Sacudí la cabeza.
—Pues, de nuevo, en realidad no hay ninguna ironía —me reí tranquilamente. Tristán y yo intercambiamos rápidas miradas.
—Ahora deberíamos descansar para los juegos, ¿no creéis, señor? —preguntó Tristán.
—Sí —contestó Lexius y se incorporó. Nos besó otra vez a los dos—. Agradad al sultán e intentad no ser muy crueles conmigo —se levantó, se puso la túnica y se abrochó el fajín alrededor de la prenda.
Yo le acerqué las pantuflas y se las puso. Se quedó de pie esperando a que yo acabara y luego me pasó el peine. Le peiné el cabello desplazándome a su alrededor mientras lo hacía. La idea de poseerle, de ser su señor, se transmutó en un orgullo sobrecogedor.
—Sois mío —le susurré.
—Sí, eso es verdad —dijo—. Y ahora, tanto a vos como a Tristán os atarán a las cruces del jardín para dormir.
Di un respingo. Debí de sonrojarme. Tristán se limitó a sonreír y bajó la mirada con rubor.
—Pero no os preocupéis por la luz del sol —dijo Lexius—. La venda os protegerá de él. Podréis escuchar el canto de los pájaros en paz.
La consternación pareció disolverse momentáneamente.
—¿Es ésta vuestra venganza? —pregunté.
—No —dijo sin más, mirándome—. Es una orden del sultán y debe de estar a punto de despertarse. Puede salir al jardín en cualquier momento.
—Entonces os puedo confesar la verdad —dije pese al nudo que tenía en la garganta—. ¡Esas cruces me encantan!
—¿Entonces por qué me provocasteis ayer cuando intenté subiros a una de ellas? Creí que hubierais sido capaz de hacer cualquier cosa para evitarla.
Me encogí de hombros.
—Entonces no estaba cansado. Ahora sí lo estoy. Las cruces son buenas para descansar.
Sin embargo, mi rostro continuaba sonrojándose de un modo intolerable.
—Os hace estremeceros de miedo, y lo sabéis —replicó. Su voz sonó gélida entonces, llena de mando. Todos los temblores y el apocamiento habían desaparecido.
—Cierto —respondí. Le devolví el peine—. Supongo que es por eso por lo que me encanta.
Cuando nos aproximábamos a la puerta del jardín, sentí que el valor me empezaba a flaquear. La rápida transformación de señor en esclavo me aturdió y me llenó de un extraño, nuevo y persistente dolor que no podía definir con claridad ni asimilar en mi interior. Mientras avanzábamos a cuatro patas por el pasillo, sentí una profunda vulnerabilidad, una necesidad abrumadora de pegarme a Lexius, de buscar cobijo entre sus brazos, aunque sólo fuera por un momento.
No obstante, hubiera sido una locura pedir algo así. Él volvía a ser el amo y señor y, pese a la confusión que asolaba su alma, se había cerrado otra vez a mí. Sin embargo, continuaba arrastrando los pies con aquellos peculiares andares suyos tan donairosos.
Cuando llegamos a la arcada, se detuvo y sus ojos se desplazaron por el pequeño vergel de árboles y flores, mirando a los esclavos que estaban amarrados a las cruces tal como nosotros íbamos a estar dentro de muy poco.
«En cualquier instante —pensé— llamará a los criados y lo harán.»
Pero Lexius seguía inmóvil, sin hacer nada más que mirar. Entonces me percaté de que tanto él como Tristán miraban en dirección al sendero, por donde cuatro señores con pesadas túnicas se acercaban rápidamente, ataviados con tocados de lino blanco cubriéndoles el rostro como si se encontraran a la intemperie bajo la arena movida por el viento en vez de en este jardín resguardado del palacio.
Su aspecto era idéntico al de otros cientos de nobles como ellos, o eso parecía, a excepción del hecho de que transportaban con ellos dos alfombras enrolladas, como si en verdad se encaminaran a un campamento del desierto.
—Qué extraño —pensé—. ¿Por qué no ordenarán a los sirvientes que les lleven las alfombras?
Siguieron acercándose hasta que de repente Tristán exclamó «¡No!» con tal fuerza que Lexius y yo nos sobresaltamos.
—¿Qué pasa? —quiso saber Lexius.
Pero entonces todos lo comprendimos. Nos obligaron a retroceder hasta el pasillo, donde nos rodearon por completo.
Casi se había hecho de día. Bella sintió el aire fresco que llegaba a través del enrejado de la ventana antes incluso de ver la luz del sol. Lo que la espabiló fue el sonido de alguien que llamaba a la puerta.
Inanna estaba aún entre sus brazos y la llamada, que no recibía respuesta, no cesaba. Bella se sentó en la cama, se quedó mirando las puertas cerradas con pestillo y contuvo la respiración hasta que dejaron de llamar. Entonces despertó a Inanna.
La mujer se asustó. Miró a su alrededor llena de confusión, parpadeando molesta por los primeros rayos de sol de la mañana. Luego miró fijamente a Bella y su preocupación se transformó en miedo.
