Los corceles se sentían seguros con sus arreos. Podían tolerar cualquier clase de abuso siempre que fuera dentro de los límites de su papel asignado. Lo que les aterrorizaba más que ninguna otra cosa era la intimidad, la perspectiva de que les retiraran del arnés y les llevaran a un dormitorio en el pueblo donde algún hombre o mujer solitario tal vez les hablara o jugara con ellos a sus anchas. Incluso la plataforma de castigo público era demasiado intima para ellos. Se estremecían al ver a los esclavos allí subidos y azotados con la pala para deleite de la multitud. Por eso suponía un tormento tan enorme que los muchachos y muchachas del pueblo jugaran con ellos. No obstante, no había nada que adorasen más que tirar de los vehículos de carreras el día de feria, cuando todo el pueblo los observaba. Habían «nacido» para aquello.
Yo también me adapté a este estado mental sin compartirlo por entero. Al fin y al cabo, podía decirse que yo adoraba también los otros castigos, aunque no los echaba de menos. Me sentía más feliz con el arnés y la embocadura que sin ellos, y si bien estos otros castigos de la vida en el castillo y en el pueblo tendían a aislar al esclavo, la existencia como corcel nos unía al grupo. Nos aumentábamos el placer y el dolor mutuos.
Me fui acostumbrando a todos los mozos de las cuadras, a sus joviales saludos y características reacciones. De hecho, ellos formaban parte de la camaradería incluso cuando nos azotaban con la pala o nos atormentaban. No era ningún secreto que les encantaba su trabajo.
Durante este tiempo, Tristán parecía tan contento como yo; se le notaba sobre todo en el patio de recreo. Pero las cosas eran más duras para él puesto que, por naturaleza, era más benévolo que yo.
No obstante, la verdadera prueba y el cambio real le llegaron cuando su antiguo amo, Nicolás, empezó a rondar por las cuadras.
Al principio, veíamos al cronista de la reina pasar ocasionalmente por el patio de vagonetas. Aunque durante nuestro viaje desde la sultanía yo no me había sentido muy interesado por él, empecé a percatarme de que era un joven aristocrático con bastante encanto. El pelo blanco le proporcionaba una distinción especial y siempre vestía de terciopelo como si fuera un noble. La expresión de su rostro provocaba terror entre los corceles, especialmente entre los que habían tirado de su carruaje.
Después de unas pocas semanas de tranquilas idas y venidas empezamos a verlo a diario en la entrada de las cuadras. Estaba allí por la mañana para observarnos cuando partíamos trotando y al anochecer cuando regresábamos. Aunque pretendía disimular mirando todo lo que sucedía a su alrededor, sus ojos se posaban sobre Tristán una y otra vez.
Finalmente, una tarde mandó llamar a Tristán para que tirara de un pequeño carrito del mercado, precisamente la clase de tarea que a mí me helaba el alma. Sentí miedo por Tristán. Nicolás caminaría a su lado y lo atormentaría. No soporté ver a mi amigo enjaezado y amarrado al carrito. El amo estaba muy cerca de él con una tralla larga y rígida en la mano, del tipo que deja profundas marcas en las piernas, y estudiaba a Tristán mientras le colocaban el bocado y lo preparaban para salir. Una vez listo, Nicolás le flageló los muslos con fuerza para que se pusiera en marcha.
« ¡Qué terrible para Tristán! —pensé—. Es demasiado tierno para estas cosas. Si tuviera una faceta cruel, como yo, sabría cómo manejar a ese canalla arrogante. Pero él no es así.»
No obstante, yo estaba al parecer bastante equivocado. No en cuanto a la falta de un rasgo perverso en Tristán, sino en que aquello fuera a resultar tan terrible para él.
Tristán no regresó a los establos hasta casi medianoche, y, después de que lo alimentaran y le aplicaran un masaje y aceites, me contó en susurros lo que había sucedido:
—Ya sabéis el miedo que tenía de su mal genio, de su decepción conmigo —explicó.
—Sí, continuad.
—Durante las primeras horas me azotó despiadadamente, por todo el mercado. Yo intenté permanecer indiferente, pensar sólo en ser un buen corcel y mantenerle a él dentro del esquema de las cosas, como una estrella en una constelación. No quería pensar en quién era en realidad. Pero no dejaba de recordar el tiempo en que fuimos amantes. Para el mediodía, yo volvía a sentirme agradecido simplemente por el hecho de estar cerca de él. ¡Qué sensación tan miserable! Y él no paraba de fustigarme, por muy bien que yo trotara, sin dirigirme una sola palabra.
—¿Y luego? —pregunté.
—Bien, a media tarde, después de haber descansado y bebido agua en un extremo del mercado, me ha conducido por la calzada principal hasta la puerta de su casa que, por supuesto, yo recordaba. La reconozco cada vez que paso ante ella. Cuando he visto que me estaba desatando de la carreta, me ha dado un vuelco el corazón. Me ha dejado la embocadura y los arreos puestos y me ha llevado a latigazos al interior de la casa y luego a su habitación.
