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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

La llamada (7 page)

BOOK: La llamada
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—¿Qué?

—Que no fue culpa tuya, Walker. Tu mamá no se fue por lo de la cama: eso no tiene ninguna importancia... Muchos niños se hacen pipí en la cama y su mamá no se va por eso.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque lo sé, Walker. Aquella mañana tu madre no se echó a llorar porque tú hubieses ensuciado la cama, sino porque sabía que se iba. Ella ya lo sabía y por eso lloraba: porque tenía que dejarte y estaba muy triste. Lo de la cama no tuvo nada que ver, Walker, tienes que olvidarlo; no está relacionado con todo lo demás.

—Pero se puso a llorar cuando vio la cama mojada —musitó el niño—; se puso a llorar mucho, mucho, mucho... Y cuando volví del colegio, ya se había ido.

—Walker, créeme —le dijo el ángel—: mamá no se fue por eso. No fue culpa tuya.

Aunque aquella noche no hubieses ensuciado la cama, tu mamá se habría ido igual.

Tienes que contarle a tu padre lo que pasó: él te lo explicará, Walker, y entonces verás que yo tengo razón, que tu mamá se fue por otras causas que no tienen nada que ver contigo. No debes seguir mortificándote con esa idea: tienes que contárselo todo a tu padre.

—¿Y si se enfada conmigo y se va también?

—Walker, mírame. Yo soy el ángel de la guarda y lo sé: papá no se enfadará; te lo prometo. Tú cuéntale lo que has estado pensando durante todo este tiempo y entonces él te explicará por qué se fue mamá. Hazme caso, Walker, por favor. Lo más probable es que hayan tenido problemas; los padres a veces se pelean y se separan.

No ha sido culpa tuya, de verdad; te lo prometo, Walker.

—¿Estás seguro? —le preguntó el niño en un hilo de voz. Y luego se abrazó a su cuello y se echó a llorar.

Lamentablemente el padre de Walker no estuvo a la altura de las circunstancias y nunca condescendió a explicarle a su hijo algo que por lo visto le humillaba, de manera que Walker se enteró de lo esencial cuando ya era mayor, por la confidencia de un pariente lejano que le contó que su madre se había marchado con otro hombre y que había muerto de cáncer unos pocos años después.

Así pues, Walker nunca obtuvo respuesta a sus preguntas ni tampoco consiguió comprender del todo la enigmática deserción de su madre pero, gracias a la providencial intervención del ángel, pudo sobreponerse a aquella angustia secreta y devastadora que asfixiaba su niñez y seguir adelante.

En cuanto a su padre —que era ingeniero y que había llegado a Puerto Ordaz contratado por el gobierno venezolano para trabajar en la construcción de lo que, con el tiempo, llegó a ser Ciudad Guayana—, como buen hombre de ciencia, se negó rotundamente a concederle al incidente del río ningún perfil sobrenatural y acabó concluyendo que algún indígena había sacado a su hijo del agua, dando por sentado que todo lo demás era una pura invención del niño.

Pero para Walker no fue tan sencillo, ni mucho menos, porque aunque pronto dejó de mencionar aquel asunto por completo, en su fuero interno nunca se olvidó de lo ocurrido.

Contaminación

Y allí me lo encontré yo, bien enquistado en su memoria, cincuenta años después, mientras hablaba por teléfono con Gracia.

Me disponía a interpelarle cuando súbitamente me llegó un curioso mensaje del propio Jones. Él ya sabía —puesto que yo acababa de decírselo a Gracia— que había percibido su presencia a través del teléfono y por ese motivo trataba de comunicarse conmigo sirviéndose sólo de su pensamiento: «Escúcheme, por favor —repetía mentalmente—, soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. El número de mi teléfono móvil es el 555306090; repito, el 555306090. Le ruego que me llame. En cuanto usted cuelgue, yo me dirigiré a mi coche y esperaré su llamada. Repito: soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. El número de mi móvil es...».

A decir verdad, resultaba un tanto cómico, porque el pobre Walker repetía su mensaje una y otra vez, muy lentamente, como deletreando las frases en su cabeza:

«Soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. Mi número de teléfono móvil es el 555306090...».

Por supuesto, me habría bastado con no llamarle para dejarlo fuera de juego pero, por suerte o por desgracia —eso aún está por ver—, había algo entre sus recuerdos que yo tenía que explorar, algo que necesitaba saber.

Así pues, decidí despedirme de Gracia, que estaba demasiado cansada para charlar, y ponerme al habla con Walker Jones.

—Me alegro de oír tu voz —le dije a Gracia—. Estaba muy preocupado por ti.

Tenemos pendiente una larga conversación pero ahora tengo que dejarte; debo llamar a alguien a su móvil. Es importante.

No pude evitar sentir la enorme impresión que mis palabras producían en Walker Jones: fue como si una descarga le recorriera la espalda de arriba abajo.

—No te preocupes, estoy bien —me respondió Gracia—, sólo necesito dormir un poco. Hasta pronto —se despidió sucintamente antes de colgar.

