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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

La llamada (2 page)

BOOK: La llamada
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Meses después Gracia aún no había podido digerir su silencio de entonces, las lágrimas que la sofocaban; de hecho, no había encontrado fuerzas ni para sostenerles la mirada y, al final, había sentido que veinte años de su vida se desvanecían como sombras, igual que ladrones en la noche, sin dejar testigos.

Después, durante el saqueo, uno de aquellos hijos vengativos había atravesado el rellano de la escalera y había llamado a su puerta:

—Si quieres alguna cosa de recuerdo del piso de papá... —le ofreció.

Y Gracia, asqueada, respondió:

—Tráeme la insulina que hay en la nevera.

No fue la discreción el motivo por el que le trajeron las cinco cajas sin hacerle ninguna pregunta; tampoco fue el odio: más bien fue la pura estupidez. Pero desgraciadamente, a raíz de aquel sarcasmo envenenado, la insulina de Gabriel se quedó allí, en la nevera de Gracia, esperándola.

De hecho, todavía la espera: es su legado. Ya ni siquiera trata de rehuirlo: sabe que tarde o temprano abrirá la nevera y hará mutis definitivamente, sin ruido y sin tragedia, en la soledad de su apartamento.

La cuestión es saber por qué no lo ha hecho aún. ¿Qué la detiene? ¿No será lo mismo que la hizo salir de su casa para encontrarse con un desconocido en mitad de la noche? ¿Ese poco de esperanza que flota sobre el miedo? ¿O quizá una pequeña rendija de luz en la oscuridad más absoluta?

Es difícil de saber pero, en cualquier caso, la noche del 28 de febrero empezaba a llover cuando ella llegó a aquel pequeño y silencioso parque, frente al Pueblo Español.

Un remedio de abrazo inverosímil

He de confesar que yo también tenía miedo, pero no del encuentro propiamente dicho, sino de verme obligado a tocarla o rozarla de algún modo y acabar contaminándome de gravedad a causa de ello. Me había entrenado a conciencia y confiaba en que bastaran las fuerzas de mi propio organismo para contener la contaminación, pero la verdad es que no estaba totalmente seguro porque en materia de contaminación siempre existe un riesgo irreductible, de manera que yo también estaba bastante nervioso cuando llegué a aquel solitario lugar.

Nunca podré olvidar la mirada de Gracia la primera vez que me vio. Se había resguardado de la lluvia bajo un árbol de aquel parque y, aunque no se atrevía a confesárselo, en el fondo esperaba la llegada de algún ser sobrenatural: quizá el Dios amigable de su infancia, el ángel de la muerte o el mismo diablo, no lo sé. De hecho, esperaba cualquier cosa; se lo esperaba todo menos a mí.

He de aclarar que yo había preparado muy cuidadosamente aquel primer encuentro. Consciente de que mi apariencia —y mi estatura— la asustarían mucho, me había vestido de una manera que pretendía resultarle familiar, pero a la hora de la verdad no me sirvió de nada: en cuanto me vio, echó a correr y, tal como había temido, no tuve más remedio que perseguirla y sujetarla.

Fue una experiencia brutal para los dos: su corazón latía a mil por hora entre mis brazos, que trataban de inmovilizarla sin hacerle daño, estrechándola fuerte contra mi pecho, mientras su miedo, desnudo, candente, me atravesaba de parte a parte.

Resultó ser una sensación casi insoportable que estaba más allá del dolor, en un registro de una intensidad desconocida para mí. Finalmente, comprendí que desfallecía pero no quise aflojar y acabamos los dos en el suelo, de rodillas, en un remedo de abrazo inverosímil.

Entonces me di cuenta de que se hacía el silencio en mi cabeza: de pronto había dejado de oírla. La proximidad abrumadora del contacto físico me ensordecía; por primera vez en mi vida estaba completamente sordo y, por más que los miraba, en sus ojos sólo podía ver un terror salvaje, impreciso: vacío.

De hecho, se trata de un efecto bien conocido: resulta que, de entrada, el contacto directo con los seres humanos inhibe todas las formas de comunicación inmanente, las anihila sin ninguna distinción. En especial, tocarlos es muy peligroso, porque la intensidad de sus sentimientos se adentra en nuestro córtex conector igual que un aguijón, sin restricciones, y acaba colapsándolo. Prácticamente es como un deslumbramiento; durante unos cuantos minutos no es posible captar nada en absoluto, ni tan siquiera las emociones más primitivas, de manera que sólo quedan las palabras —la ingeniería sencilla y elemental de sus idiomas fonéticos— para entenderse con ellos.

