—Sí, amo —respondió Bella. De nuevo su voz le resultó extraña, llena de sentimientos que no había conocido en toda su dimensión en el pasado. Los cálidos dedos le acariciaron la garganta, parecían rozar las palabras que ella pronunciaba, las extraía de ella con mimos y daba forma a su tono.
—Sabed que hay cientos de criados —continuó el amo, quien entornó los ojos para desplazar la vista a los otros, aunque continuaba agarrándole la garganta—, cientos de sirvientes encargados de preparar suculentas tortolitas para nuestro señor el sultán, o excelentes machos y potros musculosos con quienes juguetear. Pero yo, Lexius, soy el único mayordomo jefe de los criados. Yo debo escoger y presentar a la corte los mejores entre todos los juguetes.
Ni siquiera esto lo expresó con enojo o premura.
Pero cuando volvió a mirar a Bella, sus ojos se agrandaron llenos de intensidad. La apariencia exterior de enfado aterrorizó a la muchacha, pero los delicados dedos friccionaron la nuca mientras el pulgar acariciaba la piel de la garganta.
—Sí, amo —susurró ella de pronto.
—Sí, absolutamente, querida —dijo él, en un tono casi musical. Pero su voz era más grave e imponente, como si demandara mayor respeto del que se desprendía de las propias palabras—. Sí, es absolutamente imposible que no os distingáis, que después de una sola ojeada a vosotros, los grandes señores de esta casa no estiren el brazo para arrancaros como una fruta madura, que no me feliciten por vuestro encanto, ardor, y silenciosa y voraz pasión.
Las lágrimas surcaron de nuevo las mejillas de Bella.
El amo retiró silenciosamente la mano. De repente, la princesa se sintió fría, abandonada. Se le atraganto un pequeño sollozo en la garganta pero él lo había oído.
Le sonrió amorosamente, casi con tristeza. Su rostro se había ensombrecido, mostraba una extraña vulnerabilidad.
—Divina princesita —le susurró—. Estamos perdidos, sabéis, a menos que se fijen en nosotros.
—Sí, amo —murmuró ella. Hubiera hecho cualquier cosa para que él volviera a tocarla, a sostenerla.
El modulado matiz de tristeza en la voz de él la sorprendió, la rindió por completo. Oh, si al menos pudiera besarle los pies.
Lo hizo, en un repentino impulso. Descendió hasta el mármol y sus labios entraron en contacto con la pantufla del amo. Lo hizo una y otra vez. Se preguntaba por qué la palabra «perdidos» la había deleitado tanto.
Cuando volvió a incorporarse, con las manos enlazadas en la nuca, bajó la vista con resignación. La castigarían por lo que había hecho. La habitación, el mármol blanco, las puertas doradas, eran como una luz con muchas facetas. ¿Por qué este hombre producía este efecto en ella? Por qué...
«Perdidos.» El eco musical de la palabra le llegó al alma.
Los dedos largos y oscuros de Lexius aparecieron para tocarle los labios. Le vio sonreír.
—Me encontraréis severo. Resultaré de una dureza insoportable —advirtió con amabilidad—. Pero ahora sabréis por qué. Ahora lo vais a entender. Pertenecéis a Lexius, el mayordomo real. No debéis fallarle. Hablad. Todos vosotros.
Le respondieron a coro: «Sí, amo.» Bella oyó incluso la voz de Laurent, el fugitivo, que respondía con la misma prontitud.
—Ahora os explicaré otra verdad, pequeños —continuó él—. Tal vez pertenezcáis al señor supremo, o tal vez a la sultana, o a las hermosas y virtuosas esposas reales del harén... —Hizo una pausa como para dejar caer sus palabras—. ¡Pero también es cierto que me pertenecéis a mí! —exclamó—. ¡Así como a cualquiera! Yo me recreo con cada castigo que impongo. Así es. Es mi naturaleza, como la vuestra es servir. Vuestra naturaleza consiste en comer del mismo plato que el amo. Decidme que lo comprendéis.
—¡Sí, amo!
Las palabras brotaron de Bella como una explosión de aliento. Estaba deslumbrada por todo lo que les había dicho.
Lo observó fijamente mientras él se volvía entonces a Elena. Su alma se encogió pero no volvió la cabeza ni un milímetro, ni apartó la mirada que tenía fija en él. No obstante, advirtió que el amo también friccionaba los estupendos pechos de Elena. ¡Cómo envidiaba Bella aquellos pechos erguidos, prominentes! Los pezones eran de color albaricoque. Todavía la hirió más que Elena gimiera con tal fascinación.
—Sí, sí, exactamente —continuó el amo, con un tono de voz tan íntimo como cuando se dirigía a Bella—. Os retorceréis nada más sentir mi contacto. Os estremeceréis con el contacto de todos vuestros amos y señoras. Entregaréis vuestra alma a todos los que simplemente se detengan a miraros. ¡Arderéis como antorchas en la oscuridad!
De nuevo sonó el coro: «Sí, amo.»
—¿Habéis visto la multitud de esclavos que sirven de adornos en esta casa?
