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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (52 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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La Puños se interrumpió de repente, con la cara congestionada. Durante un momento se quedó absolutamente inmóvil, como si no pudiese precisar muy bien el origen del mal que la afligía.

Se llevó la mano a la barriga y miró a Clara con ojos suplicantes.

—Por favor... yo... necesito...

Clara le tendió el puñado de hojas y le señaló la puerta que daba al huerto.

—En la tierra, por favor. Las plantas os lo agradecerán.

La Puños caminó hacia la puerta, intentando no correr y haciendo visibles esfuerzos por mantener la compostura. Al regresar unos minutos más tarde, parecía otra persona distinta. Se había lavado la cara y quitado la mayor parte del maquillaje, aunque aún le quedaban churretes blancos cerca de las orejas y del nacimiento del pelo. Con ello le habían caído varios años encima. Clara calculó que llevaría bien mediada la treintena, pero seguía siendo hermosa.

—Espero que no te importe, he cogido un poco de agua del pozo para refrescarme —dijo mientras se sentaba de nuevo junto a Clara.

—Al contrario. Precisamente de eso quería hablaros. Veréis, es posible que la causa de vuestro problema no sea sólo la alimentación. Es más, me atrevería a decir que no es eso lo único que os ocurre. ¿Os duele la cabeza?

Clara le acercó un paño limpio, y la Puños terminó de secarse la cara y de limpiarse los restos de maquillaje, al tiempo que se tiraba del cabello hacia atrás para facilitarse la labor.

—A veces, sobre todo por las tardes. Pero eso debe de ser por tirarme todo el día trabajando. Hay días que ahí abajo parece el Arco de la Macarena, de toda la gente que pasa...

—Puede que haya otro motivo. ¿Tenéis dificultad para dormir?

—Mi alma, que en mi negocio no hay horarios. Si llegan cuatro borrachos a las cinco de la mañana, me toca levantarme y mirar para Granada. Rara es la noche en la que puedo dormir a pierna suelta.

—Me refiero a que si tenéis problemas para conciliar el sueño.

—Sí, últimamente me cuesta mucho. Y cada día estoy más cansada.

—Creo que tenéis un problema con los polvos que os ponéis en la cara y en el pecho. Están hechos con plomo, que es venenoso para vuestro cuerpo.

—¡Pero si mucha gente los usa, mi alma! —dijo la mujer, meneando incrédula la cabeza.

Clara se levantó y tomó un pequeño volumen de la estantería que había al fondo de la habitación. Aunque estaba escrito en latín y de él no existía traducción, Monardes le había leído páginas completas que hacían referencia a enfermedades poco conocidas. Clara se lo mostró a la Puños, esperando que ésta creyese en su palabra y no le obligase a leérselo, porque no quería poner de manifiesto su ignorancia del latín. Clara se sentía culpable por la manera vicaria en la que había adquirido sus conocimientos. Pensaba que había comprado demasiado barata la sabiduría que a Monardes le había costado tanto ganar.

—Este libro lo escribió un antiguo soldado romano que se convirtió en médico, hace muchos siglos. Cuenta cómo la gente se envenenaba con el plomo, y los primeros síntomas eran los mismos que tenéis. El albayalde lleva ese metal, y cuanto más os ponéis, más entra en vuestro cuerpo a través de la piel. Tenéis que dejar de emplearlo cuanto antes.

—Los dolores de cabeza no son para tanto.

—Pero la muerte sí lo es, Lucía. Si no me hacéis caso, eso es lo que os pasará.

La prostituta bajó la cabeza y se quedó pensativa. La joven vio como sus hombros se agitaban y comprendió que estaba llorando, y que apretaba los labios con fuerza para que Clara no se diese cuenta. Se levantó y le colocó una mano en la espalda para consolarla. Los sollozos entonces se derramaron, libres, durante varios minutos. Finalmente la Puños se puso en pie y le tomó la mano derecha entre las suyas.

—Gracias. Por usar mi nombre, por atenderme, por decir la verdad. No sabes lo que significa ser puta en Sevilla, mi alma. No tienes ni idea de lo que supone que te señalen en la plaza, o de que muchachos que no tienen edad para afeitarse te enseñen el rabo cuando pasas a su lado. Pero lo peor es lo que te haces a ti misma, mi alma. Lo que sientes cuando estás en el callejón y un rico caballero te mira como si fueras un trozo de carne, y acaba yéndose con otra que tiene diez años menos que tú. Y te maldices, y ya no sabes cómo sacarte las arrugas de la cara. Cuando ni los polvos ni los afeites son suficientes. Si ahora dejase de usar albayalde, no tardaría en morirme, pero de hambre, mi alma. Sobran crías de quince que parecen una estatua en el catre, pero tienen la carita lisa y el culo como una piedra.

Clara no contestó, pues no había nada que ella pudiese decir que paliase la implacable realidad que la Puños acababa de resumir. Se limitó a devolver el apretón hasta que una tenue sonrisa acabó abriéndose paso en el rostro de su paciente. «Mi primer paciente», se dijo la joven.