Entonces le concedí unos cuantos minutos más a Walker Jones y luego marqué el 555306090.

Cuando Walker descolgó el teléfono a duras penas le salía la voz; su corazón latía ciento ochenta veces por minuto.

—No sabe cómo le agradezco que me haya llamado —dijo en un susurro—. La verdad es que no creí que fuera a hacerlo.

—Me temo que no persigo complacerle, señor Jones; he accedido a llamarle por otra razón: hay algo en sus recuerdos que me interesa especialmente y que tiene que ver con lo que le ocurrió en el Caroní. ¿Le parece bien que hablemos de ello?

—Por supuesto... —respondió Walker.

—Usted ya sabe que aquel ángel era uno de los nuestros, ¿verdad?

—Sí, eso creo.

—La cuestión es que es posible que se trate de alguien que desapareció en 1956 y del que no hemos vuelto a saber nada desde entonces.

—Pero el encuentro al que usted se refiere tuvo lugar en 1958.

—Lo sé, señor Jones —le respondí—. En realidad estoy al corriente de la totalidad de sus recuerdos pero, por desgracia, desde 1958 ha pasado tanto tiempo que sus recuerdos ya no son lo bastante precisos ni visuales como para saber con exactitud quién le salvó.

—¿Y de qué modo puedo ayudarles yo?

—Verá, Jones: en su memoria, lo mismo que en las tumbas egipcias, hay una recámara. Allí se ocultan pequeñas tramas, fragmentos de recuerdos, pormenores que el tiempo ha debilitado pero que no ha conseguido eliminar del todo. Es como una especie de cajón de sastre donde se amontonan sin orden ni rango ni concierto los detalles sobrantes del relato que sostiene la memoria. Para que usted me comprenda, su memoria es como un buen escritor que hace lo que puede para mantener los hilos lógicos, las estructuras esenciales de su discurso, desechando cuanto los sobrecarga u oscurece, descartando lo banal, lo intrascendente e incluso lo contradictorio. Pero ese esfuerzo de síntesis, ese «jardín francés», por así decirlo, genera gran cantidad de residuos, escombros que a la postre van a parar a la recámara; allí se amalgaman los unos con los otros y sufren una desfiguración progresiva, de tal manera que en ocasiones es casi imposible hallarlos o reconstruirlos... Me pregunto si podría contar con usted para intentar indagar en su recámara, señor Jones.

—Por completo —me respondió sin dudarlo un solo instante.

Se hacía evidente que su valor era mucho más que una cuestión de carácter; nacía de una determinación obsesiva, inquebrantable: sencillamente se había pasado toda su vida buscándome y por fin me había encontrado. Todo lo demás era secundario para él.

No obstante, su sentido de la lealtad —y de la gratitud— le imponía un cierto resquemor:

—¿Por qué le buscan? —preguntó—. ¿Era... un prófugo?

—No, señor Jones, era alguien muy respetado y querido. La información que pueda proporcionarnos no le va a ocasionar el menor perjuicio a su salvador, no se preocupe por eso.

—En cualquier caso —dijo Jones como para tranquilizarse a sí mismo—, después de cincuenta años ya será muy viejo o habrá muerto.

—No —le contesté—, en absoluto; en su ciclo vital, cincuenta años no son más que un breve lapso de tiempo. Si, como yo creo, fue mi Maestro quien le salvó, estamos hablando de alguien que tiene miles y miles de años en su memoria —le expliqué yo simplificando mucho.

—¿Miles de años...? —repitió Walker atónito.

—En efecto, sí, aunque no hay nada de sobrenatural en ello, señor Jones; sólo es algo que tiene que ver con nuestro lenguaje. Creo que ya conoce usted los aspectos esenciales de la comunicación inmanente por las declaraciones de Gracia Durán que le ha mandado la policía española, ¿verdad?

—Sí.

—Y me consta, además, que durante su vuelo ha reflexionado mucho sobre esa cuestión.

—Sí, así es. La suya me parece una forma de comunicación fascinante.

A diferencia de lo que había ocurrido con Gracia, Walker Jones comprendía singularmente bien las implicaciones morales de nuestro lenguaje; y lo que es más, no sólo las comprendía en términos generales sino que también presentía todo su potencial, su verdadero alcance. A título de ejemplo sólo diré que, como homosexual, intuía perfectamente que un mundo suspendido bajo la luz cenital de la verdad, entre otras muchas virtudes, tendría la probidad de admitir y comprender aquello que era inevitable
y
en lo que no había más falta que la pura circunstancia de existir.

Ello no obstante, y pese a su notable imaginación, se había quedado corto en lo esencial:

—Pues bien —continué explicándole—: resulta que esa forma de comunicación también comporta la posibilidad de traspasar la completa totalidad de la memoria de un cuerpo a otro o, mejor dicho, dado que nosotros nos reproducimos por partenogénesis, a una nueva versión del mismo cuerpo.

—¡Santo Dios...! —musitó Walker.