Siempre me había imaginado este fenómeno como una especie de sordera extrema, pero reconozco que nunca se me había ocurrido que también pudiera constituir una desgarradora forma de soledad. Hacía años que ansiaba encontrarme con Gracia; había pasado más tiempo aún aprendiendo su lengua, escuchándola de todas las maneras posibles e ingeniándomelas para establecer un pequeño contacto insignificante. De tanto en tanto la llamaba por teléfono fingiendo una equivocación; durante unos segundos hablaba con ella y después colgaba en seguida; era una manera de explorar su memoria sin que ella se diera cuenta; de hecho, tenía bastante con un instante —el tiempo de una frase breve y banal— para adentrarme en los recuerdos de su niñez, sus melancolías, sus deseos, de la misma manera que, mucho antes de esto, su música me había hecho comprender de una vez por todas la inefable moralidad de la belleza. Y ahora que por fin estábamos cara a cara, tal como había soñado tantas veces, Gracia me parecía tan impenetrable como una figura de mármol o como una muerta. Nunca me había sentido más solo que en aquel momento, mientras a ciegas, de noche, bajo la lluvia, me esforzaba por encontrar un tono sedante y seductor:

—No tengas miedo de mí, por favor, por favor... No tengas miedo —le pedí al oído. Y, de pronto, sin motivo aparente, todo cambió: Gracia levantó la cabeza y buscó mis ojos, los mismos que un instante antes rehuía aterrada. En su expresión, la simplicidad del miedo había dejado paso a una perplejidad absoluta.

Me quedé mirándola, conteniendo el aliento, sin atreverme a hacer ningún movimiento, abrumado por mi propia confusión. Me desesperaba no ser capaz de saber qué pensaba ni qué sentía; era como avanzar a oscuras, sin ninguna referencia, por un espacio ingrávido y desconocido.

Entonces Gracia, como si se lo dijera a sí misma —y como si no acabara de creérselo—, murmuró:

—Dios mío... Es usted el que me ha llamado.

—Sí —le respondí.

—Pero... no es un hombre...

—No, no lo soy... Aunque mi especie es tan civilizada como la suya, créame, si no más. No tenga miedo de mí, por favor, no le haré ningún daño, se lo prometo; se lo prometo solemnemente. Ahora la soltaré; espero de todo corazón que no huya pero, en cualquier caso, hay una cosa que quiero que entienda: si se escapa, esta vez no volveré a perseguirla; consideraré fallido el encuentro y me iré sin más.

Tal y como le había anunciado, me aparté de ella muy lentamente pero sin perderla de vista. Entonces Gracia dio un salto hacia atrás, retrocedió de espaldas un par de metros y se levantó; a continuación, arrancó a correr hacia el coche, se metió dentro y lo puso en marcha mientras un furioso diluvio se desataba sobre la ciudad.

Reconozco que en aquel momento lo di todo por perdido: los viejos sueños, la búsqueda interminable, en definitiva, el trabajo de toda una vida. Una última puerta acababa de cerrarse sobre aquel mundo sin salida y ya sólo restaba irse para no volver jamás.

Pero aquella noche yo no tenía ánimos ni para moverme, así que me quedé arrodillado en el suelo, bajo la lluvia, despidiéndome mentalmente de Gracia Durán.

Lo cierto es que estaba muy decepcionado: habría jurado que su curiosidad sería más fuerte que el miedo, pero al parecer estaba equivocado. Seguramente ella habría necesitado tiempo —un tiempo que no teníamos— para comprender el alcance de aquel encuentro. Fuera como fuese, el esfuerzo de tantos años se había perdido en unos cuantos minutos y yo me sentía culpable por mi precipitación y mi debilidad.

Era evidente que me había equivocado citándola en aquel parque de las afueras, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Quedar en el Hotel Ritz, tal como me había propuesto ella...?

En el fondo no quería dejarla ir; no quería que todo se acabase en aquel punto que vaciaba de sentido mi vida. De pronto me encontré fantaseando con la idea de presentarme en su casa. En realidad no era imposible: sólo hacía falta llegar hasta la azotea del edificio en mi transporte —una especie de ascensor, casi indetectable y totalmente silencioso que partía de la última plataforma de enlace—, y una vez allí, bajar por la escalera y llamar a la puerta del sexto segunda.

Era una idea descabellada y, sin embargo, quizá lo habría intentado aquella misma noche si finalmente no hubiera vuelto a oír, fuerte y clara, la voz de Gracia que gritaba a través de la cortina de agua:

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?

En efecto, no se había alejado ni cuatrocientos metros cuando decidió volver. Si yo no hubiera estado sordo, lo habría previsto de inmediato, en cuanto subió al coche; me habría dado cuenta de que, con un poco de paciencia, acabaría por tranquilizarse.

Porque en realidad Gracia quería saberlo todo, y no solamente quién era yo o qué pretendía, sino mucho más.

Pero, por desgracia, en aquel momento yo estaba totalmente sordo y sólo fui capaz de percibir la linealidad sencilla y descarnada de sus preguntas, el peso muerto y medio vacío de las palabras concretas: «¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?».