—Os prepararé unas infusiones de vulperia para el dolor de cabeza. Y más remedio como el que habéis tomado antes.

La Puños rodeó el mostrador y aguardó allí fuera, mientras Clara trasteaba entre los frascos y ponía los remedios en pequeños paquetes de papel. Cuando todo estuvo listo, la mujer sacó su bolsa y miró inquisitivamente a Clara.

—Serán veinte maravedíes por las hierbas.

—¿Y por vuestros consejos? —dijo la otra, alzando una ceja al escuchar la cifra.

—No puedo cobraros por eso. No soy médico.

—Yo no puedo pagar un médico, mi alma. Si fuese a un cura de los que presumen de sanar, me diría que lo que tengo es el pecado dentro del cuerpo. Un barbero me sangraría. Y si hubiese ido a otro boticario, ¿sabes qué habría pasado? Tal vez me hubiera dado una infusión como tú, pero no me habría pedido que me quedase a charlar con él. El remedio me habría hecho efecto en mitad de la calle.

La Puños hurgó en la bolsa y sacó un real de plata. Era casi el doble de lo que había pedido Clara.

—Esto es lo que cobro cada vez que me tumbo en el catre. Voto a tal que los clientes menguan, y que la mitad de este real se lo llevan los bravos que nos chulean. Pero que el diablo me lleve si lo que tú has hecho por mí no vale al menos tanto como esto —dijo poniendo la moneda sobre el mostrador con delicadeza.

Clara sonrió, agradecida. El gesto de aquella mujer era tan grande que le había dejado sin palabras. En aquel instante se le olvidaron de golpe los largos días de soledad y el miedo que había sentido al salir de la panadería el día anterior.

—Volvería a hacerlo las veces que hiciesen falta.

—No lo digas tan pronto. Nosotras somos muchas, y no hay día en que una de nosotras no tenga un ¡ay! —La mujer dudó un instante antes de continuar, como si tuviese miedo de la respuesta de Clara—. Me gustaría que pasases a vernos de vez en cuando. Es decir, no es un sitio agradable, pero por las mañanas no hay casi hombres y...

—Me encantaría, Lucía. Me gustaría mucho, de verdad. De hecho, lo necesito. Ya veis que los clientes no me sobran —dijo señalando a su alrededor.

—Pues ya vendré dentro de unos cuantos días para escoltarte hasta allí. No es lejos, pero no está bien que una pardilla como tú vaya sola al Compás. Y ahora te dejo, que ya es de noche y la Puños tiene muchas batallas que librar.

Se dirigió a la puerta, pero al llegar a ella dio un paso hacia atrás y se volvió hacia Clara. En la entrada había un hombre esperando.

—¿No decías que no tenías clientes? ¡Pues aquí tienes uno, y buen mozo! —dijo la mujer, haciéndole un guiño lascivo al nuevo visitante.

—Mi señora —dijo el hombre quitándose el sombrero con galantería.

—Pase luego por el Compás, señoría, y pregunte por la Puños. No se arrepentirá.

El hombre no respondió, sólo esperó a que la otra saliese antes de entrar. El crepúsculo había cubierto la calle, y Clara no podía verle el rostro. Sintió una punzada de inquietud. Buscó la vela y la palmatoria que guardaba debajo del mostrador, pues la botica estaba casi a oscuras.

—¿En qué puedo serviros? —dijo mientras trataba de encender la vela.

—Me serviré yo mismo —respondió el hombre, cerrando la puerta a su espalda.

Con paso firme caminó hasta el mostrador, apoyó una mano en él y lo salvó de un salto que a Clara le pareció imposible. Sus botas apenas levantaron una tenue nube de polvo sobre el suelo de tierra al aterrizar, con las rodillas flexionadas y una pose elegante que a la joven le recordó la de un animal salvaje. Por un instante se quedó tan admirada que se olvidó de sentir miedo. Al fin atinó a prender la vela. Con la palmatoria en una mano y el cuchillo que guardaba entre los tarros en la otra, se volvió para enfrentarse al intruso, temiendo que se echase encima de ella en cualquier momento.

Pero éste no hacía el menor caso a Clara, y miraba a su alrededor con aire desorientado.

—Maldita sea, todo está cambiado de lugar.

Se dio la vuelta y vio a la joven con el cuchillo en la mano.

—Ni un paso más u os saco las tripas.

—Debéis de estar de broma, ¿no?

Clara dio un grito y se lanzó contra el hombre con el cuchillo por delante, pero el intruso se limitó a hurtar el cuerpo y aferrarle el brazo con el que enarbolaba el arma, arrebatándosela.

—Esto no os hará falta —dijo. Se acercó hasta la librería de nogal que contenía los tratados médicos y colocó el puñal en la última estantería, lejos del alcance de Clara. Luego volvió junto a ella—. ¿Os importaría prestarme la vela?

—¿Para que podáis robar a gusto? Aquí no hay nada de valor.

—Estáis doblemente equivocada. No vengo a robar, sino a por algo que me pertenece. Y sí que tiene valor, al menos para mí. ¿Me prestaréis la vela o tendré que quitárosla como hice con el cortaplumas que llevabais antes?