Bella no estaba preparada para este momento. Sabía qué tenía que hacer: salir a escondidas del dormitorio de Inanna y regresar como pudiera hasta donde estaban los criados sin meter en ningún lío a Inanna. Luchando contra el deseo de abrazar y besar a Inanna, bajó de la cama, se acercó a la puerta y escuchó. Luego se volvió hacia la mujer, hizo un gesto de despedida y le lanzó un beso. Inanna estalló al instante en lágrimas silenciosas.
Luego cruzó a toda prisa la estancia y se arrojó en los brazos de Bella. Durante un largo momento, se besaron una vez más, con los besos largos y lascivos que a la princesa tanto le gustaban. El tierno y cálido sexo de Inanna se apretujó contra las piernas de Bella y sus pechos temblaron en contacto con el cuerpo de la muchacha. Luego inclinó la cabeza para ocultar el rostro bajo su pelo caído y Bella le levantó la barbilla para volver a abrirle la boca y beber toda su dulzura. Rodeada por los brazos de Bella, la mujer era como un pajarillo en una jaula. Las lágrimas resaltaban sus ojos violetas y sus labios húmedos quedaban primorosamente enrojecidos por el llanto.
—Preciosa y tierna criatura —susurró Bella sintiendo los brazos rollizos de Inanna. Presionó con el pulgar la barbilla redondeada de la mujer, temblorosa a causa de sus anhelos. Pero no había tiempo para juegos amorosos.
Bella gesticuló para indicarle a Inanna que permaneciera en silencio y se quedara quieta mientras ella volvía a escuchar a través de la puerta.
El rostro de la sultana mostraba toda su aflicción. De repente pareció frenética. Sin duda se culpaba de lo que pudiera sucederle a Bella. Pero la princesa sonrió una vez más para tranquilizarla y le indicó que permaneciera donde estaba. Luego abrió la puerta y se escabulló al exterior, al pasillo.
Inanna, con los ojos inundados de lágrimas, salió cautelosamente tras ella y le señaló una puerta alejada, en dirección opuesta a la entrada por la que habían venido.
Cuando descorría el cerrojo, Bella lanzó un último vistazo hacia atrás y su corazón retrocedió hasta Inanna. Pensó en todas las cosas que le habían sucedido desde el momento en que despertaron sus pasiones, pero esta última noche parecía diferente a cualquier otra. Deseó poder decirle que no sería la última vez, que, de alguna manera, conseguirían estar juntas de nuevo, y le pareció que Inanna lo entendía. Bella detectó la determinación en los ojos de la mujer. En el futuro habría noches que emularían a ésta, fuera cual fuese el peligro. La idea de que aquel cuerpo incitante, con sus sensuales atributos, pertenecía a Bella de un modo que nadie más había disfrutado, enardeció absolutamente a Bella. Tenía muchas más cosas que enseñarle...
Inanna se llevó la mano a los labios y lanzó un beso apremiante a Bella y, cuando ésta le respondió afirmativamente con la cabeza, Inanna imitó su ademán.
Luego Bella abrió la puerta y echó a correr en silencio por el pequeño corredor vacío, dobló esquina tras esquina hasta que encontró la monumental puerta doble que casi seguro le abriría paso al corredor principal del palacio.
Hizo una pausa momentánea para recuperar el aliento. No sabía adónde ir, desconocía la manera de entregarse a los que con toda seguridad la estaban buscando. Pero era un alivio saber que no podrían interrogarla. Sólo Lexius podría hacerlo, y si no le mentía al instante y le decía que un noble bruto la había arrebatado del nicho, el castigo de Lexius podía ser tremendo.
La idea la sobrecogió, pero por otro lado la excito. No sabía si sería capaz de mentir, pero estaba convencida de que nunca traicionaría a Inanna. Nunca la habían castigado por una falta grave de verdad, jamás la habían interrogado por una desobediencia importante o secreta.
De repente se encontraba sumida en esta intriga >prodigiosa y en cuanto oyera la voz iracunda de Lexius, cuando él enloqueciera con su silencio, conocería torturas con las que nunca hubiera soñado.
No obstante, debía permanecer en silencio. La deshonra y el castigo era lo que se merecía. Y, desde luego, él nunca se atrevería a suponer que...
No importaba. Bella estaba preparada. En esos momentos, su objetivo era atravesar esas puertas y alejarse de ellas lo más rápido posible para que nadie pudiera imaginarse dónde había estado durante tan larga ausencia.
Salió temblorosa a aquel amplio vestíbulo de mármol iluminado por la luz de las antorchas, demasiado familiar para su gusto, con los esclavos silenciosos atados en sus nichos. Sin tan siquiera mirar a los lados, corrió hasta el mismísimo final del vestíbulo y entró en otro pasillo vacío.
Continuó corriendo sin parar. Sabía con toda certeza que los esclavos la veían, pero ¿quién iba a interrogarles sobre lo que habían visto? Debía alejarse todo lo posible de los aposentos de Inanna.
El silencio y el vacío del palacio a primera hora de la mañana eran sus aliados.
