La leyenda del ladrón (53 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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LIV

E
n la orilla oeste del Betis, muy distinto a la ciudad del otro lado, existe el pueblo de Triana. Apenas tres mil habitantes, frente a los ciento cincuenta mil sevillanos. Para el viajero incauto podría parecer un simple municipio tranquilo, en el que detenerse a refrescarse antes de aventurarse a cruzar el Puente de Barcas, algo que siempre provoca respeto. De día puede mantenerse la ilusión de paz, sostenida a duras penas si el viajero no abandona el ancho Camino Real, que conduce directo al puente. Pueden ignorarse las miradas torvas y los silencios hoscos. Al fin y al cabo, a tiro de piedra se ven las murallas de la capital del mundo, la metrópolis fundada por el propio Hércules, que encierran todo lo que el corazón humano puede desear.

Por la noche, sin embargo, la ilusión de paz se resquebraja. Como un cuadro que de pronto cobrase vida, los habitantes de Triana resurgen con el crepúsculo. Ellos no tienen la protección de las murallas, carecen del icono que representa la catedral, pero tampoco los necesitan. Ningún enemigo podría sobrevivir a un asalto en Triana, ni encontraría en ella nada que pudiese o mereciese ser conquistado.

El edificio más grande del pueblo es el castillo de la Inquisición, cuyos gruesos muros ahogan en su interior los gritos de los condenados. Los fieles dicen que es un contrapeso al mal que se esconde en Triana. Los hampones, mucho más avisados, saben que las maldades que en el castillo se cometen hacen pequeñas las suyas. Unos y otros se consuelan con tan opuestas conclusiones.

Hay una escuela en Triana, lugar favorito de los gatos callejeros, que gustan de merodear entre sus ruinas. También dos molinos de pólvora, enormes y peligrosos, que almacenan centenares de barriles del mejor explosivo que se fabrica en Europa. Hay quien dice que es una locura tenerlos en mitad de una población, por el riesgo de que ocurriese un desastre. Son muchos más los que piensan que poco se perdería si explotasen, aparte de la pólvora.

Hay también artesanos y tenderos en Triana, que maldicen cada minuto de sus vidas y sueñan con ir a la otra orilla. Hay también niños en Triana, con sus rodillas costrosas y sus liendres, pero sin andrajos. Mucho se dirá de los trianeros, pero tratan mejor a su prole que los sevillanos. No verás en la orilla oeste del Betis a un bebé abandonado frente a una iglesia o devorado por los perros. Y aunque como en Sevilla a los niños los inunde el hambre y la tiña, aquí al menos ninguno va desnudo.

El resto de la ciudad lo forman casas bajas y calles estrechas, ni una sola de ellas recta. Convergen unas sobre otras, creando un laberinto de adarves, callejones sin salida y puntos muertos del que nadie que no conozca el camino podría escapar. En ocasiones, incluso sus propios habitantes se confunden entre giros y recovecos. Allí jamás se aventuran, por descontado, los alguaciles.

Por la noche las calles se vuelven una jungla oscura e impenetrable. Y en el centro de esa tela de araña, en una casa de aspecto anodino, vive Monipodio, el Rey de los Ladrones. Quienes visitan su Corte saben que la casa es en realidad la unión de varias, a las que se les han demolido las paredes interiores y reformado los muros que las separan, creando en la planta baja una enorme sala donde el hampón ha puesto su trono de madera. No hay hombre más protegido en la región. Nadie puede alcanzar el lugar si no pertenece a la cofradía de ladrones.

Cada noche, Monipodio desciende de sus habitaciones en la planta superior y recibe a sus súbditos. Hay comida en abundancia, y también vino. Ollas burbujeantes repletas de algún cocido de casquería, como callos o riñones. Cangrejos de río, liebre asada en alguna de las tres chimeneas, un cochinillo a medio trinchar nadando en mantequilla. Nunca más de un centenar de personas ni menos de medio disfrutan a diario del banquete, que se inicia cuando en Sevilla la gente comienza a refugiarse en sus casas y atranca las puertas. Se cuentan historias de los últimos robos, se planean golpes, se echan las cuentas.

Cuando la comida y los planes se han masticado, se apartan mesas y taburetes para dar paso a una música primitiva, tribal, estremecedora. Uno rasca una guitarra a la que le falta una cuerda, otro hace unas castañuelas con un par de conchas, otro menea una botella rellena de piedras y huesos. Las putas saltan al centro de ese corro, y bailan una danza provocativa, un flamenco sensual. En ocasiones se levantan el vestido para enseñar fugazmente el culo o las tetas, y el auditorio se enardece a pesar de conocer de sobra ese paisaje. Aúllan enloquecidos, como una manada de lobos que celebra su poder, sobre el bosque y cuanto contiene. Quienes allí se reúnen saben quiénes son de verdad los dueños de Sevilla.

Pero la música lleva ya un par de semanas sin escucharse. Las miradas hoscas han sustituido a la lascivia, la sospecha a la lujuria. En los banquetes se consume menos comida, y los hampones bajan la voz cuando hablan del tema que los atormenta. Tienen muy presente lo que hizo Monipodio cuando alguien le abordó directamente para preguntarle qué pensaba hacer al respecto de los Fantasmas Negros. Su sangre aún permanece sobre las baldosas.

