Bernardo animó a Bartolomé a que regresara a la cueva con Abelardo y él, y a su vez Bartolomé le pidió al hermano Jean que los acompañara, ya que era un experto en el mundo natural y sentía gran fascinación por él. Los cuatro hombres partieron de la abadía por la mañana, tras el oficio de tercia. Contaban con regresar para asistir al oficio de sexta, a mediodía. Iban a tener que apresurarse, porque si no llegaban a tiempo para el oficio de sexta tendrían que hacer penitencia. El mundo no se acabaría. Si Bernardo hubiera sido el abad de Ruac, no habría permitido actitudes tan laxas, pero en ese día resplandeciente se sentía más explorador que clérigo.
Llegaron a la cueva a media mañana y de excelente buen humor, como un puñado de chicos que hacían algo por diversión. Bartolomé se alegró del buen ánimo y la energía que mostraba su hermano. Jean, un enfermero rechoncho y afable, el mayor del grupo por solo unos cuantos años, tenía ganas de ver los frescos por sí mismo. Bernardo y Abelardo, por su parte, siguieron forjando el vínculo que los unía.
En esta ocasión llevaron antorchas, leños de alerce con uno de los extremos envuelto con un trapo engrasado. En la cornisa que había bajo la cueva, Jean se arrodilló, pero no para rezar, sino para abrir el zurrón donde llevaba todos los materiales necesarios para hacer fuego: el pedernal, un cilindro de hierro que era el tubo roto de una vieja llave de la abadía y un pedazo de tela carbonizada que él mismo había preparado y secado.
No se anduvo con rodeos, hizo entrechocar el pedernal con el hierro para prender las astillas. Cuando hubo encendido su antorcha, los demás lo imitaron. Al cabo de unos instantes, los cuatro hombres se encontraban en la entrada de la cueva sosteniendo las antorchas encendidas y mirando enmudecidos algunas de las obras de arte más sublimes que habían visto jamás.
En el interior perdieron por completo la noción del tiempo; cuando regresaran, el oficio de sexta ya quedaría muy atrás y tendrían suerte de llegar al de nona. A la luz de las antorchas se deleitaron con la colección de fieras. Algunos de los animales, como los bisontes y los mamuts, parecían fantasiosos, aunque los caballos y los osos eran bastante realistas. El extraño hombre pájaro priápico los sorprendió y les hizo chasquear la lengua. Y cuando tuvieron que agacharse para atravesar el túnel que había al fondo de la cueva, quedaron deslumbrados al ver las manos rojas que los rodearon en la pequeña sala.
Desde el primer instante habían debatido quién podía haber sido el artista, o los artistas. ¿Romanos? ¿Galos? ¿Celtas? ¿Otros bárbaros lejanos? A falta de una respuesta, se plantearon el porqué. ¿Por qué cubrir las paredes de una sala con manos? ¿Qué objetivo tenía?
Jean se adentró en la última sala y exclamó:
—¡Venid, hermanos, estas pinturas puedo entenderlas mejor! ¡Son plantas!
Jean examinó las pinturas con atención. Era un ávido herborista, uno de los médicos más expertos del Périgord, y sus habilidades como enfermero no tenían parangón. Sus cataplasmas, friegas, polvos e infusiones eran legendarios y su reputación había llegado hasta París. La región tenía una larga tradición de fitoterapia, y el conocimiento de plantas y medicamentos pasaba de padres a hijos, de madres a hijas y en el caso de Ruac, de monjes a monjes. Jean poseía un don especial para el adorno y la experimentación. Aunque una cataplasma para la respiración sibilante funcionara bien, ¿no podría surtir mayor efecto si se le añadía un tallo de geranio? Si el vientre suelto se podía estreñir con los brebajes habituales, ¿se podía aumentar el efecto de las infusiones añadiéndoles jugo de amapolas o de mandrágora?
Seguido por sus compañeros, Jean señaló con la antorcha las pinturas de los arbustos de las bayas rojas y las hojas de cinco lóbulos.
—En mi opinión, es un grosellero. El jugo de las grosellas es bueno para varias lasitudes. Y estas enredaderas, estas de aquí, creo que pertenecen a la familia que, en principio, sirve para bajar las fiebres.
Bartolomé estaba observando el gran hombre pájaro que se encontraba en la pared opuesta.
—¿Habéis visto esta criatura, hermanos? —Señaló el miembro erecto de la figura—. Parece tan feliz como el otro. Dicho esto, incluso yo reconozco el tipo de vegetación que lo rodea. Es la hierba de un prado.
—Estoy de acuerdo —dijo Jean con desdén—. Vulgar hierba. De limitado valor como medicamento, aunque la utilizo de vez en cuando para envolver una cataplasma.
Bernardo se desplazó lentamente por la sala, inspeccionando las paredes.
—Casi me canso de decirlo, pero no había visto un lugar tan especial en toda la Cristiandad. Me parece…
Se oyó un crujido en el suelo y Bernardo perdió el equilibrio. Se cayó, soltó la antorcha y se hizo un rasguño en las rodillas.