Y entonces sentí pánico. No quería precipitarme; me daba miedo cometer un error que pudiera estropearlo todo. Tenía que ganar tiempo como fuera: no podía contestar a ciegas a sus preguntas, en especial a la segunda de ellas —«¿Qué quiere de mí?»—; antes necesitaba saber qué estaba pensando Gracia, contar con la integridad de todos mis sentidos, o corría el riesgo de equivocarme y asustarla definitivamente, así que, mientras esperaba a restablecerme un poco de aquel maldito «deslumbramiento», decidí comenzar por la primera pregunta y tratar de explicarle quién era yo:

—Lo siento, pero me temo que no puedo presentarme como es debido —le dije—, porque mi nombre no tiene traducción posible ni puede formularse en su idioma; solamente tiene sentido en el contexto de un lenguaje inmanente, no sé si me comprende... —inquirí, pero Gracia no contestó—. No se preocupe, ahora mismo se lo explico, pero antes será mejor que nos pongamos a cubierto. ¿Qué le parece el almacén de los jardineros? Yo diría que está abierto... —le propuse, señalándole una casita que había en medio del parque.

—Prefiero continuar aquí —respondió Gracia.

—Está bien; como quiera. Volvamos a la cuestión de mi idioma: imagínese un lenguaje con una velocidad de comunicación vertiginosa, inmensa, que funcionase como una especie de superconductor capaz de transmitir una gran cantidad de información en un solo instante... Pues eso precisamente es un lenguaje inmanente: una forma de comunicación rapidísima y perfecta que se establece de córtex a córtex, sin voz y sin palabras... Una completa maravilla, aunque los nombres propios resulten absolutamente intraducibles, de manera que, para empezar, será mejor escogerme un nombre cualquiera... Puede llamarme como guste: Ferrer, Daniel, Ana... Tanto da.

Era muy consciente de que aquella clase magistral bajo la lluvia resultaba casi grotesca, pero tenía que ganar tiempo como fuera.

—¿Y bien? ¿Qué nombre le gusta más para mí?

Parecía que en esta ocasión tampoco iba a contestarme, cuando de pronto murmuró:

—Ana es un nombre de mujer...

—Sí, es verdad. Y yo no soy una mujer, pero es que en realidad tampoco soy un hombre: nosotros no tenemos género.

—¿Nosotros...? —inquirió en voz muy baja, casi inaudible.

—Sí; los míos y yo: nosotros.

—¿Y quiénes son ustedes?

—No sabría cómo explicarle... Quizá una suerte de epígonos: los últimos supervivientes de una especie muy antigua que hace miles de años ocupaba un pequeño planeta de esta misma galaxia.

—¿Y ahora están aquí?

Asentí con la cabeza y la dejé formarse una impresión equivocada de los hechos.

Fue como decirle una mentira. Hasta entonces no lo había hecho nunca; en mi idioma no es posible mentir: la comunicación inmanente lo impide.

—Es increíble... ¿Entonces usted viene de otro mundo? —añadió atónita—. ¿Y cómo es que me conoce? ¿Cómo es que habla mi idioma?

—Ya me doy cuenta de que resulta muy chocante pero es que, precisamente, yo soy traductor. Antes, de joven, era traductor de francés, pero mi Maestro y mentor desapareció de pronto y yo no conseguía sobreponerme, así que cambié de idioma y me convertí en traductor de español. A decir verdad, usted tuvo mucho que ver con esa elección.

—¿Yo?

—Sí. Ahora mismo se lo explico, pero antes escúcheme, se lo ruego: yo puedo permanecer bajo la lluvia tanto como quiera, no me molesta nada en absoluto, pero usted está temblando... Entremos dentro de esa casita; dejaré la puerta abierta. No tenga miedo, por favor.

Gracia se quedó mirándome con una expresión llena de angustia y luego preguntó:

—¿Qué me espera allí dentro?

Y en ese preciso instante, por fin, se restableció mi conexión con ella y volví a oírla.

La pura verdad es que estaba medio muerta de miedo y, sin embargo, había decidido acompañarme a donde fuera, así, sin motivo alguno, solamente porque yo era lo más parecido a la esperanza que se había encontrado en los últimos diez años.

¡Qué extraños son los seres humanos! Y que dura debe de ser su vida. Antes me parecía que lo sabía todo sobre su naturaleza, pero estaba equivocado: he tenido que experimentar la sordera humana para entender de verdad la soledad espantosa en la que viven.

En efecto, Gracia tenía razón; la elección de aquel cobertizo no era casual: unas horas antes yo había estado allí; había reventado la puerta y después la había dejado ajustada para que no se notase; había llenado de leña la estufa de hierro y, además, me había asegurado de que hubieran sillas. Sencillamente, yo quería disponer de un lugar caliente y tranquilo donde poder conversar con calma.

Como es natural, Gracia se había dado cuenta de que yo trataba de llevarla hacia allí y entonces se había imaginado que, detrás de aquella puerta desvencijada, la esperaba un infierno en forma de agujero negro o alguna cosa parecida.

Pero pese al miedo y al instinto de supervivencia, Gracia necesitaba tan desesperadamente encontrarle un sentido a su dolor y a su vida que estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de entender y saber.

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