En su trono, alejado de las mesas de sus súbditos, el Rey apenas toca los alimentos que le sirven sus concubinas. En lugar de ello contempla el fuego con la mirada perdida. Sus ojos hundidos parecen más que nunca dos cuencas vacías. Está tan inmóvil que pasaría por muerto, a excepción de los nudillos de su mano derecha, que aparecen blancos por el esfuerzo con el que aprieta la empuñadura de su alfanje. Pero no hay nadie contra quien descargarlo, y eso está matando a Monipodio.

Todo comenzó cuando llegaron las noticias de la muerte de Cajones. El cuerpo del perista había sido encontrado a la mañana siguiente por dos cortabolsas que solían llevarle cadenas de oro y pequeñas medallas que afanaban en las plazas. Al tocar la puerta ésta se abrió, y los cortabolsas huyeron a Triana despavoridos al ver lo que había sucedido.

Aquella incursión había enfurecido a Monipodio, que la había tomado por el ataque de una banda rival o de alguien dentro de su propia organización. El hampón interrogó a los cortabolsas durante horas, con una buena ración de golpes para asegurarse de que le decían la verdad. También a los más díscolos de entre los suyos, sin resultados. Nadie parecía saber nada.

No era la primera vez que el Rey hacía frente a un desafío a su autoridad, y para estas situaciones tenía una receta infalible, consistente en ir matando a los sospechosos hasta acertar con el culpable. Sin embargo, en esta ocasión la solución no iba a ser tan sencilla. La noche después del asalto a casa de Cajones, un par de animeros amanecieron colgados de una fuente cerca del Postigo del Aceite. Con las manos atadas y completamente desnudos, pero vivos.

Aquellos embaucadores utilizaban un truco muy común en aquellos tiempos. Se disfrazaban de frailes y paseaban de madrugada por las calles, dando grandes voces bajo las ventanas de las casas, prometiendo rezos por los difuntos de los moradores. Aquellos que tenían familiares que habían muerto recientemente solían arrojar algo de dinero por la ventana, mientras que los demás tiraban una piedra o el contenido de sus orinales. Mal que bien, los animeros se volvían a casa al alba con un puñado de maravedíes. Cada jornada, excepto la noche en la que, según juraban, unas manos invisibles habían surgido de la oscuridad y los habían dejado inconscientes. Uno de ellos llevaba un cartel colgado del cuello, que uno de los lugartenientes de Monipodio le llevó aquella misma mañana. Con los ojos inyectados en sangre y la voz áspera, el Rey le había dejado muy claro que si alguien hablaba del contenido del cartel acabaría en el río con la lengua cortada.

A la noche siguiente no hubo uno, sino dos ataques. Alguien destruyó el taller de unos apóstoles, los cerrajeros clandestinos de la cofradía de ladrones, que facilitaban llaves maestras y abrían toda clase de cofres y arquetas. Y una hora después unas sombras oscuras irrumpieron en la casa donde un grupo de dacios —secuestradores de niños— retenían al primogénito de una familia adinerada, por el que pedían un cuantioso rescate.

Monipodio interrogó a los testigos hasta el hartazgo. Las versiones de todos eran muy parecidas. Hombres vestidos de negro, surgidos de la nada. Manos fuertes, espadas rápidas, filos en la garganta de las víctimas. Ni una sola palabra. Tampoco muertos, aparte de lo sucedido con Cajones, aunque a los secuestradores de niños les habían propinado una buena paliza. Algunos dicen que los acompaña un monstruo enorme de dos cabezas, otros simplemente que es un negro descomunal. No hay precisión en los detalles, pues lo primero que hacen los misteriosos asaltantes es arrojar al suelo los quinqués o apagar las velas de un manotazo. Ejecutan su labor en completo silencio, y desaparecen tan fugazmente como aparecieron.

Y siempre, en cada ocasión, dejan un cartel con la misma frase.

E
L REINADO

DE
M
ONIPODIO

VA A TERMINAR

El hampón hizo lo que pudo para mantenerlo oculto, pero al final el contenido del cartel acabó conociéndose. La gente murmuraba a sus espaldas, ya que no podían pedirle ayuda directamente. En un absurdo error de cálculo, la negativa del Rey a admitir lo que estaba ocurriendo delante de su Corte contribuía a dar una dimensión aún mayor a los ataques. La cofradía de los ladrones bautizó a los misteriosos desconocidos: los Fantasmas Negros. Y como toda pesadilla a la que se le asigna un nombre, ésta cobró vida propia.

Las hazañas de los Fantasmas Negros corrieron de boca en boca entre los alguaciles, a quienes Monipodio había acudido en busca de ayuda, haciendo valer el dinero que les pagaba cada semana en concepto de sobornos. Poca ayuda podían prestarle aquellos cuyo modo de vida era cobrar por mirar hacia otro lado, y para lo único que sirvieron fue para extender el nombre de los Fantasmas Negros entre los jueces y fiscales, los caballeros veinticuatro y los funcionarios del ayuntamiento. En pocas horas éstos repitieron y multiplicaron sus hazañas entre los tenderos y comerciantes, en las Gradas de la catedral y en la plaza de San Francisco.

