a Madeleine, al final se produce un curioso cambio de puertas. La vulva retrocede al octavo lugar y es el ojo del culo abriéndose «entre dos montañas de nácar» el que ocupará la novena puerta: «aún más misteriosa que las otras», la puerta «de los sortilegios de los que nadie se atreve a hablar», la «puerta suprema».

Pienso en esos cuatro meses y diez días que separan los dos poemas, cuatro meses que Apollinaire pasó en las trincheras, sumergido en intensas ensoñaciones eróticas que le llevaron a este cambio de perspectiva, a esta revelación: el ojo del culo es el punto milagroso en el que se concentra toda la energía nuclear de la desnudez. La puerta de la vulva es importante, claro (por supuesto, ¿quién se atrevería a negarlo?), pero es demasiado oficialmente importante, es un lugar registrado, clasificado, controlado, comentado, examinado, experimentado, vigilado, alabado, celebrado. La vulva: ruidosa encrucijada donde se da cita la cotorra humanidad, túnel por el que pasan las generaciones. Sólo los necios se dejan convencer de la intimidad de este lugar, el más público de todos. El único lugar realmente íntimo, ante cuyo tabú se inclinan incluso las películas pornográficas, es el ojo del culo, la puerta suprema; es suprema porque es la más misteriosa, la más secreta.

Vincent alcanzó semejante sabiduría, que le costó a Apolináire cuatro meses bajo un firmamento de obuses, durante un único paseo con Julie, quien se volvió diáfana bajo la luz de la luna.

29

Es una situación difícil no poder hablar más que de una sola cosa y, al mismo tiempo, no estar en condiciones de hacerlo: el ojo del culo queda impronunciado en la boca de Vincent como una mordaza que le deja mudo. Mira al cielo como en busca de ayuda. Y el cielo se la concede: le envía una inspiración poética; Vincent exclama: «¡Mira!», y hace un gesto en dirección a la luna. «Es como un ojo del culo abierto en el cielo.»

Vuelve la mirada hacia Julie. Transparente y tierna, ella sonríe y dice: «Sí», porque desde hace ya una hora está dispuesta a admirar cualquier comentario que provenga de él.

El oye su «sí», pero persiste en su ansia. Parece casta como un hada y quisiera oírla decir «el ojo del culo». Desea ver su boca de hada pronunciar esas palabras, ¡oh, cuánto lo desea! Querría decirle: repite conmigo, el ojo del culo, el ojo del culo, el ojo del culo, pero no se atreve. Presa de su elocuencia, se hunde en cambio cada vez más en su metáfora: «¡El ojo del culo del que se desprende una luz macilenta que llena las entrañas del universo!». Y extiende el brazo hacia la luna: «¡Adelante, al ojo del culo del infinito!».

No puedo reprimir un pequeño comentario sobre esta improvisación de Vincent: mediante su obsesión confesada por el ojo del culo, cree consumado su apego al siglo XVIII, a Sade y a toda la banda de libertinos; pero como si careciera de fuerzas suficientes para llevar esta obsesión hasta el final, con todas sus consecuencias, acude en su ayuda otra herencia, muy distinta, incluso contradictoria, que pertenece al siglo siguiente; dicho de otra manera, sólo lirizándolas, trocándolas por metáforas, es capaz de hablar de sus hermosas obsesiones libertinas. Sacrifica el espíritu del libertinaje al espíritu de la poesía. Y traslada al cielo el ojo del culo de un cuerpo de mujer.

¡Ay, qué desplazamiento tan lamentable y penoso de ver! No me gusta seguir acompañando a Vincent por este camino: forcejea, enmarañado en su metáfora como una mosca T una tira pegajosa; exclama una vez más: «¡El ojo del culo del cielo como el ojo de una cámara divina!».

Como si diera prueba de su agotamiento, Julie rompe las evoluciones poéticas de Vincent señalando con la mano el vestíbulo iluminado detrás de los ventanales: «Se ha ido casi todo el mundo».