—Sí, amo —respondieron todos ellos.
—¿Os distinguiréis de la multitud de esclavos dorados por vuestra pasión, obediencia, por aplicar a vuestra sumisión silenciosa una tormenta ensordecedora de sentimiento?
—Sí, amo.
—Pues, ahora, hemos de empezar. Os purificarán como es debido. Luego, a trabajar de inmediato. La corte sabe que han llegado los nuevos esclavos. Os esperan. Una vez más, vuestros labios quedan sellados. Ni siquiera bajo el más severo de los castigos emitiréis un sonido con la boca abierta. A no ser que se os indique lo contrario, os arrastraréis a cuatro patas, con los traseros bien altos y la frente cerca del suelo, casi tocándolo.
Recorrió la silenciosa hilera de esclavos reales. Acarició y examinó otra vez a cada uno de ellos, demorándose algo más de tiempo ante Laurent. Luego, con gesto abrupto, ordenó a éste que fuera hasta la puerta. Laurent se arrastró como le habían indicado, rozando el mármol con la frente. El mayordomo real tocó el cerrojo con la correa de cuero y Laurent lo accionó al instante.
El amo tiró del cercano cordón de la campana.
Los jóvenes asistentes aparecieron al instante. En silencio se hicieron cargo de los esclavos y, rápidamente, les obligaron a ponerse a cuatro patas y atravesar otra puerta para entrar en una espaciosa y calurosa sala de baños.
Entre delicadas y floridas plantas tropicales y palmeras, Bella vio el vapor que se elevaba de las someras piscinas y olió la fragancia a hierbas aromáticas y perfumes penetrantes.
Sin embargo, la llevaron a través de estas instalaciones hasta una pequeña alcoba privada. Allí le ordenaron que se arrodillara con las piernas separadas justo encima de una profunda pila redonda abierta en el suelo a través de la cual corría continuamente el agua procedente de manantiales ocultos, hasta llegar al desagüe.
De nuevo, le hicieron bajar la frente al suelo y le enlazaron las manos en la nuca. A su alrededor, el aire era cálido y húmedo. El agua caliente y los suaves cepillos se pusieron de inmediato a trabajar sobre su cuerpo.
Todo se ejecutaba con mayor rapidez que en el baño del castillo. En cuestión de instantes, estaba perfumada y ungida con aceites, y su sexo se estremecía a causa de la excitación provocada por las caricias de las suaves toallas.
No le dijeron que se levantara. Al contrario, una firme palmadita sobre la cabeza le ordenó que se mantuviera quieta, mientras a su alrededor se producían extraños sonidos.
Luego, sintió que una boquilla de metal entraba en su vagina. Sus jugos fluyeron de inmediato ante la tan esperada sensación de que algo la penetraba, no importaba lo molesto que fuera. Aunque sabía que era simplemente una medida de higiene, puesto que ya se lo habían hecho en anteriores ocasiones, recibió complacida la fuente de agua constante que de repente entraba a borbotones en ella con una presión deliciosa.
Lo que sí la sorprendió fue el contacto menos familiar de unos dedos en su ano. Le estaban aplicando aceite y su cuerpo se tensó al tiempo que su anhelo se duplicaba. Las manos se apresuraron a sujetarle las plantas de los pies para mantenerla firmemente apoyada en su puesto. Oyó a los criados que se reían tranquilamente e intercambiaban comentarios.
Luego, un objeto pequeño y duro entró en su ano y se abrió camino hacia el interior provocándole un jadeo y obligándola a apretar los labios púbicos con fuerza. Sus músculos se contrajeron para contrarrestar esta pequeña invasión, pero sólo sirvió para que nuevas oleadas de placer recorrieran su cuerpo. El flujo de agua que entraba en su vagina se había interrumpido. Lo que sucedió a continuación era inconfundible: le estaban vertiendo un chorro de agua caliente en el recto. Pero, a diferencia de la irrigación de la vagina, ésta no volvía a salir de su cuerpo. La llenaba con una fuerza cada vez mayor mientras una mano le presionaba con fuerza las nalgas para mantenerlas juntas, como si le prohibiera soltar el agua.
Parecía que una nueva región de su cuerpo cobraba vida, una parte de ella que nunca había sido castigada, ni tan siquiera examinada. El chorro aumentó en cantidad y fuerza. Su mente protestaba. No podían invadirla de este modo tan absoluto. No podían dejarla tan impotente.
Bella sentía que iba a reventar si no soltaba el líquido. Quería expulsar la pequeña boquilla y el agua. Pero no se atrevió, no podía. Esto era algo por lo que debía pasar, y así lo aceptaba. Formaba parte de este reino de placeres y costumbres más refinados. ¿Cómo iba a atreverse a protestar? Empezó a gemir levemente, atrapada entre un nuevo placer y un inédito sentido de la violación.
