Eran los pitones, sin embargo, lo que más intrigaba a Schofield. Podía entender que un cazarrecompensas portara consigo una bolsa para cadáveres, pero ¿pitones?
Los pitones son unos resortes similares a unas tijeras que los escaladores introducen en pequeñas grietas de las montañas. El resorte del pitón se abre con tanta fuerza, sujetándose en las paredes de la grieta, que los escaladores pueden atarle cuerdas y sostener el peso de su cuerpo. Schofield se preguntó para qué las podría usar alguien como él.
—Una pregunta; ¿para qué usa los pitones?
Knight se encogió de hombros.
—Para escalar muros y paredes. Para trepar por los edificios.
—¿Para nada más? —preguntó Schofield.
¿Como instrumento de tortura, quizá
?
Knight le sostuvo la mirada.
—Tienen… otros usos.
Cuando el reabastecimiento hubo casi finalizado, Schofield y Knight salieron.
—Usted se ocupa del operador —dijo Knight mientras sacaba otra pistola de 9 mm—. Yo me encargo de la tripulación de la cabina.
—Vale —aceptó Schofield antes de añadir rápidamente—: Knight, puede hacer lo que quiera en el Hércules, pero ¿qué le parece no usar la fuerza letal aquí?
—¿Qué? ¿Por qué?
—Esta tripulación no ha hecho nada.
Knight frunció el ceño.
—Oh, bien…
—Gracias.
Y se pusieron en marcha.
Con sus quince ventanas en la cabina de mando, el avión de transporte C-130 proporcionaba a sus pilotos una visibilidad excepcional. En esos momentos los dos pilotos del Hércules británico podían ver la parte posterior del VC-10 encima de ellos y la larga manguera que se extendía desde este, como si de su cola se tratara, hasta el receptáculo situado justo sobre su cabina.
Habían hecho ese tipo de reabastecimiento en vuelo cientos de veces. Una vez los dos aviones estuvieron conectados, los pilotos habían activado el piloto automático y se habían preocupado más de observar los números del reabastecimiento de combustible que las increíbles vistas exteriores.
Probable razón por la que no se percataron cuando, a los veintidós minutos de reabastecimiento, una figura vestida de negro se deslizó por la manguera cual especialista desafiando a la muerte, y las ventanas de la cabina de mando estallaron por el impacto de su ráfaga de disparos.
Era una imagen espectacular, dos aviones gigantescos volando conjuntamente a veinte mil pies de altitud, unidos por la cola y el morro por la manguera…
… Y la diminuta figura de un hombre deslizándose por esa manguera como si de una tirolina se tratara, colgado de una mano mientras con la otra blandía una pistola H&K y disparaba a la cabina de mando del Hércules.
Sus dos pilotos se agacharon cuando los cristales estallaron en añicos.
El viento entró en la cabina. Pero el avión, con el piloto automático activado, siguió en posición.
Por su parte, Aloysius Knight se deslizó por la manguera de combustible a una velocidad vertiginosa, colgado del cinturón de seguridad que había atado a la manguera con el rostro cubierto por una máscara de oxígeno para aviadores de gran altura y un ultracompacto paracaídas de ataque MC-4/7 en la espalda.
Puesto que el receptáculo del Hércules estaba situado directamente encima de su cabina, Knight finalizó su descenso atravesando las ventanas hechas añicos del aparato y aterrizó en el interior de la cabina golpeada por el viento.
Habló por el micro de su muñeca:
—¡De acuerdo, Espantapájaros! ¡Baje!
Unos segundos después, una segunda figura (también con máscara y un pequeño paracaídas) se deslizó desde el avión cisterna por la manguera de combustible antes de desaparecer por lo que quedaba de las ventanas del Hércules.
En el compartimento de carga del Hércules, todos se volvieron (ocho soldados vestidos de negro, dos hombres trajeados y dos prisioneros) al oír un estruendo atronador en la cabina, seguido del rugido del aire entrante.
Los ocho soldados eran miembros del equipo de entrega del IG-88. Nadie conocía los nombres de los dos hombres trajeados, pero llevaban plaquitas identificativas del MI6: el servicio de Inteligencia Secreto británico.
