«No, sería espantoso amar a alguno de ellos», se dijo la princesa. No podía entregar su corazón. Intentó apartar la vista. Sus propias piernas palpitaban, aunque los mozos las sostenían hacia atrás con la misma firmeza de antes. También su propio sexo se hinchaba de manera inaguantable.
Sin embargo, aun quedaban más espectáculos por presenciar. El amo regresó hasta Tristán. Entonces lo alzaron en el aire con las piernas separadas del mismo modo. Bella vio por el rabillo del ojo cómo se esforzaban los jóvenes asistentes bajo el peso del príncipe esclavo, cuyo rostro estaba como la grana por la humillación que padecía mientras el amo examinaba a conciencia el órgano duro y enhiesto.
Los dedos del amo juguetearon con el prepucio, luego con la reluciente punta y extrajeron una única gota de humedad resplandeciente. Bella percibía la tensión en los miembros de Tristán pero no se atrevió a alzar la vista para observar el rostro de su compañero de cautiverio cuando el amo se dispuso a examinarlo.
La princesa pudo entrever el rostro del amo, los enormes ojos negros azabache y el cabello peinado hacia atrás, sujeto por detrás de las orejas, de cuyo lóbulo perforado colgaba un diminuto aro de oro.
Bella oyó cómo abofeteaba a Tristán, y cerró con fuerza los ojos cuando finalmente el príncipe gimió, entre los cachetes que parecían resonar por todo el jardín.
La princesa abrió de nuevo los ojos cuando oyó que el señor se reía entre dientes al pasar delante de ella. Entonces le vio levantar la mano casi distraídamente para pellizcar ligeramente su pecho izquierdo. Le saltaron las lágrimas; su mente se esforzaba por entender el resultado de las exploraciones que practicaba su señor; intentaba alejar el hecho de que él la atraía más que cualquier otro ser que la hubiera reclamado como propia hasta la fecha.
Entonces fue Laurent, a su derecha y ligeramente delante de ella, quien fue alzado para ser sometido a la inspección minuciosa del amo.
Mientras levantaban al enorme príncipe, Bella oyó que el señor soltaba un rápido torrente de palabras que inmediatamente provocó la risa de los demás asistentes. No hacía falta que lo tradujeran. Laurent tenía una constitución muy poderosa, su órgano era demasiado imponente.
La princesa alcanzó a ver en ese instante que el miembro de Laurent estaba completamente erecto; lo tenía bien adiestrado. La visión de los muslos fuertemente musculados y tan separados le devolvió los delirantes recuerdos de la cruz de castigo. Intentó no mirar el enorme escroto pero no pudo evitarlo.
Al parecer, estos atributos superiores habían provocado una nueva excitación en el amo, que abofeteó con fuerza a Laurent en una sucesión asombrosamente rápida de golpes con el revés de la mano. El enorme torso se retorció mientras los mozos forcejeaban para mantenerlo quieto.
Luego el amo retiró las abrazaderas, las dejó caer al suelo y apretó los pezones del esclavo mientras éste gemía a voz en grito.
Pero había algo más. Bella lo vio. Laurent había mirado fijamente al amo; más de una vez. Sus miradas se encontraron. En ese instante, mientras el amo apretaba una vez más sus pezones, al parecer con fuerza, el príncipe se quedó mirando a los ojos de su señor.
«No, Laurent —pensó Bella con desesperación—. No lo provoquéis. No será como la gloria de la cruz de castigo, sino esos pasillos y el olvido más miserable.» De todos modos, el coraje de Laurent la fascinó por completo.
El amo rodeó al príncipe y a los mozos que lo sostenían. Entonces cogió la correa de cuero de uno de los criados y fustigó los pezones de Laurent repetidas veces. El príncipe no podía permanecer quieto pese a que ya había apartado la cabeza. Su cuello exhibía las nervaduras provocadas por la tensión y las extremidades le temblaban.
El amo parecía tan interesado y absorto en el examen como siempre. Hizo un gesto a uno de los otros dos hombres. Mientras Bella continuaba observando, trajeron al señor un guante de fino cuero dorado.
La piel estaba exquisitamente trabajada con diseños intrincados que decoraban toda la longitud del brazo hasta el gran puño. Todo el guante relucía como si estuviera embadurnado con algún bálsamo o ungüento.
Mientras el amo lo estiraba para adaptarlo a la mano y al antebrazo, Bella sintió su propia excitación y acaloramiento. Los ojos de su dueño casi parecían aniñados en su aplicación, su boca resultaba irresistible cuando sonreía, la gracia de su cuerpo en el momento de aproximarse a Laurent le pareció cautivadora.
El hombre llevó la mano izquierda hasta la nuca de Laurent para mecérsela y con los dedos le enredó el pelo mientras el príncipe miraba fijamente al cielo. Con la mano derecha enguantada, empujó lentamente hacia arriba entre las piernas abiertas de Laurent e hizo penetrar primero dos de sus dedos en el cuerpo del esclavo, mientras Bella observaba descaradamente.
