El mayordomo jefe se había acercado hasta situarse detrás de mí y en cuanto el sultán lo ordenó, me agarró por el collar y me levantó hasta dejarme de pie. Qué maravilloso alivio para mis piernas. Sin embargo, dejaron que Tristán permaneciera como estaba y de repente me sentí más vulnerable y visible.
Me dieron media vuelta y oí la risa del sultán que hablaba mientras con una mano tocaba mi escocido trasero. Jugueteó con los dedos por el borde redondo del amplio falo. Sorprendentemente, me sobrecogió una sensación de vergüenza. Lexius fustigó la parte delantera de las rodillas al tiempo que me obligaba a reclinar la cabeza. Mantuve las piernas completamente rígidas y bajé la cabeza y el pecho todo lo que pude pero los brazos atados al falo me impedían doblarme más abajo. Me quedé simplemente encorvado hacia delante.
Las manos del sultán continuaban inspeccionando las erupciones de mi piel y mi vergüenza se intensificó. Me asaltó la duda de si aquellas señales significarían que yo había sido desobediente. La rojez, la evidencia de los azotes... A otros esclavos también los habían azotado simplemente por placer, y era obvio que a él eso le complacía. ¿Por qué si no iba a tocarme y hacer comentarios? De todos modos, me sentía ínfimo y miserable. Las lágrimas me saltaban de nuevo y al sentir un pequeño sollozo en mi interior mi pecho se puso en tensión, todas las correas se apretaron y mis brazos atados tiraron del falo. Esta acción me hizo sollozar un poco más fuerte pero aún en silencio. Estaba sobrecogido por todo aquello. Mientras, los dedos separaban mis nalgas como si fueran a ver mi ano y luego me tocaban y alisaban el vello que lo circundaba.
El sultán continuaba hablando deprisa y afablemente con Lexius. Entonces pensé que en el castillo el esclavo, como mínimo, se enteraba de lo que se decía. Sin embargo, esta lengua extranjera nos descartaba por completo. Podíamos ser perfectamente el tema de su conversación, aunque quizá se tratara de otra cosa completamente diferente.
Fuera cual fuese la cuestión, al instante Lexius me flageló la barbilla burlonamente con la correa. Yo me enderecé. El jefe de los mayordomos me cogió por el gancho del falo y me obligó a darme la vuelta hasta encararme de frente al baño. Distinguí al sultán a mi derecha, pese a que no lo estaba mirando.
Lexius me fustigó las pantorrillas con cuatro o cinco golpes rápidos y enérgicos que me obligaron a desfilar con la esperanza de que esto fuera lo correcto. Luego vi que señalaba con la correa la hilera más alejada de columnas y me dirigí a toda prisa hacia éstas, sintiendo de nuevo aquella extraña mezcla de dignidad y humillación que las correas y los grilletes provocaban en mí.
Cuando llegué a las columnas, oí el chasquido de los dedos de Lexius. Me volví con el rostro sonrojado y emprendí la marcha de regreso, aunque apenas veía el perfil indistinto, borroso, de las dos figuras ataviadas con túnicas que me observaban.
Avancé con pasos altos y veloces y la actuación en su conjunto tuvo el efecto predecible. Me sentía incluso más esclavo que momentos antes, más aún de lo que me había sentido en el sendero del jardín. Lexius me azotaba y me indicaba que me diera la vuelta de nuevo y repitiera la marcha. Así lo hice, lloriqueando abundante y silenciosamente, con la esperanza de que aquello les complaciera. Cuando volví a cruzar la estancia, se me ocurrió pensar lo terrible que sería que mis lágrimas fueran consideradas una insolencia, una falta de sumisión. Esta idea me asustó tanto que lloré todavía con más fuerza al detenerme ante ellos. Miré al frente pero no vi nada aparte de tallas en los muros más alejados, volutas, hojas y tracería de diseño y color.