Y los dos prisioneros eran la teniente Elizabeth
Zorro
Gant y el general Ronson H. Weitzman, los dos del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, capturados por las fuerzas de Larkham en Afganistán.
Justo cuando el ataque había comenzado en mitad del vuelo, Gant había recuperado la conciencia. Estaba sentada en la bodega del Hércules con las manos esposadas a la espalda.
A poca distancia de ella, Ronson Weitzman, uno de los oficiales de mayor rango del Cuerpo de Marines, yacía bocarriba sobre el capó de un Humvee estacionado en la bodega, atado, con los brazos extendidos como si lo hubieran crucificado en horizontal, con las muñecas sujetas con dos pares de esposas a cada espejo lateral del Humvee.
Le habían cortado la manga derecha del uniforme y le habían colocado una goma alrededor de su brazo descubierto.
Los dos hombres del MI6 estaban a su lado. Gant se había despertado cuando el más bajo había sacado una aguja hipodérmica del brazo de Weitzman.
—Dele un par de minutos —había dicho ese mismo hombre.
El general levantó la cabeza con ojos vidriosos.
—Hola, general Weitzman —dijo el agente más alto mientras sonreía—. La droga cuyos efectos está comenzando a notar se conoce como EA-617. Estoy seguro de que un hombre de su rango habrá oído hablar de ella. Es un desinhibidor neuronal, una droga que retarda la liberación del neurotransmisor ácido gamma-aminobutírico en su cerebro, y que hará que responder a nuestras preguntas con sinceridad resulte algo más sencillo.
—¿Qué? —Weitzman se miró el brazo—. ¿… 617? No…
Observando la escena desde una distancia prudente estaban los miembros del IG-88, comandados por el alto e increíblemente apuesto soldado que Gant había visto en las cuevas de Afganistán. Había oído a los otros hombres del IG-88 llamarlo «Cowboy».
—Muy bien, general —dijo el hombre alto del MI6—. El código de desactivación universal. ¿Cuál es?
Weitzman frunció el ceño y apretó con fuerza los ojos, como si su cerebro estuviera intentando resistirse a la droga de la verdad.
—No… no conozco ese código —dijo de una manera poco convincente.
—Sí que lo conoce, general. El código de desactivación universal estadounidense. El código que anula todos y cada uno de los sistemas de seguridad de las fuerzas armadas estadounidenses. Usted supervisó su entrada en un proyecto militar secreto llamado proyecto Kormoran. Sabemos de la existencia de ese proyecto, general. Pero no sabemos el código, y eso es precisamente lo que queremos. ¿Cuál es?
Gant estaba completamente estupefacta.
Había oído rumores acerca de la existencia de un código de desactivación universal. Una leyenda urbana: un código numérico que anulaba los sistemas de seguridad militares de Estados Unidos.
Weitzman parpadeó, resistiéndose a la droga.
—No… no existe…
—No, general —dijo el hombre alto—. Sí que existe y usted es una de las cinco personas de la cúpula militar que lo conocen. Quizá debería incrementarle la dosis.
El hombre alto sacó otra jeringa y se la inyectó en el brazo a Weitzman.
Weitzman rugió.
—No…
El suero EA-617 penetró en su brazo.
Y fue entonces cuando las ventanas de la cabina de mando habían estallado en añicos bajo la ráfaga de disparos de Knight.
Schofield aterrizó en la cabina del Hércules, junto a Knight.
—¿Puedo usar ya la fuerza letal? —gritó Knight.
—¡Adelante!
Knight señaló a un monitor de televisión en el salpicadero de la cabina, un monitor que mostraba una imagen en gran ángulo del compartimento de carga del Hércules.
Schofield vio cerca de una docena de cajas de madera junto a las escaleras de acceso a la cabina un Humvee con Weitzman crucificado sobre el capó, ocho de los malos con uniformes de combate negros y, en el suelo, apoyada contra la pared de la bodega, a la izquierda del Humvee, con las manos esposadas a la espalda…
… Libby Gant.
—Son demasiados para abatirlos con armas —observó Schofield.
—Lo sé —dijo Knight—. Así que quitemos las armas de la ecuación.