Pronto toda Sevilla se hacía eco de la aparición de una banda que atacaba a los criminales, y sólo a ellos. En una sociedad que latía, respiraba y se movía al ritmo de la violencia y el miedo, que sabía que la muerte podía acechar detrás de la siguiente esquina, una noticia así se convirtió en el centro de todas las conversaciones. Todo sevillano era consciente de que poner un pie en la calle tras la puesta de sol era jugarse la vida. Cada amanecer de cada día del año, los alguaciles recogían entre media y una docena de cadáveres, sin excepción. Pocos de éstos morían de viejos. Cuando podían hundirte un palmo de acero en las tripas por un par de buenas botas, era inevitable que considerases a un grupo de justicieros como a héroes.

Mientras la fama de los Fantasmas Negros crecía, los ataques continuaron. Un par de montañeros —ladrones con escalo— se dieron una costalada enorme cuando alguien cortó la cuerda con la que pretendían acceder al palacete de un noble. Un grupo que hacía un agujero en la pared de un almacén afirmó que una sombra oscura había saltado desde el tejado, dispersándolos. Y así una y otra vez, en el transcurso de aquellas dos semanas. Tan sólo se libraban de aquella persecución los cortabolsas y limosneros, que ejercían su oficio a la luz del día. Pero incluso ellos ponían mala cara a Monipodio cuando caía la noche y se les llamaba a capítulo en la Corte.

Hoy, por ser viernes, toca satisfacer los diezmos al Rey de los Ladrones, pero la Bermeja, la vieja bruja gitana que ejerce de ama de llaves de Monipodio, susurra discretamente a los interesados que los diezmos quedan cancelados temporalmente. Más de uno suspira visiblemente aliviado, mientras que otros maldicen para sus adentros. Aunque todos habían sacado dinero de donde pudieron para cumplir con su obligación, muchos veían en el diezmo una oportunidad para recordarle al Rey su obligación de protegerles. Pero el jefe de los hampones sabía que era cuestión de tiempo que alguien se pusiera en pie y dijera que el diezmo de nada es nada, así que canceló los pagos en un intento desesperado de ganar tiempo y discurrir una solución, mientras su poder se ve mermado a cada instante por un enemigo que no puede ver y que puede atacarle por cualquier lado. Si el Rey fuera un hombre con sentido de la ironía, podría apreciar cómo sienta recibir tu propia medicina.

Inmóvil en su trono, Monipodio siente como una mancha las miradas turbias que le dirigen de soslayo. Aunque aún nadie se ha atrevido a mirarle directamente, sabe que antes o después habrá alguien lo bastante desesperado o lo bastante loco como para sacar la espada y desafiarle. Al primero lo matará, y también al segundo. Pero ¿qué pasará si son más? ¿Y si son sus propios guardaespaldas quienes se vuelven contra él? No era que le fuese a faltar efectivo para pagarles —muchos se sorprenderían si descubriesen la cantidad que esconde el enorme baúl que guarda Monipodio junto a su cama—, pero para los bravos y matones a sueldo no todo es una cuestión de cifras. Orgullosos e imbuidos de un código de honor complejo, la actitud que estaba teniendo su jefe en los últimos tiempos rozaba lo intolerable. No falta quien les recuerde que los Fantasmas a quien buscan es a Monipodio.

—He echado las cartas, mi señor, y los hados son claros. Debéis tenderles una trampa a quienes os acosan —le dice la Bermeja, con la boca desdentada junto a su oído. El aliento cálido y pastoso de la vieja le provoca escalofríos a Monipodio, pero la sabiduría de las palabras se abre paso en su turbado entendimiento.

Una trampa. Un señuelo como el que se emplea contra las alimañas que corretean por las paredes. «Eso es exactamente lo que necesito», piensa Monipodio, mientras analiza todo lo que sabe de los Fantasmas, que no es mucho. Pero algo tiene claro, y es que guardará para sus adentros el plan que comienza a tomar forma en su cabeza, porque el conocimiento que poseen los intrusos de su organización —que los crédulos entienden sobrenatural— es demasiado extenso. «¿Estarán los traidores en este salón ahora mismo, sentados a mi mesa, bebiendo mi vino?»

Ni el Rey de los Ladrones ni sus súbditos —los que están esta noche en la Corte y los que se dirigen a cometer sus fechorías— podrían imaginar que la causa de sus pesadillas es un joven alto y delgado, que no hace mucho dejó de ser un niño. Un joven que se aleja de la botica que acaba de visitar, ignorante de los planes que se fraguan contra él, sorprendido de que la mujer a la creía odiar por haberle denunciado a los alguaciles recuerde su nombre. Un joven que camina ligero, sintiendo en el corazón un fuego que nunca antes había sentido, y preguntándose cómo podrá apagarlo.

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