Lexius estaba conmigo y yo era otra vez su prisionero personal. Me tocó el brazo con una ternura que era capaz de volverme loco y me guió hacia la puerta. Entonces vi a los demás esclavos maniatados y acuclillados formando una hilera. Sus rostros, que los rígidos collares mantenían en alto, exhibían una dignidad que me pareció interesante. Pese a las lágrimas que se derramaban por sus mejillas y los labios temblorosos, aquellas caras presentaban una nueva complejidad. Tristán estaba entre ellos, con la verga dura como la mía y las abrazaderas y las cadenas tirantes sobre su pecho, como sabía que estarían sobre el mío. El evidente poder de su cuerpo quedaba realzado por el estilo de las trabas.
Lexius me empujó para que me colocara en la fila, al lado de Tristán, a quien acarició cariñosamente el cabello con la mano izquierda. Cuando volvió a centrar en mí su atención y me peinó el cabello con una pasada más general con el mismo peine que antes había usado, recordé la alcoba, el calor de los dos juntos, el regocijo desconcertante que experimenté al ser yo el amo.
Susurré entre dientes:
—¿No preferiríais colocaros en la hilera con nosotros?
Sus ojos estaban a tan sólo unos centímetros de los míos pero él continuó mirando mi pelo. Siguió peinándome como si yo no hubiera dicho nada.
—Es mi destino ser lo que soy —contestó con los labios tan quietos que las palabras parecieron llegar directamente de sus pensamientos—. ¡Y no puedo alterarlo más de lo que vos podéis alterar el vuestro! —me miró directamente a los ojos.
—Yo ya he cambiado el mío —dije con una débil sonrisa.
—¡No lo bastante, diría yo! —apretó los dientes—. Preocupaos de agradarme a mí y al sultán, de lo contrario os consumiréis en los muros del jardín durante un año, os lo prometo.
—No seréis capaz de hacerme eso —repliqué con seguridad. Pero su amenaza me encogió el corazón.
Retrocedió un paso antes de que yo tuviera ocasión de decir algo más, la hilera se puso en movimiento y yo la seguí. Cada vez que algún esclavo se olvidaba de doblar las piernas en su postura acuclillado, lo reprendían con la correa. Era la más degradante de las formas en que se podía caminar, cada paso requería una sumisión total.
Nos desplazamos hasta un sendero situado en la parte central del jardín y continuamos por él en fila india. Todos los que se encontraban en el jardín se levantaron para acercarse al camino. Muchos nos miraban señalándonos con el dedo y gesticulando. Que nos exhibieran así y nos hicieran desfilar de esta manera me pareció tan desagradable como cuando nos trasladaron por la ciudad desde el barco.
De nuevo había muchos esclavos montados en las cruces. A algunos les habían pulimentado la piel con oro, a otros con plata. Me pregunté si nos habrían escogido por nuestro tamaño o por el grado de castigo que habíamos recibido.
Pero ¿qué importaba?
En esta posición humillante seguimos avanzando por el sendero mientras la multitud se agolpaba a uno y otro lado. Hicimos un alto y entonces nos dividieron para que nos alineáramos a ambos lados del camino, mirándonos de cara unos a otros. Ocupé mi posición, con Tristán enfrente. Veía y oía a la multitud que nos rodeaba, pero nadie nos tocaba ni nos atormentaba. Luego los criados llegaron por el camino, nos golpearon ligeramente en los muslos y nos obligaron a acuclillarnos un poco más. La multitud parecía disfrutar del cambio.
A continuación nos obligaron a agacharnos todo lo que podíamos sin perder el equilibrio. Me golpearon los muslos una y otra vez con la correa y yo me esforcé por obedecer. Aquello me parecía aún peor que el pequeño desfile. Además, las abrazaderas de los pezones me estrujaban con cada estremecimiento que recorría mi cuerpo.
De repente, la atmósfera de expectación se acentuó. El gentío, que se elevaba sobre nosotros y empujaba cada vez más, hasta el punto de que sus túnicas nos rozaban, miraba en dirección a las puertas del palacio, que estaban situadas a mi izquierda. Los esclavos seguíamos con la mirada fija ante nosotros.
De pronto sonó un gong. Todos los nobles hicieron una reverencia doblándose por la cintura. Supe que alguien se acercaba por el sendero. Oí los gemidos, los suaves sonidos acallados que obviamente provenían de los demás cautivos. Esos sonidos también procedían de las partes más profundas del jardín. Los que estaban situados a mi izquierda comenzaron a gemir y a retorcer sus cuerpos con ademanes suplicantes.
Sentí que no era capaz de hacer lo mismo pero recordé las órdenes dadas por Lexius acerca de cómo demostrar nuestra pasión. Sólo tuve que pensar en sus palabras para encontrarme de súbito a merced de lo que de verdad sentía: el deseo que palpitaba en mi verga, en toda mi alma y la percepción de mi indefensión y mi abyecta postura. Con toda seguridad, quien se acercaba por el camino era el sultán, el señor que había ordenado todo eso, había enseñado a nuestra reina a mantener esclavos del placer y había creado este gran montaje en el que nos retenían como víctimas impotentes de nuestros propios deseos así como para complacer a otros. Aquí la estructura se llevaba a la práctica con mayor plenitud, se ejecutaba con mucho más dramatismo y eficacia que en el castillo.
