—No puedo, Bella. Ya es de día. Si miráis por la ventana veréis a los hombres de vuestro padre que os esperan en el muelle. Sed valiente, amor mío. En menos de nada os habréis casado y olvidaréis...
—¡Oh, no me digáis eso!
Laurent parecía triste, sinceramente apenado. El príncipe se apartó el pelo castaño de los ojos y varias lágrimas cayeron silenciosamente por sus mejillas.
—Mi querida Bella —dijo Laurent—, creedme, os comprendo.
El corazón le dio un vuelco al ver que Laurent se arrodillaba y le besaba la pantufla.
—¡Laurent! —le susurró, desesperada.
Pero, al instante, él ya había desaparecido dejando la puerta del camarote abierta para que ella saliera.
Bella se volvió y contempló la habitación vacía. Luego vio la escalera que conducía a la luz del sol.
Se recogió las voluminosas faldas de terciopelo y subió por la escalerilla con los ojos arrasados en lágrimas.
Laurent:
Me quedé mirando durante un largo rato a través de la pequeña ventana del camarote, mientras la princesa Bella se alejaba a caballo con los hombres de su padre. Ascendieron por la colina y luego se adentraron en el bosque. Sentí una punzada en mi corazón a pesar de no comprender del todo el motivo. Había visto liberar a muchos esclavos. La mayoría de ellos habían derramado lágrimas, igual que Bella, pero ella era diferente a todos los demás. Había brillado con tal esplendor durante su servidumbre que para mí su fulgor rivalizaba con el sol. Pero entonces la apartaban de nosotros con aquella brutalidad. ¿Cómo era posible que no dejara una cicatriz en su sensible e indómita alma?
Agradecí no disponer de tiempo para considerar los últimos acontecimientos. El viaje había concluido y Tristán, Lexius y yo nos enfrentábamos en esos momentos a lo peor.
Estábamos a tan sólo unas pocas millas del temido pueblo y del gran castillo. Mi amistoso camarada a bordo del barco, el capitán de la guardia, volvía a ser una vez más el comandante de los soldados de su majestad. Estábamos a sus órdenes.
Aquí incluso el cielo parecía diferente, más nefasto. Vi los oscuros bosques amenazadores, sentí la proximidad grave, vibrante de las antiguas costumbres que habían hecho de mí un esclavo amante de la sumisión y la autoridad.
Bella y sus escoltas se habían perdido de vista. Oí pisadas en la escalerilla que descendía al camarote desde el que había contemplado la marcha de la princesa sin ser observado, a través de las portillas. Me preparé para lo que tenía que suceder.
No obstante, por lo visto aún no estaba preparado para la forma fría y autoritaria con la que el capitán de la guardia se dirigió a nosotros en cuanto abrió la puerta y ordenó a sus soldados que nos ataran para ser trasladados al castillo y recibir allí la sentencia personal de la reina.
Nadie se atrevió a hacer ninguna pregunta. Nicolás, el cronista de la reina, ya había bajado a tierra sin tan siquiera dirigir una mirada de despedida a Tristán. El capitán era entonces nuestro señor y sus soldados se dispusieron a cumplir sus órdenes inmediatamente.
Nos obligaron a echarnos boca abajo y a continuación tiraron de nuestros brazos hacia atrás. Nos doblaron las piernas por las rodillas para atarnos fuertemente las muñecas a nuestros tobillos, con un firme lazo que ligó al mismo tiempo nuestras cuatro extremidades. Aquí no había grilletes dorados ni enjoyados, sino que utilizaron toscas tiras de cuero sin curtir que servían de sobra para atarnos de pies y manos y dejaban nuestros cuerpos ligeramente curvados por el amarre. Luego nos amordazaron pasaron sobre nuestros labios abiertos un largo cinto de cuero, cuyos dos extremos extendieron luego hasta el nudo que ligaba nuestros tobillos y muñecas, y lo aseguraron también allí. El cinto nos mantenía la boca abierta a la vez que tapada y levantaba nuestras cabezas del suelo obligándonos a mirar al frente.
En cuanto a nuestras vergas, las dejaron sueltas y duras para que pendieran ante nosotros.
Nos levantaron, primero los soldados que nos llevaron hasta el muelle y luego nos colgaron a cada uno de una pértiga larga y lisa que pasaron bajo nuestras muñecas y tobillos amarrados, con un soldado en cada extremo para transportarnos.
El sistema parecía más apropiado para unos cautivos fugitivos que para esclavos rescatados del palacio del sultán, pensé, confundido por tanta rudeza. Pero luego caí en la cuenta, mientras nos llevaban colina arriba en dirección al pueblo, que en realidad éramos rebeldes. Nos habíamos resistido al rescate y ahora debíamos rendir cuentas por ello.
Se me hizo patente de golpe que habíamos dejado atrás definitivamente toda la apacible elegancia de la sultanía. Nos enfrentábamos al más brutal de los castigos.
Las campanas del pueblo repicaban, al parecer en honor de los hombres que habían conseguido traernos de vuelta. Mientras me transportaban entre sacudidas y balanceos, suspendido de la pértiga, descubrí aún a lo lejos la muchedumbre que se apiñaba en las altas murallas.