El sultán alzó la mano a mi rostro y palpó las lágrimas igual que había hecho en el sendero. Mi garganta temblaba bajo el alto collar a causa de los sollozos repetidos. Percibí cuán difícil me resultaba soportar la dulzura de aquello, el incremento demencial de la tensión, mientras él tocaba mi pecho desnudo y luego apartaba la mano de mis pezones escocidos para bajarla hasta el ombligo. Si me tocaba la verga, perdería el control. Sólo pensarlo me provocó quejidos de indefensión.
Pero un latigazo me obligó rápidamente a hacerme a un lado. Otra vez me indicaban que me pusiera en cuclillas y entonces obligaron a Tristán a levantarse e inclinarse hacia delante.
Me quedé ligeramente sorprendido al darme cuenta de que podía mirar directamente al sultán sin que él se diera cuenta. El collar me impedía bajar la cabeza. Allí estaba él, de pie a mi izquierda, absorto en Tristán. Decidí estudiarlo o, más bien, no pude resistir la tentación de hacerlo.
Descubrí un rostro joven, como ya había sospechado, una cara exenta del misterio del rostro de Lexius. Su poder no se manifestaba con orgullo o altivez, eso era para hombres inferiores, sino que, más bien, él rezumaba una presencia extraordinaria, irradiaba un resplandor. Sonreía al toquetear las nalgas de Tristán y al juguetear con el falo de bronce, que hizo oscilar con el gancho mientras Tristán permanecía encorvado hacia delante.
Luego Tristán recibió la orden de enderezarse y el rostro del sultán adquirió un aire encantador de reconocimiento ante la belleza del esclavo. En suma, el soberano parecía un hombre agradable, apuesto, perspicaz, que disfrutaba de sus esclavos de un modo informal. Su cabello corto y abundante era hermoso, más brillante que el de la mayoría de hombres de esta tierra, y crecía hacia atrás desde sus sienes con atractivas y espesas ondas. Tenía los ojos marrones y una mirada un poco reflexiva a pesar de toda su viveza.
Se trataba de un ser que probablemente me habría caído bien al instante de habernos conocido en cualquier otro lugar más inofensivo. Pero en esta situación, su jovialidad, su buen talante, hizo que me sintiera aún más débil y abandonado. No lo comprendía del todo pero sabía que tenía que ver con su expresión, con el hecho de que disfrutara de nosotros sin reservas y de un modo tan natural.
En el castillo, todo lo que se hacía estaba dotado de un carácter intencionado. Éramos miembros de la realeza y nuestra servidumbre allí tenía por objetivo perfeccionarnos. Aquí éramos seres anónimos, no éramos nada.
El rostro del sultán se iluminó cuando Lexius obligó a Tristán a marchar. Me pareció que lo hacía infinitamente mejor que yo. Sus hombros se doblaban hacia atrás con más crueldad porque sus brazos eran un poco más cortos que los míos y quedaban sujetos con mas firmeza al falo.
Yo intentaba no mirarlo. Lo estaba haciendo demasiado bien. Mi deseo se intensificaba y decaía a un ritmo pavoroso, atormentador.
Tristán recibió enseguida la indicación de acuclillarse a mi lado. Entonces nos obligaron a mirar de frente al baño, en dirección a la distante hilera de columnas. A continuación nos mandaron arrodillarnos juntos.
Mi corazón se encogió cuando Lexius nos mostró una bola dorada. Comprendí el juego. Pero ¿cómo conseguiríamos recogerla con las manos inutilizadas? Me estremecí al pensar en nuestra torpeza. Este juego extrañaba precisamente ese tipo de intimidad que yo había temido al entrar en la alcoba. Ya era bastante horrible que nos examinaran tan minuciosamente; entonces, además debíamos procurarles diversión.