El terror no dejaba de aumentar. Dobló una esquina más pero entonces aminoró la marcha. Podía oír con toda nitidez los fuertes latidos de su corazón. Su desnudez le pareció más humillante que nunca al vislumbrar por primera vez las miradas de los que se encontraban a ambos lados del pasillo.
Inclinó la cabeza. Si al menos supiera adónde ir. Estaría dispuesta a arrojarse de inmediato a merced de los criados. Seguro que comprenderían que ella sola no habría podido liberarse de las envolturas.
Alguien lo había hecho en su lugar. ¿Cómo no iban a asumir lo obvio: que había sido un bruto varón quien se la había llevado con él? ¿Quién iba a sospechar en algún momento de Inanna?
Vaya, si al menos se topara con los criados, todo estaría resuelto. Temía vislumbrar la ira en sus jóvenes rostros pero, si tenía que pasar, mejor que sucediera cuanto antes. No importaba lo que le hiciera Lexius, ella mantendría su silencio.
Todos estos pensamientos rondaban por su cabeza, pero su cuerpo le recordaba constantemente la calidez de Inanna y sus abrazos. De repente, descubrió a varios nobles que habían aparecido al final del pasillo que se prolongaba ante ella.
El peor de sus temores, que otros la descubrieran antes que los criados, se volvía realidad. Cuando vio que los hombres se detenían por un instante y luego avanzaban decidida y rápidamente hacia ella, el pánico la invadió. Se volvió y corrió todo lo deprisa que pudo por temor a un encuentro humillante, aferrándose a la esperanza de que los criados aparecerían para restaurar el orden.
Pero para horror suyo, los hombres se lanzaron con un estruendo sordo en su persecución.
«Pero ¿por qué? —pensó desesperada— ¿Por qué no mandan llamar sencillamente a los criados? ¿Por qué son ellos mismos los que me persiguen?»
Casi gritó en el momento de sentirse agarrada, rodeada de súbito por las túnicas de los hombres, mientras arrojaban una pesada tela sobre ella. La envolvieron con la tela como si se tratara de una mortaja y, para su horror, la levantaron y la lanzaron sobre un fuerte hombro.
—Pero ¿qué sucede? —gritó, con lo cual únicamente consiguió que acallaran su voz apretando aún más la tela.
Con toda seguridad, ésta no era la manera de aprehender a los esclavos fugitivos. Algo raro pasaba, algo no iba bien.
Cuando se percató de que los hombres continuaban corriendo con su cuerpo rebotando indefenso sobre el hombro de su capturador, la princesa experimentó auténtico pánico, como el que había vivido la noche en que los soldados del sultán asaltaron el pueblo para llevarla a este reino. Era secuestrada igual que aquella noche. Bella pataleó, se resistió y chilló, pero sólo consiguió que apretaran más fuertemente la envoltura que la retenía irremediablemente.
En cuestión de momentos, estaban fuera del palacio. Oyó el crujir de pisadas sobre la arena, luego sobre piedras, reverberando como si estuvieran en una calle. A continuación, los ruidos inconfundibles de la ciudad a su alrededor. Le llegaron incluso aromas conocidos. ¡Lo que sucedía era que estaban atravesando el mercado!
Una vez más, aulló y forcejeó, pero sólo oyó sus propios gritos sofocados bajo la apretada envoltura. Vaya, probablemente, nadie se fijaría en estos hombres ataviados con túnicas que se abrían paso entre la multitud con un rollo de cualquier mercadería arrojado sobre el hombro. Aunque supieran que llevaban a un ser indefenso en su interior, ¿qué les importaba? ¿No podría ser un esclavo al que trasladaban al mercado?
Bella lloriqueaba inconsolablemente cuando oyó que los pies resonaban contra la madera hueca, y en ese momento olió el mar salado. ¡La estaban trasladando a bordo de un barco! Sus pensamientos se desbocaron.
Desesperadamente, pasaron de Inanna a Tristán, a Laurent, y a Elena, incluso a los pobres y olvidados Dimitri y Rosalynd. ¡Ni siquiera llegarían a enterarse de lo que le había sucedido!
« ¡Oh, por favor, ayudadme, ayudadme!», gimió. Pero las pisadas no se detenían. Estaban bajando por una escalerilla, sí, de eso estaba segura. Luego la metieron en la bodega. El barco era un hervidero de gritos y pies que se movían a toda prisa. ¡Estaban alejándose del puerto!
Laurent:
—Pero ¿qué queréis decir con que nos estáis rescatando? —gritó Tristán—. ¡Yo no voy, os lo aseguro! ¡No quiero que me rescaten!
El hombre palideció de rabia. Acababa de arrojar dos alfombras sobre el suelo del pasillo y nos había ordenado que nos echáramos en ellas para que pudieran enrollarlas y escondernos en su interior a fin de sacarnos del palacio.
—¡Cómo osáis! —escupió las palabras a Tristán mientras los otros sujetaban a Lexius, que estaba indefenso con una mano que atenazaba su boca y le impedía dar la alarma a los sirvientes nada recelosos que se movían fuera en el jardín.