Entonces chasqueaba los dedos para que me acercara y, luego, me pasaba el pulgar por la mejilla.
—Y su miembro —decía— es extremadamente grueso, aunque no excesivamente largo. Eso es importante. La manera en que las princesas se retuercen debajo de él. Simplemente, debo tener un príncipe fuerte. Decidme, Laurent, ¿cómo podría castigaros de alguna forma original, quizá de alguna manera en la que aún no he pensado?
Sí, un príncipe fuerte sometido a una subyugación temporal; el hijo de un monarca, con todas sus facultades comprometidas, enviado aquí como alumno del placer y del dolor.
Pero, ¿para qué provocar las iras de la corte y acabar condenado al pueblo? Eso era una experiencia enteramente distinta. Una experiencia que, aunque apenas saboreé, llegué a conocer en su mismísima quintaesencia.
Había huido de lady Elvira y del castillo tan sólo dos días antes de ser capturado por los secuestradores del sultán, y aún hoy ignoro por qué lo hice.
La verdad es que adoraba a mi señora. Era cierto. No cabía duda de que admiraba su arrogancia, sus interminables silencios. Sólo me hubiera agradado más si me hubiera azotado con mayor frecuencia con sus propias manos en vez de ordenárselo a otros príncipes.
Incluso cuando me entregaba a sus invitados o a los demás nobles y damas sentía el regocijo especial de volver a su lado, de que me llevara otra vez a su cama y me permitiera lamer el estrecho triángulo de vello que se abría entre sus blancos muslos mientras permanecía recostada contra los almohadones, con el pelo caído y los ojos entornados e indiferentes. Había sido todo un reto fundir su corazón glacial, hacerla gritar echando la cabeza hacia atrás y verla expresando finalmente su placer como la mayoría de princesitas lascivas del jardín.
Sin embargo, me había escapado. Aquel impulso me sobrevino de repente. Tenía que atreverme a hacerlo, levantarme, adentrarme en el bosque y que me buscaran. Claro que iban a encontrarme. Nunca dudé que fueran a hacerlo. Siempre encontraban a los fugitivos.
Quizás hacía ya demasiado tiempo que temía hacerlo, ser capturado por los soldados y enviado a trabajos forzados al pueblo. De pronto, me tentó la idea, como el impulso de saltar desde un precipicio.
Para entonces ya había enmendado todos los demás defectos; mostraba una perfección bastante aburrida. Nunca me protegía de la correa. Había desarrollado tal necesidad por el látigo que con sólo verlo mí carne temblaba con entusiasmo. Siempre atrapaba con rapidez a las princesitas en las persecuciones del jardín, las alzaba bien arriba cogiéndolas por las muñecas y las transportaba sobre el hombro, con sus calientes pechos contra mi espalda. Había sido un reto interesante dominar a dos e incluso a tres en una sola tarde y con idéntico vigor.
Pero esta cuestión de la huida... ¡Quizá quisiera conocer mejor a mis amos y mis señoras! Porque cuando me convirtiera en el fugitivo capturado sentiría todo su poder en la mismísima médula de los huesos. Sentiría todo lo que ellos eran capaces de hacerme sentir, por completo.
Fuera cual fuese el motivo, esperé hasta que la dama se quedó dormida en la silla del jardín, entonces me levanté, eché a correr hacia el muro y trepé por él para saltar al otro lado. No escatimé esfuerzos para atraer su atención. Aquello se convertía en un intento inequívoco de fuga. Sin volver la mirada atrás, corrí por los campos segados en dirección al bosque.
No obstante, nunca me había sentido tan desnudo, tan completamente esclavo como en esos momentos en los que mostraba mi rebelión.
Todas las hojas, todas las altas briznas de hierba rozaban mi carne desprotegida. Mientras corría errante bajo los oscuros árboles, y cuando me arrastraba en las proximidades de las torretas de vigilancia del pueblo, me sorprendió sentir una vergüenza diferente.
Cuando se hizo de noche, tuve la impresión de que mi piel desnuda relucía como un faro que el bosque no podría ocultar. Pertenecía al intrincado mundo del poder y la sumisión, y equivocadamente había intentado escabullirme de sus obligaciones. El bosque lo sabía. Las zarzas me arañaban las pantorrillas. Mi verga se endurecía al menor sonido procedente de la maleza.
Nunca olvidaré el horror y la emoción finales de la captura, cuando los soldados me descubrieron en la oscuridad y completaron progresivamente el cerco sin dejar de gritar hasta tenerme totalmente rodeado.
Varios pares de manos rudas cayeron sobre mis brazos y piernas. Cuatro hombres me transportaron casi pegado al suelo, con la cabeza colgando y las extremidades estiradas, como si fuera un simple animal que les había proporcionado una buena cacería; así fui trasladado hasta el campamento iluminado por antorchas entre vítores, abucheos y risas.
En el tremendo e ineludible instante de ser juzgado, todo quedó un poco más claro. El príncipe de ilustre cuna se había convertido en un ser inferior y testarudo que debía ser azotado y ultrajado repetidamente por los fogosos soldados hasta que el capitán de la guardia apareciera y ordenara que me ataran a la gruesa cruz de castigo de madera.