Me pregunté si esto no estaría prohibido pero, ¿qué importaba? ¿Qué podía hacer un corcel cuando ocurrían cosas así?
—Bien, allí estaba la cama donde nos habíamos amado, en la habitación donde habíamos conversado. Me ha obligado a ponerme de cuclillas sobre el suelo, de cara al escritorio y entonces él se ha sentado al escritorio y se ha quedado mirándome mientras yo continuaba expectante. Podéis imaginaros cómo me sentía. Esta posición es la peor, permanecer en cuclillas. Tenía la verga increíblemente dura, aún llevaba puesto el arnés, tenía los brazos fuertemente atados a la espalda y llevaba la embocadura colocada con las riendas caídas sobre los hombros. ¡Y él ha cogido su maldita pluma para ponerse a escribir!
»"Soltad la embocadura —me ha dicho— y responded a mis preguntas tal como las contestasteis en aquella ocasión." He hecho lo que me ordenaba y luego él ha empezado a interrogarme sobre todos los aspectos de nuestra existencia: qué comíamos, qué cuidados recibíamos, cuáles eran las experiencias más difíciles. Yo he respondido con toda la calma posible a cada una de sus preguntas pero al final me he puesto a llorar. No podía controlarme. Él se ha limitado a escribir mis respuestas. Poco importaba que mi voz cambiara ni el esfuerzo que hacía, él continuaba escribiendo. He confesado que me gustaba la vida de corcel pero que la encontraba muy dura. He admitido que no tenía la misma fuerza que vos, Laurent. Le he dicho que vos erais mi ídolo en todo, que erais perfecto, pero yo seguía añorando un amo severo, un amo riguroso y amoroso. Lo he confesado todo, cosas que ni siquiera yo sabía que aún sentía.
Quise decirle, «Tristán, no teníais que haberle dicho eso. Podíais haber protegido vuestra alma, haberle provocado, insultado». Pero sabía que eso, esta línea de pensamiento, no iba a hacer ningún bien a Tristán.
Opté por callar y Tristán continuó con su relato.
—Entonces ha pasado algo realmente extraordinario — explicó—. Nicolás ha dejado la pluma. Durante un momento no ha dicho ni hecho nada, únicamente me ha indicado con un gesto que permaneciera en silencio. Luego se ha acercado, se ha arrodillado ante mí, me ha abrazado y se ha desmoronado por completo. Ha dicho que me amaba, que no había dejado de amarme en ningún momento y que todos estos meses han sido una agonía para él...
—Pobrecito —le susurré.
—Laurent, no bromeéis con esto. Es serio.
—Lo siento, Tristán, continuad.
—Me ha besado y me ha abrazado. Luego ha dicho que cuando escapamos de la sultanía me había fallado. Ha reconocido que tenía que haberme azotado por la confusión que yo sufría, por no querer que me rescataran, y que su obligación hubiera sido aconsejarme para salir del trance.
—Lástima que se haya dado cuenta tan tarde.
—Ahora quiere remediarlo. No les permiten quitarnos el arnés, la multa es muy severa y tiene que respetar la ley; pero eso no nos impedía hacer el amor, ha dicho. Y lo hemos hecho. Nos hemos echado juntos en el suelo, como hicimos vos y yo en el dormitorio del sultán, y he tomado su verga en mi boca mientras él tomaba la mía. Laurent, nunca he sentido tanto placer. Vuelve a ser mi amante secreto, mi amo secreto.
—¿Qué ha sucedido después?
—Me ha sacado otra vez a la calle, pero desde ese momento no ha retirado su mano de mi hombro. Cada vez que me azotaba, yo sabía que le producía placer. Todo quedaba realzado. Me he sentido exaltado de nuevo. Más tarde, en el bosque próximo a su casa de campo, hemos hecho el amor una segunda vez, y antes de que volviera a ponerme la embocadura entre los dientes la ha besado amorosamente. Me ha dicho que había que mantener en secreto todo esto, que las normas que rigen la vida de los corceles son sumamente estrictas.
—Mañana nos colocarán al frente de su tiro cuando vaya al campo. Nos amarrarán a su carruaje casi cada día, y él y yo disfrutaremos de nuestros momentos privados cuando se nos presente la ocasión.
—Me alegro por vos, Tristán —dije.
—Pero va a ser un suplicio esperar las oportunidades de estar con él. Sí, es emocionante, ¿no creéis?, no saber nunca cuándo puede surgir el momento...
Después de eso nunca volví a preocuparme por Tristán. Si alguien más estaba al corriente de su amor revivificado por Nicolás, no debía de importarle. Cuando el capitán de la guardia se acercaba por los establos a hablar conmigo, no mencionaba el asunto y trataba a Tristán con el mismo afecto que antes. Nos contó que a Lexius le habían sacado casi inmediatamente de las cocinas del castillo y que estaba sirviendo a la reina en el sendero para caballos. La feroz lady Juliana también se había aficionado a él y echaba una mano en su formación. Se estaba convirtiendo en un esclavo perfecto.
«Así que ya no tengo que preocuparme ni por Lexius ni por Tristán», pensé.