Al instante, Lexius hizo rodar la bola por el suelo y Tristán y yo, de rodillas, fuimos tras ella con sumo esfuerzo. Tristán se me adelantó y se precipitó hacia delante para atraparla con los dientes. Lo consiguió sin caerse. Y de repente comprendí que yo había fracasado. Tristán había ganado. No me quedaba más que hacer que regresar penosamente junto a nuestros señores, donde Lexius ya recogía la bola de la boca de Tristán y le acariciaba el cabello con gesto de aprobación.
El jefe de los mayordomos me lanzó una mirada feroz y su correa alcanzó mi vientre desnudo cuando me arrodillé ante él. Oí la risa del sultán pero bajé la vista para no ver nada más que el suelo reluciente ante mí. Lexius me azotó en el pecho y las piernas. Di un respingo y las lágrimas saltaron una vez más a mis ojos. Nos obligó a darnos media vuelta y nos situamos de nuevo en posición para competir. La pelota rodó otra vez. En esta ocasión me lancé en serio tras ella.
Tristán y yo luchamos uno contra otro e intentamos derribarnos cuando la bola se detuvo ante nosotros. Conseguí atraparla pero Tristán me engañó, me la arrebató de la boca y al instante se dio la vuelta para llevarla a nuestro amo.
Una rabia silenciosa se apoderó de mí. Los dos habíamos recibido la orden de agradar al sultán y teníamos que enfrentarnos para hacerlo. Uno iba a ganar y el otro perdería. Me pareció una injusticia detestable.
No pude hacer otra cosa que regresar al lado de nuestros señores y recibir otra vez los azotes de aquella pequeña y odiosa correa, que en esa ocasión alcanzó la carne irritada de la espalda mientras yo permanecía quieto de rodillas, lloriqueando.
La tercera vez fui yo quien consiguió atrapar la bola y derribar a Tristán cuando intentó arrebatármela. La cuarta vez, Tristán volvió a conseguirla y yo me puse como un loco. Pero en la quinta carrera, cuando los dos ya nos habíamos quedado sin aliento y habíamos olvidado todo gracejo, oí que el sultán se reía levemente mientras observaba cómo Tristán me arrebataba la pelota y yo me lanzaba dando traspiés tras él. En esta ocasión la correa me provocó verdadero pavor. Alcanzó con saña mis erupciones, y lloriqueé desdichadamente cuando volvió a descender silbante por el aire, con latigazos largos, fuertes y rápidos, mientras Tristán permanecía de rodillas y recibía el beneplácito de nuestros señores.
Sin embargo, el sultán me sorprendió de repente al acercarse a mí y tocarme una vez más el rostro. La correa se detuvo. En un momento de quietud exquisita, sus dedos sedosos me volvieron a enjugar las lágrimas, como si le gustara la sensación que aquello le producía. Luego me sobrevino aquella impresión agradable de sentir que mi corazón se abría, como en el sendero del jardín. Entonces sentí que le pertenecía a él. Yo sabía que lo había intentado, me había esforzado en complacerle. Simplemente era más lento, menos ágil que Tristán. Los dedos de mi señor permanecieron en mi rostro. Cuando oí su voz, que hablaba rápidamente con Lexius, sentí que aquel sonido también me tocaba, acariciaba, poseía y atormentaba con perfecta autoridad.
Con los ojos llorosos, vi cómo la correa tocaba ligeramente a Tristán y le indicaba que se girara y se aproximara de rodillas al lecho real. Yo recibí la orden de seguirle y el sultán caminó también a mi lado, con la mano aún en mi cabello, jugueteando con él y levantándolo por encima del collar.
Me sentí víctima de una débil aflicción provocada por el deseo. Mis facultades se ahogaban en ella. Vi los cuerpos de los cautivos amarrados a los cuatro postes de la cama. Todos ellos eran auténticas bellezas: Las mujeres de cara al lecho, de frente a su señor cuando durmiera, los hombres hacia fuera; todos se movían bajo las ataduras como si quisieran reconocer la proximidad de su amo. Mi visión pareció difuminarse aún más, con lo cual la cama dejó de parecer una cama y más bien se asemejó a un altar. Las colchas tapizadas fulguraban formando pequeñas configuraciones.