El soldado que caminaba delante de mí de vez en cuando echaba ojeadas hacia atrás. Al parecer, le gustaba ver el espectáculo de un esclavo amarrado y colgado de la pértiga. Yo no podía ver ni a Lexius ni a Tristán ya que los llevaban detrás de mí. Pero me preguntaba si sentirían el mismo miedo que me embargaba en esos momentos; Un nuevo terror para mí. Cuánto más cruel iba a resultar todo aquello después del refinamiento que habíamos conocido tan brevemente. Volvíamos a ser príncipes, Tristán y yo. Se había acabado el dulce anonimato del que tanto habíamos disfrutado en el palacio del sultán.
Naturalmente, sobre todo sufría por Lexius. Pero siempre cabía la esperanza de que la reina le enviara de regreso a la sultanía, o que lo mantuviera en el castillo. En cualquier caso, yo lo perdería de todos modos. No volvería a palpar aquella piel sedosa. Pero estaba preparado para ello.
La ignominiosa procesión entró en el pueblo como yo temía que iba a suceder. Por las puertas meridionales salieron a nuestro encuentro multitudes de lugareños, gente ordinaria que se apretujaba y se empujaba para poder mirarnos más de cerca. El lento doblar del tambor nos precedía también en esta ocasión mientras nos transportaban por las estrechas y sinuosas calles en dirección al mercado del pueblo.
Debajo veía los familiares adoquines, los altos gabletes, el basto calzado de cuero de la gente que se amontonaba a lo largo de los muros riéndose, señalándonos y disfrutando de la visión bastante inusual de unos esclavos atados como piezas de caza al espetón, mientras la comitiva avanzaba lentamente.
El ancho cinto de cuero me oprimía la dentadura pero dejaba espacio suficiente para que pasara el aire, aunque sabía que con cada profunda aspiración mi pecho se agitaba de un modo más perceptible. Pese a mi visión borrosa, devolvía la mirada a los que me observaban y en sus rostros descubría la misma superioridad predecible que no había podido ver con suficiente claridad cuando era el fugitivo capturado y montado en la cruz de castigo.
Cuán extraño era todo aquello. Estábamos en casa y aun así todo parecía absolutamente nuevo. Las variaciones descubiertas en el palacio del sultán habían conferido un destello inquietante al pueblo. Mi mente seguía con detalle cada paso que daban los soldados, aunque el jardín del sultán invadía vertiginosamente mi visión con imágenes extrañas y cálidas.
A su debido tiempo, nos llevaron a través del mercado y luego volvimos a salir por la puerta norte del pueblo. Las altas y puntiagudas torres del castillo aparecieron amenazantes sobre nosotros. Los gritos de los lugareños no tardaron en quedar atrás mientras continuamos colina arriba, marchando a un ritmo bastante brioso bajo el cálido sol matinal. Más adelante, los estandartes del castillo oscilaban movidos por la brisa como si quisieran darnos la bienvenida.
Por un instante recuperé un poco la calma. Al fin y al cabo, sabía qué era lo podía esperar, ¿o no?
Sin embargo, en cuanto atravesamos el puente levadizo mi corazón se desbocó otra vez. Los soldados estaban formados a ambos lados del patio para saludar al capitán de la guardia. Las puertas del castillo estaban abiertas. Todos los pertrechos del poder de la reina nos rodeaban.
Allí estaban los nobles y damas de la corte, con todas las galas reales a las que estábamos acostumbrados, que habían salido a ver cómo nos traían. Sentí el sarcasmo de voces familiares, avisté rostros conocidos. Noté un nudo en mi garganta al oír el idioma conocido y las risas. De nuevo aparecía ante mí todo el ambiente de la corte: damas y señores aburridos nos inspeccionaban por el rabillo del ojo, hombres y mujeres que nos encontrarían totalmente encantadores de no ser por la desgracia que nos deshonraba. Dentro de una hora volverían a estar ocupados en sus tareas habituales.
La procesión avanzó hasta entrar en el gran salón. Maldije la correa que sostenía mi boca abierta y mi cabeza levantada. Deseé poder bajar la cabeza pero era imposible. No podía estirarme para mirar hacia abajo. Vi la corte reunida en toda su gloria: pesados vestidos de terciopelo con largas mangas colgantes con formas puntiagudas, nobles vestidos con espléndidos coletos, el mismísimo trono y sobre él su majestad, ya sentada, con las manos apoyadas en los brazos del sillón, los hombros cubiertos por un manto ribeteado de armiño, el largo pelo negro rizándose como serpientes bajo el blanco velo, y su rostro duro como la porcelana.
Nos dejaron sin decir una palabra sobre el suelo de piedra, a los pies de su majestad. Después de retirar las pértigas, los soldados retrocedieron hasta dejarnos solos: tres esclavos atados, apoyados sobre nuestros pechos, con las cabezas levantadas, a la espera de que nuestra sentencia fuese dictada.