La respiración de Laurent se hizo más ronca y rápida. Su rostro se oscureció. Los dedos habían desaparecido dentro del ano y parecía que toda la mano se abría camino en su interior.
Los mozos se acercaron un poco desde todos los lados. Bella advirtió que Tristán y Elena observaban con la misma atención.
Entretanto, el amo parecía tener ojos únicamente para Laurent. Lo miraba fijamente mientras su rostro se contraía de placer y dolor y la mano continuaba adentrándose más y más en su cuerpo. La muñeca también estaba dentro y las extremidades de Laurent habían dejado de estremecerse. Estaban paralizadas. Dejó escapar un suspiro prolongado y sibilante entre los dientes apretados.
El amo alzó la barbilla de Laurent con el pulgar de la mano izquierda. Se encorvó hasta que su rostro estuvo muy cerca del esclavo. En medio de un largo y tenso silencio, el brazo subió aún más por el interior de Laurent mientras el príncipe daba la impresión de estar a punto de desvanecerse, con la verga erecta y quieta rezumando una humedad diáfana en forma de diminutas gotitas.
Todo el cuerpo de Bella se tensó, se relajó y, de nuevo, se sintió al borde del orgasmo. Mientras intentaba contenerlo, sintió una creciente debilidad, un agotamiento extremo. De hecho, todas las manos que la sostenían le hacían el amor, la acariciaban.
El amo llevó su brazo derecho hacia delante, sin retirarlo del interior de Laurent. Este movimiento alzó aún más la pelvis del príncipe, dejando todavía más al descubierto los enormes testículos y el reluciente cuero dorado que ensanchaba el anillo rosa del ano hasta lo imposible.
Laurent soltó un grito repentino, un ronco jadeo que parecía clamar piedad. El amo lo mantuvo inmóvil, tan cerca de él que sus labios casi se tocaban. La mano izquierda del señor liberó la cabeza del esclavo, recorrió su rostro y le separó los labios con un dedo. Luego las lágrimas brotaron de los ojos de Laurent.
El amo retiró el brazo con gran rapidez, se desprendió del guante y lo arrojó a un lado mientras el esclavo colgaba asido por los mozos, con la cabeza caída y el rostro enrojecido.
El amo hizo un breve comentario y los asistentes se rieron otra vez con beneplácito. Uno de los mozos volvió a colocar las abrazaderas en los pezones del príncipe forzando una mueca en él. Al instante, el amo indicó con un gesto que dejaran a Laurent en el suelo y, de repente, las cadenas de las correíllas quedaron sujetas a una anilla de oro ubicada en la parte posterior de la pantufla del amo.
«¡Oh, no, esta bestia no puede separarlo de nosotros!», pensó Bella. Pero esto no era lo que Bella temía. De hecho, lo que la aterrorizaba era que fuera Laurent y sólo él el escogido por el amo.
Los estaban bajando a todos al suelo. Bella se encontró de pronto a cuatro patas con la suela de suave terciopelo de una pantufla apretándole el cuello. Se percató de que Tristán y Elena se encontraban a su lado. Los empujaron hacia delante mediante las cadenas que les pinzaban los pezones, al tiempo que los azotaban con las correas de cuero para que salieran del jardín.
La Princesa alcanzó a ver el dobladillo de la túnica del amo a su derecha y tras él la figura de Laurent, que se esforzaba por seguir el paso de su señor. Estaba anclado a los pies del amo por las cadenas que tenía sujetas a los pezones y su pelo castaño le ocultaba el rostro misericordiosamente.
¿Dónde estaban Dimitri y Rosalynd? ¿Por qué los habían descartado? ¿Se quedaría con ellos alguno de los otros hombres que habían venido con el amo?
No había forma de saberlo. Aquel largo corredor parecía interminable.
Sin embargo, Dimitri y Rosalynd no le importaban realmente. Lo único que le interesaba de verdad era que ella, Tristán, Laurent y Elena estaban juntos. También, por supuesto, el hecho de que él, este amo misterioso, esta criatura alta, de elegancia increíble, se movía justo a su altura.
La túnica bordada le rozaba el hombro al avanzar, mientras Laurent se esforzaba por mantener el paso del amo.
La correa daba en el trasero y el pubis de Bella mientras se apresuraba a seguir a los otros dos.
Por fin llegaron a otra doble puerta y las correas de cuero les apremiaron a atravesarla y entrar en una estancia iluminada por lámparas. Una vez más, la firme presión de una pantufla sobre su cuello ordenó a Bella que se detuviera y luego se percató de que todos los criados se habían retirado y la puerta se había cerrado tras ellos.
El único sonido audible era la respiración ansiosa de los príncipes y princesas. El señor pasó junto a Bella para acercarse a la puerta. Se había corrido un cerrojo y una llave había girado. De nuevo, silencio.
Luego, Bella volvió a oír la melodiosa, suave y grave voz. Esta vez hablaba, vocalizando con un encantador acento, en su propio idioma.
—Bien, queridos míos, podéis adelantaros y quedaros de rodillas ante mí. Tengo muchas cosas que contaros.