Un orgullo pavoroso se apoderó de mí, el orgullo por mi propia belleza, fuerza y subyugación. Gemí con pasión genuina y las lágrimas inundaron mis ojos. Sentí los brazaletes que sujetaban mis brazos mientras dejaba que la sensación avanzara por mis extremidades y que mi pecho se expandiera al tiempo que sentía el pesado falo de bronce en mi interior. Quería que se reconociera mi humillación y obediencia, aunque no fuera más que por un instante. Había sido obediente pese a mi pequeña conquista sobre Lexius. Había obedecido en todas las demás cosas. Me asaltó una vergüenza deliciosa así como una dulce desesperación por complacer, mientras gemía y me agitaba sin ofrecer resistencia alguna.
Percibí la proximidad creciente de él. En un rincón de mi borrosa visión a causa de las lágrimas, se materializaron dos figuras que portaban los postes de un alto dosel ribeteado con flecos bajo el cual pude entrever una figura que caminaba lentamente.
Era un hombre joven, quizás unos pocos años menor que Lexius, pero de la misma raza de delicada osamenta, miembros estrechos, con el cuerpo muy tieso bajo los pesados ropajes y el largo manto escarlata, y con el corto cabello oscuro al descubierto, sin ningún tocado.
Al pasar iba mirando a derecha e izquierda del camino. Los esclavos lloraban en voz baja pero audible, sin mover los labios. Vi que hacía una pausa y extendía el brazo para examinar a un esclavo, pero no alcancé a ver de quién se trataba pues todo esto quedaba esbozado en tenues colores. Luego avanzó hasta el siguiente cautivo y a éste sí que lo pude ver mejor: un esclavo de pelo negro con una inmensa verga, que lloriqueaba con amargura. Volvió a avanzar y en esta ocasión su mirada se desplazó al lado del camino en el que yo me encontraba. Sentí mis propios sollozos sofocados en mi garganta. ¿Y si no reparaba en nuestra presencia?
La ropa le quedaba perfectamente entallada y ceñida. Entonces ya podía advertirlo, y su pelo, mucho más corto que el de los demás, parecía un halo oscuro que rodeaba la cabeza. Tenía una expresión vivaz y rápida pero, aparte de esto, no pude advertir nada más. No hacía falta que nadie me dijera que hubiera sido imperdonable alzar la vista y observarlo directamente.
Aunque casi estaba a mi altura, se volvió a mirar al otro lado del sendero. No escatimé lloros pero me di cuenta de que observaba a Tristán. Entonces el sultán habló pero no pude distinguir a quién se dirigía. Oí que Lexius, que iba detrás de él, se adelantaba y le respondía. Conversaron brevemente. Luego Lexius chasqueó los dedos y Tristán, que aún seguía en aquella miserable postura acuclillado, fue obligado a salirse de la fila y a avanzar detrás de su amo.
Al menos habían escogido a Tristán. Eso estaba bien, o así me lo parecía, hasta que pensé que tal vez no me elegirían a mí. Las lágrimas surcaban mi rostro cuando el sultán se volvió a nosotros. Inmediatamente vi que se aproximaba. Sentí su mano sobre mi cabello y el simple contacto pareció encender en llamas mi ansiedad y candente anhelo.
Un extraño pensamiento me sobrevino en este terrible momento. El dolor de mis muslos, el temblor de mis músculos escocidos, incluso el escozor irritante de mi trasero, todo ello pertenecía a este hombre, al amo. Todo le correspondía y sólo alcanzaría su significado completo si le agradaba. No hacía falta que Lexius me lo dijera. La multitud, aún reclinada, la fila de esclavos indefensos y atados, el opulento dosel, los que lo sostenían, y todos los rituales del propio palacio, todo esto lo corroboraba. En este momento, mi desnudez parecía algo que iba absolutamente más allá de toda humillación. Mi embarazosa postura era perfecta para ser exhibido en ese momento. La palpitación de mis pezones y de mi verga eran completamente apropiadas.
La mano del sultán no se separó de mí. Sus dedos me quemaron la mejilla, recogieron mis lágrimas, me rozaron los labios. Se me escapó un sollozo pese a tener los labios apretados. Sus dedos estaban pegados a ellos. ¿Me atrevería a besarlos? Lo único que veía era el color púrpura de la túnica, el destello de la pantufla roja. Entonces le di un beso y los dedos continuaron arrollados, ardiendo inmóviles contra mi boca.