Fue durante esa dura experiencia cuando volví a ver a Bella. Para entonces ya la habían enviado al pueblo y el capitán de la guardia la había escogido como su juguete particular. Allí, de rodillas sobre la tierra del campamento, era la única mujer presente. Su fresca piel, mezcla de rosa y blanco lechoso, era mucho más deliciosa con el polvo que se pegaba a ella. Bella magnificó con su intensa mirada todo lo que me sucedía.
Sin duda, yo aún la fascinaba; era un auténtico fugitivo y, de cuantos nos encontrábamos en el barco del sultán, el único que se había merecido la cruz de castigos.
En los primeros días que pasé en el castillo había tenido ocasión de echar un vistazo a varios esclavos que habían sido atrapados y que también estaban subidos a la cruz, con las piernas completamente estiradas en el madero transversal, la cabeza doblada hacia atrás sobre lo alto de la cruz de tal manera que mirara de lleno al cielo, la boca tensada por la tira de cuero negro que mantenía su cabeza en esta posición. Había sentido terror por ellos, pero me había admirado de que, en esta deshonra, sus penes estuvieran tan duros como la madera a la que estaban atados sus cuerpos.
Luego fui yo el condenado. Me había introducido voluntariamente en la escena para atarme de la misma dolorosísima manera, con los ojos mirando hacia el cielo los brazos doblados detrás de la áspera estaca, los muslos separados, completamente estirados y doloridos, y la verga tan dura como cualquiera de las que vi antes.
Bella era una más entre miles de espectadores.
Me pasearon por las calles del pueblo acompañado del lento doblar del tambor, para que la multitud de lugareños que oía pero no podía ver me contemplara. Con cada nuevo giro de las ruedas de la carreta, el falo de madera colocado en mi trasero se agitaba en mi interior.
Había sido delicioso y a la vez extremado, la mayor de todas las degradaciones. Me descubrí a mí mismo deleitándome en todo aquello, incluso mientras el capitán de la guardia me azotaba el pecho desnudo, con las piernas separadas y el vientre al descubierto. Con qué facilidad tan sublime rogué con gemidos y espasmos incontrolados, pues sabía con toda certeza que jamás atenderían mis súplicas. Qué agradable cosquilleo de excitación había sentido en el alma al saber que no había la menor esperanza de clemencia para mí.
Sí, en aquellos momentos había percibido todo el poder de mis secuestradores pero también había descubierto mi propio poder; los que carecemos de todo privilegio aún podemos incitar y guiar a nuestros castigadores hasta nuevos reinos de ardor y atenciones amorosas.
Ya no me quedaban deseos de agradar, ninguna pasión que colmar. Sólo una entrega atormentada y divina. Había balanceado desvergonzadamente las nalgas sobre el falo que sobresalía de la cruz que penetraba en mí al tiempo que recibía los rápidos azotes de la correa de cuero del capitán como si fueran besos. Había forcejeado y llorado a mis anchas sin la menor dignidad.
Supongo que la única tacha en aquel magnífico esquema era que no podía ver a mis torturadores a menos que se situaran directamente encima de mí, lo cual sucedía con poca frecuencia.
Por la noche, instalado en la plaza del pueblo en lo alto de la cruz, oía cómo mis torturadores se reunían en la plataforma que tenía debajo, sentía cómo me pellizcaban el escocido trasero y me azotaban a verga. Deseé poder apreciar el desprecio y el humor en sus rostros, su absoluta superioridad al lado del ser tan ínfimo en que me habían convertido.
Me gustaba estar condenado. Me deleitaba esta exhibición despiadada y aterradora de insensatez y sufrimiento, aun cuando me estremecía con los sonidos que anunciaban más latigazos, con el rostro surcado por lágrimas incontrolables.
Aquello era infinitamente más soberbio que ser el juguete tembloroso y abochornado de lady Elvira. Mejor aún que el dulce entretenimiento de copular con princesas en el jardín.
Finalmente, también hubo compensaciones especiales, pese al doloroso ángulo desde el que observaba. El joven soldado, después de azotarme al compás de las campanadas de las nueve de la mañana, situó la escalera a mi lado y, mirándome a los ojos, besó mi boca amordazada.
No pude mostrarle cuánto lo adoraba. Fui incapaz de cerrar los labios sobre la gruesa tira de cuero que me amordazaba y mantenía mi cabeza inmóvil. Sin embargo, él me sujetó la barbilla y chupó mi labio superior, luego el inferior y, por debajo del cuero, desplazó su lengua hasta el interior de mi boca. Luego me prometió en un susurro que a medianoche recibiría otra buena azotaina. Él mismo iba a ocuparse de ello; le gustaba fustigar a los esclavos malos.