Qué desconcertante conmoción sintieron cuando les hablaron.
El grupo de esclavos obedeció de inmediato y todos dieron media vuelta para arrodillarse ante el amo, con las traíllas doradas sobre el suelo. Incluso Laurent pudo soltarse entonces de la pantufla del amo para ocupar su puesto junto a los demás.
En cuanto estuvieron todos quietos, arrodillados y con las manos enlazadas detrás del cuello, el amo dijo:
—Miradme.
Bella no vaciló. Alzó la vista hacia el rostro del hombre y lo encontró tan atractivo y desconcertante como momentos antes en el jardín. Era un rostro más proporcionado de lo que le había parecido: la boca amplia y afable tenía una forma perfecta, la nariz larga y delicada, los ojos, bien separados, irradiaban autoridad. Pero, por supuesto, era el espíritu lo que la atraía.
Mientras él pasaba la mirada por el grupo de los cautivos, Bella detectó la excitación que se apoderaba de todos y sentir su propio júbilo repentino.
«Oh, sí, es una criatura espléndida», pensó la princesa. De pronto, el recuerdo del príncipe de la Corona, que condujo a Bella al reino de su señora, y el del rudo capitán de la guardia, que fue su amo en el pueblo, estuvieron a punto de desaparecer por completo de su mente.
—Preciosos esclavos —dijo el amo, y sus ojos se fijaron en ella durante un breve y eléctrico momento—. Sabéis dónde estáis y por qué. Los soldados os han traído a la fuerza para servir a vuestro nuevo amo y señor. —Qué voz tan meliflua, qué calidez tan inmediata en el rostro—. También sabéis que siempre habréis de servir en silencio. Para los criados que se ocupan de vosotros sólo seréis como delicados animalillos. Sin embargo, yo, el mayordomo del sultán, no comparto la falsa idea de que la sensualidad destruye la inteligencia.
«Por supuesto que no», pensó Bella, pero no se atrevió a expresar en voz alta sus pensamientos. Su interés por el hombre se intensificaba rápida y peligrosamente.
—Los pocos esclavos que escojo —dijo mientras sus ojos volvían a desplazarse—, los que elijo para perfeccionar y ofrecerlos posteriormente a la corte del sultán, están siempre enterados de mis propósitos, de mis exigencias y de los peligros de mi carácter. Pero sólo en la intimidad de estos aposentos, dentro de esta alcoba, quiero que mis métodos se entiendan, que mis expectativas queden completamente claras.
Se acercó un poco más, se elevó sobre Bella y estiró la mano para buscar su pecho. Se lo apretó como había hecho antes pero con un poco más de fuerza, y un ardiente estremecimiento se propagó de inmediato hasta el sexo de la muchacha. Con la otra mano acarició la mejilla del príncipe Laurent y le rozó el labio con el pulgar justo cuando Bella se volvía para mirar, completamente inconsciente de lo que hacía.
—Eso es algo que nunca haréis, princesa —dijo el servidor del sultán, y la abofeteó súbitamente, con fuerza, obligándola a inclinar la cabeza con el rostro escocido—. Continuaréis mirándome hasta que os diga lo contrario.
Las lágrimas brotaron al instante de los ojos de Bella. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
Pero la voz del señor no denotaba irritación, sólo una leve indulgencia. Levantó la barbilla de la muchacha con ternura y ella se quedó mirándolo, a pesar de las lágrimas.
—¿Sabéis lo que quiero de vos, Bella? Respondedme.
—No, amo —contestó rápidamente. Su voz le resultó ajena.
—¡Que seáis perfecta, para mí! —respondió con dulzura, con una voz que parecía completamente repleta de razón, de lógica—. Esto es lo que quiero de todos vosotros. Que en esta vasta multitud de esclavos, en la que podríais perderos como un puñado de diamantes en el océano, no haya ninguno comparable con vosotros. Que brilléis no sólo por la virtud de vuestra sumisión sino por vuestra intensa y particular pasión. Os elevaréis de entre las masas de esclavos que os rodean. ¡Seduciréis a vuestros amos y a vuestras señoras con un fulgor que eclipsará a los demás! ¿Me entendéis?
Bella se esforzó por contener los sollozos en medio de su inquietud. Mantuvo la mirada fija en los ojos de él como si no pudiera apartarla aunque quisiera. Nunca había sentido un deseo tan abrumador de obedecer. La urgencia de aquella voz era completamente diferente al tono utilizado por los que la habían educado en el castillo o la habían castigado en el pueblo. Se sintió como si estuviera perdiendo incluso su personalidad. Se estaba derritiendo lentamente.
—Esto es lo que haréis por mí —prosiguió con una voz que cada vez se hacía más suave, persuasiva y resonante—. Lo haréis tanto por mí como por vuestros reales amos. Porque es lo que deseo de vosotros. —Cerró la mano en torno a la garganta de Bella—. Permitidme oíros hablar de nuevo, pequeña. En mis habitaciones, me hablaréis para decirme que queréis complacerme.