Abelardo se acercó corriendo hasta él y le tendió una mano.
—¿Estáis bien, amigo?
Bernardo estiró el brazo para coger la antorcha, pero lo encogió como si hubiera visto una serpiente a punto de morderle y se santiguó.
—¡Mirad ahí! ¡Dios mío!
Abelardo bajó la antorcha para ver mejor lo que había sobresaltado a Bernardo. Junto a la pared había un montón de huesos humanos de color marfil. Se santiguó de inmediato.
Jean acudió junto a ellos e inspeccionó los huesos.
—No son frescos —dijo—. No puedo decir cuánto tiempo lleva aquí este infeliz, pero no creo que sea poco. ¡Y fijaos en la calavera! —Detrás del orificio del oído izquierdo, el hueso temporal estaba aplastado y hundido—. Tuvo una muerte violenta, que Dios se apiade de su alma. Me pregunto si se trata de nuestro pintor.
—Nunca lo sabremos —dijo Bernardo—. Sea quien sea, debemos suponer que se trata de un cristiano y nuestra obligación es darle un entierro cristiano. No podemos dejarlo aquí.
—Estoy de acuerdo, pero tendremos que regresar otro día con un saco para enterrar los restos —dijo Abelardo—. No me gustaría deshonrarlo dejando aquí algunos de los huesos y esparciendo los demás en otra parte.
—¿Lo enterramos con su cuenco? —exclamó Bartolomé como un niño.
—¿Qué cuenco? —preguntó Jean.
Bartolomé acercó la antorcha al cuenco de piedra caliza hasta casi tocarlo; era del tamaño de un puño y estaba en el suelo, entre dos montones de huesos de los pies.
—¡Ese! —dijo—. ¿Lo enterramos con su viejo cuenco para cenar?
Tiempo después de que se enterraran los huesos en el cementerio y de que se celebrara una misa por el difunto, Jean tomó de nuevo el cuenco de piedra color carne que tenía en la mesa de lectura, junto a la cama. Era pesado, suave y frío al tacto, y al acariciarlo con las manos no pudo evitar pensar en el hombre de la cueva. Él mismo tenía un pesado mortero y una mano que utilizaba para triturar las hierbas y convertirlas en remedios. Un día se dejó llevar por un impulso, cogió el mortero que tenía en el banco de la enfermería y lo puso junto al cuenco del hombre. No eran tan distintos.
Su ayudante, un joven monje llamado Michel, lo miraba con recelo desde un rincón.
—¿Acaso no tienes trabajo con el que mantenerte ocupado? —preguntó Jean, enfadado. El joven, de rostro enjuto y anguloso, era incapaz de no inmiscuirse en los asuntos de los demás.
—No, padre.
—Pues ya te diré cómo puedes aprovechar el tiempo hasta el oficio de vísperas. Cambia la paja de todos los colchones de la enfermería. Han vuelto las chinches.
El joven monje se fue con gesto avinagrado y murmurando entre dientes.
La celda de Jean era un espacio cerrado situado en la larga enfermería. Por lo general, en cuanto se quitaba las sandalias y apoyaba la cabeza en la paja se quedaba dormido, sin que le molestaran los ronquidos y gemidos de sus pacientes. Sin embargo, desde el día en que había estado en la cueva dormía mal, acechado por las imágenes de las paredes y el esqueleto de la sala. En una ocasión, mientras soñaba, el esqueleto se rearticuló, se levantó y se convirtió en el hombre pájaro. Jean se despertó empapado en un desagradable sudor.
Esa noche permanecía despierto, mirando fijamente la vela que había dejado encendida en su escritorio entre los dos cuencos de piedra.
Un impulso se apoderó de él.
Sabía que no iba a poder pasarlo por alto.
Sabía que no se desvanecería hasta que arrastrara a Bartolomé, Bernardo y Abelardo con él hasta los prados cubiertos de rocío y los bosques frondosos que rodeaban la abadía.
Sabía que no se desvanecería hasta que hubieran recogido cestos rebosantes de hierba, grosellas y hojas de enredadera.
Sabía que no se desvanecería hasta que Jean hubiera machacado las grosellas, cortado y molido las plantas en su mortero y luego hervido la pulpa fibrosa para hacer una infusión.
Sabía que no se desvanecería hasta la noche en que los cuatro se sentaran juntos en la celda de Jean y uno por uno tomaran la infusión agria y rojiza.
—¿Eso es todo? —preguntó Luc.
Hugo había parado de traducir. Cerró el archivo adjunto del correo electrónico y levantó las palmas de las manos en un gesto a medio camino entre la impotencia y la disculpa.
—Es lo que ha conseguido descifrar de momento.
Luc dio un taconazo que hizo temblar el edificio modular.
—De modo que hacían una infusión con las plantas. Y luego ¿qué?
—Con un poco de suerte nuestro amigo belga no tardará en enviarnos más material. Le escribiré un mensaje de ánimo. No querría que se distrajera con un asunto trivial como una convención de
Star Trek
y que perdiera el interés.
—¡Un esqueleto, Hugo, y herramientas! Pero en la décima sala no había nada a simple vista. ¡Menuda pérdida!