—Tenéis un buen tapiz de marcas rosadas en vuestro pecho y en el vientre —dijo—, pero aún quedaréis más guapo. Luego, al amanecer, os tocará la plataforma pública, donde os desatarán y os obligarán a doblaros de rodillas para que el maestro de azotes haga su trabajo ante el gentío de la mañana. Cómo van a disfrutar con un príncipe grande y fuerte como vos.
Volvió a besarme, me chupó una vez más el labio inferior y recorrió mi dentadura con su lengua. Me agité contra la madera, me opuse a las ataduras mientras mi pene, tieso como una tranca, demostraba un más que voraz apetito.
Intenté mostrar de todas las maneras mudas que conocía mi amor por él, por sus palabras y por su actitud cariñosa.
Qué extraño resultaba todo, incluso el hecho de que tal vez él no me comprendiera.
Pero no importaba, aunque me dejasen amordazado para siempre sin poder contárselo a nadie. Lo que sí importaba era que había encontrado el lugar perfecto para mí y que nunca me levantaría. Debía convertirme en el emblema del peor de los castigos. Si al menos mi verga, mi pobre verga hinchada, conociera un momento de respiro, sólo un instante...
Como si hubiera leído mis pensamientos, el joven soldado me dijo:
—Pues bien, ahora te voy a hacer un regalito. Al fin y al cabo, queremos que este hermoso órgano se mantenga en buena forma, y eso no se consigue con holgazanerías —oí la risa de una mujer cerca de él—. Es una de las muchachas más encantadoras del pueblo —continuó mientras me apartaba el pelo de los ojos—. ¿Te gustaría echarle una buena ojeada primero?
Oooh, sí, intenté responder. Entonces, por encima de mí, vi un rostro de saltarines rizos rojizos, un par de dulces ojos azules, mejillas sonrojadas y unos labios que descendieron para besarme.
—¿Veis lo guapa que es? —me preguntó el soldado al oído. Y a ella le dijo—: Podéis empezar, ricura.
Sentí sus piernas que se enroscaban a las mías, sus enaguas almidonadas que me hacían cosquillas en la carne, su húmeda entrepierna frotándose contra mi pene y luego la pequeña vaina velluda que se abría al descender tan apretada sobre mí. Gemí con más fuerza de la que al parecer se puede gemir. El joven soldado sonreía por encima y volvió a bajar la cabeza para depositar sus besos húmedos, libadores.
Oh, qué pareja tan encantadora y ardorosa. Me revolví inútilmente bajo las ligaduras de cuero pero ella imprimía el ritmo a ambos, cabalgaba sobre mí, arriba y abajo, entre las sacudidas de la pesada cruz, y recorrió mi verga hasta que hizo erupción dentro de la muchacha.
Después de aquello no vi nada, ni siquiera el cielo.
Recordaba vagamente que el joven soldado se había acercado para decirme que era medianoche, la hora de mi siguiente azotaina. También me dijo que, si era buen chico a partir de entonces y mi verga permanecía en posición firme con cada zurra, haría que me trajeran otra muchacha del pueblo la noche siguiente. En su opinión, un fugitivo castigado debía disponer de una muchacha con cierta frecuencia, aunque sólo fuera para agravar su sufrimiento.
Yo sonreí agradecido bajo la mordaza de cuero negro. Sí, cualquier cosa que agravara el sufrimiento. ¿Cómo podría ser un buen chico? Pues contorsionándome y forcejeando, haciendo ruido para expresar mi sufrimiento, extendiendo con fuerza hacia la nada mi verga hambrienta. Estaba más que dispuesto a ello. Deseaba saber cuánto tiempo estaría expuesto de esta guisa. Me habría gustado permanecer así para siempre, como símbolo perenne de bajeza, únicamente digno de desprecio.
De tanto en tanto pensaba, mientras la correa me alcanzaba los pezones y el vientre, en el modo en que lady Elvira me había mirado cuando me hicieron entrar empalado en la cruz por las puertas del castillo.
Al alzar los ojos la había avistado junto a la reina, en la ventana abierta. Entonces las lágrimas desbordaron mis ojos y lloré desesperadamente. ¡Era tan guapa! La veneraba precisamente porque sabía que entonces iba a imponerme el peor de los castigos.
—Lleváoslo —había dicho mi señora con aire casi hastiado, propagando su voz por el patio vacío—. Comprobad que lo azotan a conciencia y vendedlo en el pueblo a un amo o señora que sea especialmente cruel.
Sí, se trataba de otro juego de disciplina necesaria con nuevas normas, y en él descubrí una capacidad de sumisión con la que no había soñado.
—Laurent, iré al pueblo en persona para ver cómo os venden —dijo mi ama cuando me llevaban—. Me aseguraré de que servís en la ocupación más miserable.
Amor, un amor verdadero por lady Elvira lo había acentuado todo. Pero las posteriores reflexiones de Bella en la bodega del barco me confundieron.
¿Era la pasión por lady Elvira todo lo que puede llegar a ser el amor? ¿O se trataba simplemente del amor que uno puede sentir por cualquier dama perfecta? ¿Se podía aprender aún más en el crisol del ardor y el dolor sublime? Quizá Bella era más perspicaz, más honesta... más exigente.