Vuelven: efectivamente, ante las mesas sólo quedan los últimos invitados. El elegante con traje y chaleco ya no está. Sin embargo, su ausencia se lo recuerda a Vincent con tal virulencia que vuelve a oír su voz, fría y malvada, acompañada de la risa de sus colegas. Siente de nuevo vergüenza: ¿cómo ha podido sentirse tan desamparado ante él? ¿Tan lamentablemente mudo? Se esfuerza por barrerlo de su mente, pero no lo consigue y vuelve a oír sus palabras: «Todos vivimos bajo la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana…».

Olvida completamente a Julie y, sorprendido, se detiene en estas dos frases; qué raro: el argumento del elegante es casi idéntico a la idea que él mismo, Vincent, le ha objetado hace poco a Pontevin: «Si quieres intervenir en un conflicto público, llamar la atención sobre una injusticia, ¿cómo puedes, en nuestra época, no ser o no parecer un bailarín?».

¿Será ésta la razón por la que se ha quedado tan desnortado ante el elegante? ¿Era acaso su razonamiento tan cercano al suyo como para poder atacarle? ¿No estaremos todos atrapados en la misma trampa, sorprendidos por un mundo que repentinamente se ha transformado sin enterarnos en un episodio del que no hay salida? ¿No hay, pues, diferencia alguna entre lo que piensa Vincent y lo que piensa el elegante?

No, ¡es una idea insoportable! El desprecia a Berck, desprecia al elegante, y su desprecio precede a todos sus juicios. Se esfuerza tercamente por captar la diferencia que les separa hasta alcanzar a vería con toda claridad: ellos, cual miserables siervos, se alegran de la condición humana tal como les ha sido impuesta: bailarines contentos de serlo. Mientras que él, aun sabiendo que no hay salida, proclama su desacuerdo con ese mundo. Sólo entonces se le ocurre la respuesta que habría tenido que arrojarle a la cara al elegante: «Si vivir bajo las cámaras ha pasado a ser nuestra condición, me rebelo contra ella. ¡No la he elegido yo!». ¡Esta es la respuesta! Se inclina hacia Julie y sin la menor explicación le dice: «¡Lo único que nos queda es rebelarnos contra la condición humana que no hemos elegido!».

Acostumbrada ya a las frases incongruentes de Vincent, encuentra que ésta es soberbia y contesta en tono combativo: «¡Por supuesto!».

Y, como si la palabra «rebela» la hubiera llenado de una alegre energía, dice: «Vamos a mi habitación».

De repente, el elegante vuelve a desaparecer de la cabeza de Vincent, quien mira a Julie, maravillado por estas últimas palabras.

Ella también está maravillada. Cerca del bar quedan todavía algunas personas con las que ella había estado antes de que Vincent se dirigiera a ella. Se habían comportado como si no existiera, y ella se había sentido humillada. Ahora, Julie las mira, soberana, invulnerable. Ya no la impresionan. Tiene ante ella una noche de amor y la tiene gracias a su propia voluntad, gracias a su propio valor; se siente rica, afortunada, y más fuerte que toda esa gente.

Le murmura a Vincent al oído: «Son todos unos sin pollas». Ella sabe que es una palabra de Vincent y lo dice para que comprenda que se entrega a él y que le pertenece.

Es como si le hubiera puesto entre las manos una granada de euforia. El podría irse ahora directamente a la habitación con la hermosa portadora del ojo del culo pero, como si obedeciera a una orden lanzada desde lejos, antes se cree obligado a armar allí un gran jaleo. Se ve presa de un torbellino arrebatador en el que se mezclan la imagen del ojo del culo, la inminencia del coito, la voz burlona del elegante y la gran silueta de Pontevin, quien, como un Trotski desde su bunker parisino, dirige una gran algarada, un gran motín orgiástico.

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