Cuando la oí, su voz me pareció un sueño. La queda respuesta de Lexius siguió como un eco. Luego la correa me golpeó ligeramente los muslos y una mano me agarró por la cabeza para obligarme a volverme. Yo me moví, manteniéndome en aquella postura tan acuclillado, y vi que todo el jardín ardía con luz. El dosel continuaba avanzando. Vi a los que portaban los postes detrás, a Lexius muy cerca de nuestro señor y también vi la figura de Tristán que les seguía con una dignidad pavorosa. Me colocaron a su lado y continuamos andando los dos juntos. Ya formábamos parte de la procesión.
Laurent:
Parecía que habíamos estado una hora en el jardín pero no podía haber pasado ni una cuarta parte de este tiempo. Cuando alcanzamos otra vez las puertas del palacio, me quedé asombrado al constatar que no habían escogido a ningún otro esclavo. Naturalmente, nosotros dos éramos nuevos en palacio y tal vez fuera inevitable que repararan en nosotros. No lo sabía. Sin embargo, sentía un gran alivio de que hubiera sucedido así.
Mientras seguíamos a nuestro señor por el pasillo, con el dosel todavía sobre su cabeza y un gran séquito tras él, la sensación de alivio fue ganando terreno al temor por lo que pudieran exigirnos.
Cuando llegamos a una gran alcoba espléndidamente decorada tenía los muslos doloridos y sentía unos espasmos musculares incontrolables a causa de la posición acuclillado. Nada más entrar, los gemidos contenidos de los esclavos que decoraban la estancia resonaron a modo de saludo al amo. Algunos cautivos estaban colocados en nichos abiertos en las paredes, otros, atados a los postes de la cama. Más allá, en el baño, sus cuerpos circundaban el surtidor de piedra de una alta fuente.
Nos obligaron a detenernos y a permanecer en el centro de la sala. Lexius se desplazó hasta el muro más alejado y allí se detuvo, con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada.
Los asistentes del sultán despojaron a su señor del manto y las pantuflas y él, visiblemente relajado, mandó salir a sus sirvientes con un ademán informal. Se dio media vuelta y empezó a pasear por la habitación como para tomarse un respiro después de la presión de la procesión ceremonial. No prestaba la más mínima atención a los esclavos, cuyos gemidos se volvieron cada vez más tenues y moderados, como si siguieran ciertas formalidades.
La cama que estaba situada detrás de él se hallaba elevada sobre un estrado. De ella colgaban velos de color blanco y púrpura, y estaba cubierta con colchas tapizadas profusamente adornadas. Los esclavos atados a los pilares estaban de pie, con los brazos atados en alto por encima de sus cabezas, algunos de cara a la habitación y otros mirando al lecho, desde donde obviamente podrían ver a su amo durante su descanso. Desde mi visión confusa, estos cautivos se parecían a los de los pasillos, como si fueran estatuas. Puesto que no me atrevía a volver la cabeza o mirar a algo en particular, no podía distinguir siquiera si eran hombres o mujeres.
En cuanto al baño, lo único que alcanzaba a ver era una inmensa pila de agua situada detrás de una fila de delgadas columnas esmaltadas y el círculo de esclavos que estaban de pie en la pila mientras el agua surgía en un chorro ascendente para descender suavemente sobre sus hombros y vientres. En aquel círculo había hombres y mujeres, eso sí que lo distinguía y sus cuerpos húmedos reflejaban la luz de las antorchas.
Por detrás, las ventanas arqueadas estaban abiertas a la luna, a suaves brisas y quedos sonidos nocturnos.
Sentí un acaloramiento en todo el cuerpo, que estaba tenso como una cuerda de arco. De hecho, poco a poco fui consciente de que estaba completamente aterrorizado. Sabía que este tipo de escenas íntimas siempre me habían espantado. Prefería el jardín, la cruz, incluso la procesión y su horroroso escudriñamiento, no este silencio del dormitorio, preliminar a los desastres más brutales experimentados por el alma, a la más completa subyugación.
« ¿Y si no comprendo las órdenes del amo, sus obvios deseos?», me pregunté. Oleadas de excitación me recorrieron de arriba abajo acalorándome y confundiéndome aún más.
Entretanto, nuestro señor hablaba con Lexius. Su voz me sonó familiar y agradable. Lexius respondía con evidente respeto pero con el mismo aire de agrado. Señaló en nuestra dirección pero yo no podía saber a quién de nosotros se refería mientras, al parecer, explicaba alguna cosa al sultán.
El soberano pareció divertido y se acercó de nuevo a nosotros, tendió las manos y nos tocó la cabeza simultáneamente. Me frotó el cabello con vigor y cariño, como si fuera un buen animal que le contentaba. El dolor que sentía en mis muslos empeoró. Tuve la impresión de que mi corazón se abría a él. Permanecí inmóvil y olí el perfume que surgía de sus vestiduras. Aprecié intensamente la presencia de Lexius; él estaba allí y se sentía complacido, pues todo estaba saliendo como él quería. Los demás juegos se volvieron insignificantes hasta un punto desconcertante.
Lexius tenía razón en cuanto a mi destino, en cuanto a lo del destino en general, y yo era afortunado por no haberlo echado a perder.