Sacó dos pequeñas granadas de su ropa de combate, dos granadas pintadas de amarillo.
—¿Qué son…? —preguntó Schofield.
—AC-2. Británicas. Granadas adhesivas.
—Cargas antiarmas de fuego —dijo Schofield mientras asentía con la cabeza—. Vaya, vaya.
El SAS británico, experto en operaciones contraterroristas, había desarrollado las AC-2 para operaciones contra terroristas armados que tuvieran rehenes. Básicamente se trataba de una granada de mano estándar, pero con una característica extra muy especial.
—¿Listo? Recuerde, dispone de un disparo antes de que su arma se encasquille —dijo Knight—. Muy bien, echemos la casa abajo.
Entreabrió la puerta de la cabina de mando y lanzó las dos cargas AC-2 a la bodega.
Las dos granadas de color amarillo volaron por el compartimento de carga y rebotaron sobre la parte superior de las cajas de madera de la bodega antes de aterrizar en el suelo junto al Humvee y…
Primero se produjo la explosión: destellos de una cegadora luz blanca seguidos de estallidos atronadores cuyo objetivo era ensordecer y desorientar.
Y, a continuación, tuvo lugar la característica adicional de las granadas AC-2.
Cuando explotaron, las dos granadas lanzaron en todas direcciones unas brillantes partículas grises y blancas que cubrieron por completo el espacio cerrado del compartimento de carga.
Las partículas eran como confeti y, una vez se hubieron dispersado, se quedaron flotando en el aire, de tamaño microscópico, conformando un velo gris y blanco, cual bola de nieve que se acabara de agitar. Solo que no era confeti. Era un adhesivo especial, un componente fibroso y pegajoso que se pegaba a todo.
La puerta de la cabina de mando se abrió y Knight y Schofield irrumpieron en la bodega.
El soldado del IG-88 más cercano fue a coger su arma, pero recibió un virote en la cabeza, cortesía de la miniballesta que Knight llevaba colocada en la protección de su antebrazo derecho.
El segundo hombre más cercano a ellos también se giró rápidamente, y un virote, lanzado esta vez desde la ballesta del brazo izquierdo de Knight, le atravesó el ojo.
Fue el tercer soldado del IG-88 el que logró apretar el gatillo de su fusil de asalto Colt Commando.
El fusil disparó… una vez. Una bala solo. A continuación se encasquilló.
El pegajoso adhesivo de las granadas de Knight se había adherido a su cañón, a su percutor, a todas las piezas móviles, inutilizándolo.
Schofield golpeó al hombre con la culata del Maghook.
Pero los otros dos hombres del IG-88 habían aprendido rápidamente la lección y, en cuestión de segundos, lanzaron sendos cuchillos de caza Warlock que se clavaron en las cajas de madera que había junto a ellos.
Knight respondió sacando de su chaleco una de las armas más siniestras que Schofield jamás había visto: una estrella ninja de cuatro pequeñas hojas afiladas o
shuriken
. Era del tamaño de la mano de Schofield: cuatro hojas brutalmente curvadas y afiladas que se extendían desde un núcleo central.
Knight lanzó el
shuriken
con destreza y este cortó lateralmente el aire, silbando, antes de rajar las gargantas de los dos soldados del IG-88.
Cinco
, pensó Schofield.
Quedan tres, además de los dos con traje
…
Y entonces una mano lo agarró de repente…
… Lo agarró con una fuerza que lo pilló desprevenido…
… Y Schofield salió despedido hacia la entrada a la cabina.
Se golpeó con dureza contra el suelo y cuando alzó la vista vio a un gigantesco soldado del IG-88 acercándose acechante hacia él. Era enorme: al menos dos metros diez, de color, con unos bíceps descomunales y un rostro crispado por una furia desmedida.
—¿Qué coño crees que estás haciendo? —dijo el gigante.
Pero Schofield ya estaba de nuevo en movimiento. Se puso en pie y le propinó un tremendo golpe con la culata del Maghook en la mandíbula.
El golpe dio en el blanco.
Y el gigante ni se inmutó.
—Oh, oh —exclamó Schofield.