Clara, enfurecida, levantó la palmatoria para atizar al intruso en la cabeza, cuando la luz de la llama arrancó un destello verdoso de los ojos del intruso. Unos ojos que Clara aún no había conseguido olvidar.

—¡Sois vos! ¡El chico del enano!

El intruso esbozó una mueca burlona.

—Vaya, así que no olvidáis a vuestras víctimas.

La joven apartó la vista, avergonzada. Lo que había ocurrido aquel día le había pesado en la conciencia durante mucho tiempo. Había seguido la orden de Monardes de buscar a la guardia, una orden dictada por el miedo del médico, de forma irreflexiva. Aquel muchacho no les había hecho nada malo. De hecho a ella incluso la había salvado meses atrás en la plaza del mercado, cuando ella había acusado de asesino al marqués de Aljarafe. La conciencia y el corazón de Clara le habían declarado inocente del delito por el que se lo llevó la guardia, pero su cerebro repetía machaconamente una excusa para atenuar el remordimiento que sentía.

Y el orgullo se la hizo decir en voz alta.

—Erais un ladrón que había entrado en casa de mi amo con un moribundo en brazos. Me limité a cumplir la ley —dijo intentando aparentar frialdad.

La sonrisa burlona del intruso tembló ligeramente, como un trapo agitado por un viento inesperado, pero enseguida volvió a su posición inicial.

—Vaya, qué rápido invocáis las leyes. ¿Os referís a las mismas que permiten a un amo matar a un esclavo que se fuga? No parecíais muy conforme con esas leyes el día que nos conocimos.

Clara, cogida en falta, buscó una réplica adecuada pero no consiguió dar con ella. Soltando un bufido de exasperación se apartó del intruso y fue hasta el laboratorio a buscar un candil. Cuando regresó, a la luz más potente de la lámpara de aceite, comprobó que el muchacho flacucho al que habían sacado a rastras de aquella casa se había convertido en un joven apuesto, de anchos hombros y manos de dedos largos y fuertes. Sus ropas eran de calidad, y llevaba una espada sencilla colgada al costado, que le levantaba ligeramente la capa por detrás.

«Lo único que no ha cambiado en él son esos ojos verdes», pensó Clara, intentando no mirarlos directamente.

—¿Me diréis ya qué es lo que queréis? Tengo un huerto que atender.

—Cuando los guardias me prendieron, yo tenía algo en la mano, el último regalo de mi maestro. Tuve miedo de que me lo quitaran, así que en medio del forcejeo me arrojé al suelo y lo escondí junto a la pata de la mesa que había antes aquí.

Clara asintió.

—Creo que sé lo que buscáis.

Fue hasta el mostrador y hurgó entre los enseres hasta dar con una bolsa de tela. Rebuscó en su interior y sacó un pequeño objeto, que le entregó al intruso. Éste lo acercó a la luz, y un torrente de emociones asomó por su rostro durante un instante, como una ventana que se hubiera abierto de pronto en una casa aparentemente vacía, dejando entrever la agitada vida de sus ocupantes.

Lo que sostenía el joven era una figurita de madera, pequeña e inacabada. El rostro, tallado con gran habilidad, aparentaba el de un niño, pero la barba y la expresión de los ojos sugerían alguien de mediana edad. Clara imaginó que esa talla representaba al enano que había muerto en aquella habitación, pero no estuvo segura hasta ese momento. Cuando Bartolo llegó, su rostro estaba cubierto de sangre y tan deformado por los golpes que era imposible hacerse una idea de cuál había sido su aspecto normal.

—Lo encontré el día que comencé con las reformas de la botica. No sabía que era vuestro —dijo Clara. Y sin embargo un inexplicable presentimiento le había hecho conservar aquel objeto extraño, en lugar de tirarlo o regalárselo a algún niño por la calle.

—Yo… gracias —dijo el intruso, levantando por fin la vista de la figura y clavando sus ojos en los de la joven boticaria. Clara sintió un hormigueo en el centro del pecho, y por un instante contuvo la respiración, mientras aguardaba las siguientes palabras que salieron de la boca del joven, que resultaron ser una decepción—. Vos… ¿vivís ahora aquí? Creía que erais esclava de Vargas.

—Lo sigo siendo, pero eso a vos no os incumbe —dijo ella, cortante. Esperaba algo distinto del intruso.

—Será mejor que me vaya —respondió el joven, espantado por la frialdad en la voz de ella. Se dirigió a la puerta, pero esta vez no dio un brinco por encima del mostrador, sino que lo rodeó. Clara lo lamentó. Hubiera dado cualquier cosa por ver cómo repetía el salto que había dado al entrar.

—Sí, será lo mejor. Y ni se os ocurra volver a aparecer por aquí, Sancho de Écija.

Sancho se detuvo en la puerta y se volvió hacia ella. La mueca burlona estaba de nuevo en su rostro cuando se tocó el ala del sombrero para saludarla.

—No se me ocurriría, Clara. Ni en un millón de años.

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