Nos arrodillamos al pie del estrado de la cama con Lexius y el sultán a nuestras espaldas. Se oyó el suave sonido de la ropa que caía al suelo, del tejido al aflojarse, de piezas de metal desabrochándose.
A continuación, la figura desnuda del sultán apareció en mi visión. Subió al estrado. Su cuerpo, carente de toda marca, relucía de limpieza y suavidad. Se sentó a un lado de la cama, de frente a nosotros.
Intenté no mirarle a la cara pero advertí que sonreía. Tenía el pene erecto. Verlo así, desnudo, me pareció algo de gran trascendencia, en este mundo donde había tantos subordinados desnudos. La correa golpeó ligeramente a Tristán para indicarle que se incorporara, que subiera al estrado y se estirara sobre la cama. El sultán se dio media vuelta para observarlo y yo sentí que la envidia y el terror me consumían. Inmediatamente, la correa me fustigó también a mí. Abandoné mi posición arrodillada, me adelanté y luego bajé la vista a las colchas sobre las que yacía Tristán aún maniatado como si fuera una encantadora víctima a punto de ser ofrecida en sacrificio. Podía oír cómo mi corazón latía con fuerza. Observé la verga de Tristán y dejé que mi vista se desplazara tímidamente a la derecha, hasta el regazo desnudo del sultán donde, desde la sombra de vello negro, se erguía el órgano de nuestro señor, un atributo que no estaba nada mal.
La correa me dio en el hombro, luego en la barbilla y me señaló la cama, en el punto que quedaba justo delante de la verga de Tristán. Me moví lentamente, vacilé, pero las indicaciones eran claras. Debía echarme al lado de Tristán, de cara a él pero con la cabeza frente a su verga, y mi verga frente a su cabeza. Mi corazón latía aceleradamente.
La colcha me pareció áspera al contacto con mi cuerpo. Los tupidos bordados me provocaron una sensación similar a la de la arena bajo la piel. Percibía los grilletes de un modo cruel. Tuve que forcejear como un ser sin brazos para conseguir situarme en la posición correcta. Yacer de costado resultaba incómodo, entonces era yo la víctima maniatada.
La verga de Tristán quedaba justo al lado de mis labios. Sabía que su boca también estaba cerca de mi miembro. Me retorcí para rechazar las manillas, la colcha raspante, y noté que mi verga tocaba a Tristán pero, antes de que pudiera apartarme, una mano me instó desde atrás a adelantarme. Metí la reluciente verga en mi boca y en ese preciso instante sentí que los labios de Tristán se cerraban sobre mi pene.
El placer me absorbió por completo. Descendí por la verga con los labios apretados y jugué por toda su longitud con mi lengua saboreándola en la boca, mientras sentía la fuerte succión en mi propio órgano que me elevaba y me sacaba de la penitencia divina de las últimas horas.
Era consciente del modo en que mi cuerpo se retorcía al resistirse a los grilletes. Sabía que cada movimiento de mi cabeza sobre la verga me convertía en un alma más perdida que forcejeaba en vano sobre el altar de la cama, pero no importaba. Lo que importaba era chupar la verga y que la firme y deliciosa boca de Tristán me succionara, que extrajera todo mi espíritu. Cuando por fin eyaculé, embistiendo incontrolablemente contra él, sentí que sus fluidos también me llenaban y yo me nutría como si padeciera un hambre eterna por ellos. Nuestra fuerza, nuestros acallados gemidos, parecían sacudir el cuerpo del otro.
Luego sentí unas manos que nos separaban. Me obligaron a tumbarme de espaldas con los brazos atados por debajo del cuerpo, lo que forzaba mi pecho hacia arriba y mi cabeza hacia abajo, con los ojos entrecerrados. Naturalmente no podía ver las abrazaderas en mis pezones pero las sentía, igual que notaba las cadenas contra mi pecho como puntos culminantes de la exposición.