No obstante, todo esto me hizo pensar otra vez en el amor. ¿Había amado yo a alguno de mis amos? ¿O sólo me inspiraban amor mis esclavos? Era indiscutible que había sentido un amor alarmante por Lexius la vez que lo azoté en su alcoba. Actualmente sentía amor, un amor profundo, por Jerard. De hecho, cuanto más golpeaba a Jerard, más lo amaba. Tal vez, en mi caso siempre sería así. Los momentos en que mi alma se rendía, en los que todo se integraba en un patrón general, era cuando yo estaba al mando.
Sin embargo, todo esto presentaba una extraña contradicción que me inquietaba. Se trataba de Gareth, mi apuesto mozo de cuadra y amo. A medida que transcurrían los meses, había llegado a amarlo demasiado.
Cada noche, él pasaba un rato en nuestro establo, me pellizcaba las erupciones de la piel, las arañaba con las uñas mientras hacía cumplidos sobre mi aprendizaje o lo bien que lo había hecho aquel día, o bien me transmitía los elogios de algún lugareño magnánimo.
Si Gareth pensaba que no nos habían azotado lo suficiente a Tristán y a mí a lo largo del día, y esto era algo habitual cuando no éramos la última pareja de corceles de un tiro, nos mandaba salir marchando al patio de adiestramiento, un lugar espacioso situado al otro extremo del establo y de los demás patios. Una vez allí nos flagelaba a los dos, junto a los corceles que también habían sido desatendidos, hasta que quedábamos bien escocidos después de correr ante él en un pequeño círculo.
Gareth se ocupaba personalmente de todos los pormenores del cuidado de nosotros dos. Nos restregaba los dientes, nos afeitaba la cara, lavaba y peinaba nuestro pelo, nos cortaba las uñas, arreglaba nuestro vello púbico y le aplicaba aceites. También nos masajeaba los pezones con ungüentos para aliviarlos después del pellizco de las abrazaderas.
La primera vez que tuvimos que participar en las carreras del día de feria, Gareth fue el encargado de tranquilizarnos ante los aullidos y vítores de la muchedumbre. Se ocupó también de engancharnos a los carros de competición de los que teníamos que tirar y de repetirnos que debíamos sentirnos orgullosos mientras luchábamos por alcanzar el triunfo.
Él siempre estaba cerca.
En aquellas raras ocasiones en las que tenían que usar con nosotros alguna nueva clase de arreos o guarniciones, era él mismo quien nos los colocaba y nos lo explicaba.
Por ejemplo, cuando ya llevábamos en los establos unos cuatro meses, nos colocaron unos altos collares muy parecidos a los que habíamos llevado brevemente en el jardín del sultán. Eran muy rígidos, para mantener los mentones en alto, e impedían que volviéramos la cabeza. A Gareth le gustaban mucho. Opinaba que añadían estilo y mejoraban la disciplina.
Según pasaba el tiempo, nos ponían estos collares cada vez con mayor frecuencia. Nos pasaban las riendas de las embocaduras a través de unos aros insertados a los lados y así podían tirar de la cabeza de un modo más eficaz. Al principio era más difícil hacer virajes con estos collares puesto que no podíamos volver la cabeza como estábamos acostumbrados, pero enseguida aprendimos a hacerlo, al estilo de los caballos de verdad.
En los calurosos días de sol deslumbrante nos sujetaban anteojeras que en parte protegían nuestros ojos, pero sólo nos permitían ver parcialmente lo que había ante nosotros. En cierta forma era un consuelo. No obstante, las anteojeras nos obligaban a correr a un ritmo más torpe e insistente, Ya que dependíamos por completo de las órdenes del cochero para guiarnos.
Las jornadas festivas o los días de feria nos sacaban con nuestros arneses de gala. El día del aniversario de la coronación de la reina, adornaron las guarniciones de todos los corceles con hebillas de fantasía, pesados medallones de bronce y campanas discordantes, que añadían un gran peso y hacían que fuéramos conscientes de nuestra servidumbre de una manera diferente, como si a estas alturas todavía nos hiciera falta.
Pero, en esencia, las guarniciones eran todas muy parecidas y el menor cambio podía servir como castigo. Si yo mostraba la más mínima pereza o enfurruñamiento con Gareth, me obligaba a llevar una embocadura más larga y más gruesa que me desfiguraba la boca y me hacía padecer miserablemente. Además, como mínimo dos veces a la semana, nos ponían falos de un grosor y largura inusuales que nos recordaban la suerte que teníamos al llevar los falos pequeños los demás días.
Otro recurso frecuente era cubrir la cabeza de los corceles más asustadizos e inquietos con una capucha de cuero y taponarles las orejas con algodón. Únicamente les dejaban la nariz y la boca al descubierto, para poder respirar, y asi trotaban en silencio, y en la más completa oscuridad. Al parecer era un excelente correctivo.
Sin embargo, cuando me sometieron a este castigo me pareció completamente desmoralizante. No paré de llorar en todo el día, aterrorizado al sentirme incapaz de oír o ver, y no podía evitar gemir cada vez que me tocaba una mano. En mi ciego aislamiento, creo que era más consciente que nunca de mi propia apariencia.