—Veo que todo ha ido bien. Habéis cumplido la misión — dijo la reina dirigiéndose obviamente al capitán de la guardia.
No me atreví a alzar la vista para mirarla pero no pude evitar echar una ojeada a izquierda y derecha y, con repentina conmoción descubrí a lady Elvira, de pie cerca del trono, que me observaba fijamente. Como siempre, su belleza, parte integrante de su frialdad, me atemorizó. Mientras observaba su figura de porte sereno dentro del ajustado vestido de terciopelo color melocotón, tuve una peculiar percepción de su vida fastuosa e inalterada, una vida de la que a mí me habían excluido. Sentí que mi corazón latía en mi garganta. Gemí sin pretenderlo. Con la fría piedra del suelo oprimiendo mi vientre y mi pene, sentí que se avivaba en mí aquella conocida vergüenza, igual que sucedió después de mi fuga. Ya no estaba en disposición de besar las pantuflas de mi señora ni de ser su juguete para el jardín.
—Sí, majestad —respondía el capitán de la guardia—. La princesa Bella ha sido enviada a su reino con las compensaciones adecuadas, tal como decretasteis. En este momento su destacamento ya habrá cruzado la frontera.
—Bien —dijo la reina.
Yo sabía en el fondo que el tono de su majestad divertía probablemente a muchos de los presentes en el salón. La reina siempre había tenido celos del amor que sentía el príncipe de la Corona por la princesa Bella. Princesa Bella... ah, cuánta confusión. ¿De verdad se lamentaba de no encontrarse atada aquí junto a nosotros, de no estar desnuda e indefensa ante la despreciativa corte de hombres y mujeres que algún día serían sus iguales?
El capitán continuó hablando. Lentamente, retomé el hilo de la conversación:
... todos ellos mostraron una ingratitud brutal, suplicaron que les permitiéramos permanecer en tierras del sultán, se mostraron furibundos por el rescate.
—¡Qué impertinencia! —dijo la reina al tiempo que se levantaba del trono—. Pagarán caro por ello. Pero, éste, el de pelo oscuro que llora tan lastimosamente, ¿quién es?
—Lexius, el jefe de los mayordomos del sultán —respondió el capitán—. Fue Laurent quien lo desnudó y obligó a venir con nosotros, aunque también es cierto que el hombre podría haberse salvado. Escogió venir con nosotros y entregarse a la voluntad de su majestad.
—Muy interesante, capitán —sonrió la reina. La vi descender varios peldaños del estrado. Por el rabillo del ojo observé su figura que se dirigía hacia Lexius, que estaba atado en el suelo, justo a mi derecha. Su majestad se inclinó para tocarle el pelo.
¿Qué pensaría Lexius de todo esto? El vulgar edificio de piedra, el salón sin adornos, esta poderosa mujer, tan diferente de las delicadas bellezas del harén del sultán. Oí los gemidos de Lexius, y percibí el movimiento que provocaba en él su forcejeo. ¿Suplicaba para que lo liberaran o para servir?
—Desatadlo —ordenó la reina—. Ya veremos de qué madera está hecho.
Rápidamente, cortaron las ataduras de cuero. Lexius juntó las rodillas bajo su cuerpo y apretó la frente contra el suelo. Cuando aún estábamos a bordo del barco, yo le había explicado las diversas maneras en que podía mostrar aquí su respeto, muy parecidas a las que nosotros habíamos empleado en su tierra. Sentí un siniestro orgullo al verle arrastrarse hacia delante y pegar los labios a las pantuflas de la reina.
—Su actitud es muy agradable, capitán —comentó la reina. Levantad la cabeza, Lexius. —Él obedeció—. Ahora, decidme que únicamente deseáis servirme.
—Sí, majestad. —Su voz surgió suave y resonante como siempre—. Os ruego que me permitáis serviros.
—Soy yo quien escoge a los esclavos, Lexius —replicó ella— y no ellos quienes eligen venir a mí. Yo decidiré si podéis ser de alguna utilidad. El primer paso será despojaros de esa vanidad, esa delicadeza y dignidad que os inculcan en vuestra tierra natal.
—Sí majestad —respondió él con tono angustiado.
—Bajadlo a las cocinas. Servirá allí como hacen los esclavos castigados, de juguete para los sirvientes, rascando de rodillas cazuelas y sartenes, sufriendo sus exigencias y caprichos. Que pase allí dos semanas, luego bañadlo bien y ungidlo con aceites para traerlo a mi alcoba.
Solté un grito sofocado desde detrás de la mordaza. Aquello sería un calvario para Lexius. Los esclavos de la cocina se reirían de él, lo punzarían con las cucharas de madera, lo azotarían con las palas sin motivo alguno, lo embadurnarían de grasa para cocinar antes de llevarlo a latigazos de un lado a otro de la cocina, sin otra razón que pasar una tarde de diversión. Toda aquella experiencia serviría exactamente para lo que la reina pretendía: convertirlo en un esclavo espléndido. Al fin y al cabo, todos sabíamos que así había entrenado a su propio esclavo, Alexi, un sirviente incomparable.