Hugo se encogió de hombros.
—Bueno, seguramente hicieron lo que dijeron que iban a hacer. ¡Debieron de darle un entierro cristiano al hombre de las cavernas precristiano!
—Es como encontrar una tumba egipcia saqueada por ladrones de tumbas. Un esqueleto in situ de la época habría sido de gran valor.
—Te dejaron las pinturas, no lo olvides.
Luc se dirigió hacia la puerta.
—Envíale un mensaje de correo electrónico a tu amigo y dile que se dé prisa con el resto del manuscrito. Me voy a ver a Sara para hablar de las plantas.
—Si yo estuviera en tu lugar, haría algo más que hablar.
—Por el amor de Dios, Hugo. Madura de una vez.
La caravana de Sara estaba a oscuras, pero aun así Luc llamó a la puerta. Se oyó un débil:
—¿Quién es?
—Soy Luc. Tengo una noticia importante.
Al cabo de unos instantes, el arqueólogo español Carlos Ferrer abrió la puerta, con el torso desnudo, y le dijo:
—Enseguida sale, Luc. ¿Quieres beber algo?
Sara encendió una lámpara de gas y apareció en la puerta, sonrojada y abochornada, como una adolescente a la que habían pillado haciendo algo malo. Se había abotonado mal la blusa, y cuando se dio cuenta lo único que pudo hacer fue poner los ojos en blanco.
Ferrer le dio un beso en la mejilla y se fue después de decirle, sin un deje de amargura, que lo primero eran los negocios.
Luc le preguntó si se sentiría más cómoda hablando fuera, pero ella lo invitó a entrar y encendió la lámpara que había junto a la mesa. El siseo rompió el silencio.
—Parece un tipo agradable —dijo al final Luc.
—¿Carlos? Mucho.
—¿Lo conocías antes de venir aquí?
Sara arrugó la frente.
—Luc, ¿por qué me siento como si me estuviera interrogando mi padre? Esto es un poco raro, ¿no te parece?
—A mí no. Siento que te lo parezca. No era mi intención.
—Seguro. —Tomó un sorbo de la botella de agua—. ¿De qué querías hablar?
—De nuestras plantas. Creo que las utilizaban con un fin concreto.
Sara se inclinó hacia delante y, sin darse cuenta, reveló un magnífico escote.
—Sigue —dijo ella, y mientras Luc repetía la historia relacionada con el manuscrito de Bartolomé, Sara jugueteaba a enredarse de forma obsesiva mechones de pelo con el dedo, con tanta fuerza que el dedo se le ponía blanco. Era un tic nervioso que Luc había olvidado. En su última noche como pareja lo repitió varias veces.
No estaba seguro de si era su presencia o la historia de Bartolomé lo que le provocaba tanta tensión. Fuera como fuese, cuando acabó y ambos hicieron comentarios entusiasmados sobre el trabajo que tenían por delante, Luc le dijo que se lo tomara con calma y que descansara.
A juzgar por la expresión burlona de ella, Luc sospechaba que su tono había sonado más a reprimenda que a consejo.
El segundo día de excavación enseguida se complicó y se enredó como un hilo de pescar enmarañado.
Zvi Alon no se presentó al desayuno. Encontraron su coche en los acantilados. La puerta de la cueva estaba cerrada e intacta. Jeremy se apresuró a contarle a Luc que Alon le había pedido la llave la noche anterior y, hecho una furia, Luc negó que hubiera dado permiso al israelí.
Presa del pánico, el equipo empezó a buscar en los subacantilados y no encontró nada. Entonces Luc tomó una decisión como máximo responsable y ordenó a los miembros del turno de mañana que empezaran a trabajar en el interior de la cueva mientras él se ponía en contacto con las autoridades.
Dada la importancia de la excavación de Ruac, un teniente de la gendarmería local llamado Billeter respondió personalmente a la llamada. Cuando confirmó que el tema era complejo, llamó a su superior de la Agrupación de la Gendarmería de la Dordoña en Périgueux, el coronel Toucas, y movilizó una lancha de la policía de Les Eyzies para que recorriera el Vézère.
A media mañana, Luc recibió una comunicación por radio mientras se encontraba en la cueva: le informaron de que había llegado Toucas. El coronel era un hombre de aspecto tosco, con algo de sobrepeso, calvo, con marcados rasgos faciales y los lóbulos de la oreja largos y surcados de arrugas. Llevaba un bigote demasiado corto para la amplia extensión que tenía entre la nariz y el labio superior, lo que dejaba una delgada línea de piel desnuda, y al igual que la mayoría de los hombres con carencias capilares, intentaba compensarlas con una perilla. Sin embargo tenía una voz suave y elegante que no se correspondía a su imagen, y un acento parisino bastante culto. Luc habría confiado más en él si hubieran hablado por teléfono.
Se encontraron junto al coche de alquiler de Alon. Acababan de empezar a hablar cuando el joven teniente se acercó corriendo y les informó, emocionado, de que habían encontrado un cuerpo cerca de la orilla del río.