—Veo que me comprende. Es como el volcado de la memoria de un ordenador en otro modelo idéntico; de manera que la vida puede proseguir así... indefinidamente.

—Entonces... —dijo Walker—, ¿ustedes no mueren nunca?

—No exactamente, señor Jones —proseguí—: hay accidentes... Y suicidios... La vida es arriesgada. Pero, en todo caso y sea como fuere, lo cierto es que nuestro fin no está necesariamente inscrito en nuestro destino, me comprende, ¿verdad?

—Ya lo creo —respondió Walker muy lentamente, tras una larguísima pausa—.

Es... la inmortalidad.

—Y no sólo eso —puntualicé yo.

—No, claro; también es la comunión, la verdad... la sabiduría... —murmuró como para sí mismo.

No cabe duda de que Walker tenía una mente rápida, potentísima dentro de sus limitaciones y con una tremenda capacidad de abstracción.

—En una palabra, amigo mío —concluí yo—: es el Bien con mayúsculas.

—Nuestro lenguaje, entonces, ¿es el mal? —me preguntó de pronto. Y me dejó completamente consternado porque no supe qué contestar.

A fin de cuentas, ¿qué es el mal? ¿Dónde está? ¿En la criatura que, desde la fragilidad de su destino, no hace otra cosa que cumplir su naturaleza? ¿O en la frivolidad del creador que la engendró así, sorda, desamparada y mortal?

Sería fácil responder si esto no fuera más que una pregunta, pero son cientos: interminables circunloquios a propósito del sentido y el valor de la vida. ¿Dónde hay que trazar la línea? ¿Qué es lo que debe tomarse en consideración: la perfección o el sufrimiento...?

Para mi Maestro, el mal consistía en tratar de dejarlo todo atrás, abandonado a merced del Omnia, en la loca creencia de que tras el horror absoluto renacería la pureza original. Pero ¿cómo, de qué modo —se preguntaba él— puede el crimen devolverle la inocencia a un Universo que no tiene el don del olvido?

Estaba desesperado; durante siglos y siglos había hecho todo lo posible por hallar una salida para los habitantes del Laboratorio, pero había fracasado. Nadie le secundaba, ni siquiera yo.

Y he aquí que, medio siglo después, la formidable intuición de Walker Jones, aun a ciegas, había hecho un blanco perfecto al preguntarme si su lenguaje era el mal:

—Es posible —dije por fin— que en su lenguaje se encuentre el origen del mal, pero aun así ustedes son inocentes, puesto que no son responsables de ser como son.

Walker escrutaba mi respuesta con su mente analítica y con su deslumbrante intuición se interrogaba sobre el verdadero alcance de lo que acababa de oír, como si presintiera que, por debajo de aquella aparente obviedad, hubiera algo oculto y siniestro.

—¿Y por qué cree usted que Dios nos habrá hecho tan distintos e inferiores a ustedes? —inquirió.

—No me haga preguntas retóricas, Jones: yo sé que usted no cree en Dios.

—Discúlpeme —continuó—; me temo que con los años me he vuelto un manipulador; es por culpa de mi trabajo. Le ruego que me perdone; le aseguro que quiero ser franco con usted, pero es que deseo tanto saberlo todo...

—Ya me doy cuenta y le propongo un trato: usted me ayudará a descubrir si fue mi Maestro el que le sacó del agua y yo trataré de satisfacer su curiosidad.

—Trato hecho —respondió Jones con una especie de euforia.

—Profundizar en sus recuerdos es un procedimiento sencillo; ya verá que no entraña ningún riesgo para usted.

—No me importa el riesgo —dijo. Y era cierto; en verdad no le importaba; en algún sentido era como si volviera a ser un muchacho que observa las estrellas con la garganta oprimida por un deseo febril—. ¿Por qué es tan esencial para usted saber si era o no su Maestro? —preguntó a continuación.

—Cuando desapareció tuvo algún gesto muy autodestructivo y todo el mundo dio por sentado que se había suicidado. Desde entonces hemos vivido con el pesar de esa clase de ausencia... Hasta hoy.

—¿Qué es lo que le hace pensar que pudo ser él?

—¿Quién, si no? Para empezar, puesto que yo no tenía ni idea del incidente, tuvo que ser alguien que ya no vivía en la Base en la fecha en que tuvo lugar. Si le hubiera sacado del río uno cualquiera de nosotros, yo lo habría sabido; el lenguaje inmanente determina una suerte de existencia colectiva en la que nada se sustrae al conocimiento general, de tal forma que cuando alguien hace lo que no debe, los demás se enteran indefectiblemente. Y, sin embargo, en este caso no fue así. ¿Por qué? Muy sencillo, porque, fuera quien fuese su salvador, ya no vivía con nosotros en 1958.

—¿Cuando alguien hace lo que no debe...? —repitió Walker intrigado.

Para Walker era difícil entender que la generosidad de aquel sujeto —su heroísmo, si se toma en consideración la violencia del Caroní en aquel punto de su cauce— se pudiera considerar ni remotamente «algo indebido».

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