Pero lo más enervante y grave aun estaba por venir, y lo temía. Justo cuando pensaba que ya no podía más, que estaba llena a rebosar, la levantaron y le separaron aún más las piernas, con la pequeña boquilla todavía en el ano, atormentándola. Los asistentes le sonreían mientras la sostenían por los brazos. Ella alzó la vista llena de miedo y timidez, temerosa de sufrir la vergüenza más absoluta que supondría la repentina liberación, un proceso por otra parte inevitable. Entonces le extrajeron con habilidad la boquilla y le separaron las nalgas, vaciando así con rapidez sus entrañas.
Cerró los ojos con fuerza. Sintió que sobre sus partes íntimas, por delante y por detrás, vertían agua caliente y oyó el ruidoso fluir de abundante agua en la pila. Algo parecido a la vergüenza se apoderó de ella. Pero no era vergüenza. La habían privado de toda intimidad y elección. Comprendió que ni siquiera este acto iba a pertenecerle nunca más. El escalofrío que estremeció su cuerpo con cada espasmo del aligeramiento la dejó bloqueada, con una delirante sensación de indefensión. Se entregó a los que le daban órdenes, su cuerpo había perdido toda rigidez, todo reparo. Flexionó los músculos para colaborar con el vaciado, para completarlo.
«Sí, ser purificada», pensó. Experimentó un absoluto e innegable alivio. Ser consciente de cómo su cuerpo se limpiaba se convirtió en algo exquisito, aunque no pudo dejar de sentir un escalofrío que sacudió todo su ser.
El agua continuaba fluyendo sobre su cuerpo, sobre las nalgas, el vientre, bajaba hasta la pila, se llevaba toda la suciedad. Bella se estaba disolviendo en un éxtasis global que parecía una forma de clímax en sí misma. Pero no era así. El éxtasis quedaba fuera de su alcance. Mientras sentía que su boca se abría con un jadeo grave, se balanceó al borde de la consumación, rogando en silencio y en vano con su cuerpo a los que la sostenían. De su espíritu desaparecieron todas las ligaduras invisibles. Era una criatura sin voluntad, totalmente subordinada a los criados que la sostenían.
Le echaron el pelo hacia atrás para despejarle la frente mientras el agua templada la lavaba una y otra vez.
Cuando Bella se atrevió a abrir los ojos, descubrió que Lexius en persona se encontraba en la estancia, de pie junto a la puerta, sonriéndole. El jefe de los mayordomos se adelantó y la levantó del suelo, sacándola de aquel momento de debilidad indescriptible.
La princesa lo observó, admirada de que fuera él quien la sostenía mientras los demás se apresuraban a envolverla en suaves toallas.
Se sentía más indefensa que nunca. Parecía una recompensa imposible que fuera él quien la condujera fuera de la pequeña habitación. Si al menos pudiera abrazarlo, encontrar la verga bajo la túnica, si... La exaltación de estar cerca de él se intensificó de súbito hasta convertirse en pánico.
«Oh, por favor, nos han hecho pasar tanta, tanta hambre», quería decir. Pero se limitó a bajar la vista recatadamente, mientras sentía los dedos de él en el brazo. La que pronunciaba aquellas palabras en su mente era la antigua Bella, ¿o no? La nueva Bella sólo quería decir la palabra «amo».
Tan sólo unos momentos antes había considerado la posibilidad de amarlo. Vaya, lo cierto era que ya lo amaba. Respiraba la fragancia de su piel, casi oía los latidos de su corazón cuando le dio media vuelta para conducirla hacia delante. La aferró por el cuello con la misma fuerza de antes.
¿Adónde la llevaba?
Los demás ya no estaban allí. La colocaron encima de una de las mesas. Temblaba de felicidad e incredulidad cuando él mismo empezó a frotarle la piel con más loción perfumada. Pero en esta ocasión no iban a cubrirla con pintura dorada. Su piel desnuda reluciría bajo el aceite. El amo le pellizcó las mejillas con ambas manos para proporcionarles cierto color mientras ella descansaba sobre los talones y lo observaba como en un ensueño, con los ojos húmedos a causa del vapor y las lágrimas.
Lexius parecía profundamente absorto en su trabajo, tenía las oscuras cejas fruncidas y la boca entreabierta. Cuando le aplicó en los pezones las pinzas con las traíllas de oro y las oprimió fuertemente por un instante, apretó también los labios, lo que hizo que Bella sintiera aquel ademán aún más profundamente. La princesa arqueó la espalda y respiró hondo. Él le besó la frente, dejando que sus labios se demoraran, que su cabello rozara la mejilla de la muchacha. «Lexius», pensó Bella. Era un nombre hermoso.
Cuando él le cepilló el pelo con pasadas furiosas y crueles, los escalofríos la consumieron. Luego se lo peinó hacia arriba y se lo sujetó en lo alto de la cabeza. Bella atisbó por un momento las horquillas con perlas que iba a utilizar para sujetarle el peinado. Su cuello había quedado desnudo, como el resto de su cuerpo.
Mientras él le colocaba unas perlas en los lóbulos de las orejas, Bella estudió la tersa piel oscura de su rostro, los aleteos de las negras pestañas. Parecía un objeto perfectamente pulimentado. Tenía las uñas cuidadas para que parecieran de cristal, la dentadura era perfecta. Con qué destreza y delicadeza la manejaba.