—¿Volverás? —preguntó en tono lastimero, como un niño.
—¡Cuando te hayas dormido! —respondió ella con dulzura—. Cierra los ojos y relájate. Y sí, volveré a ver cómo estás. Pero solo a eso.
Cuando se fue, Luc se puso en pie, a pesar de que las piernas le flaqueaban, y se refrescó la cara en el lavamanos.
Se detuvo junto a la cama vacía de Hugo y empezó a temblar con la ira impotente que había contenido durante todo el día. Cerró los ojos y lo vio todo de color naranja. Necesitaba violencia, cualquier tipo de violencia. Eso era lo que le decía el cerebro, de modo que dio un puñetazo al panel que separaba su cama de la mesa, con tanta fuerza que dejó un hueco en la plancha de conglomerado. Se estremeció a causa del dolor que se había infligido a sí mismo y vio la sangre en la tabla. Tenía un corte profundo en el cuarto nudillo. Se lo envolvió con un pañuelo y se sentó en la cama, empapando el pañuelo de sangre y bebiendo bourbon.
Esa noche Sara lo protegió con un instinto feroz, casi maternal. Vio la herida, el hueco en forma de puño del panel, se rió y le vendó la mano. No iba a dejar que lo molestara nadie. Por un día la gente podría solucionar por sí sola cualquier problema relacionado con la excavación, así que colgó una nota en la puerta de la caravana de Luc para asegurarse de que nadie lo incordiara.
Regresó esa misma tarde, al cabo de unas horas, y se arrepintió de no haberse llevado la botella de bourbon. Estaba vacía, la bandeja de la comida estaba intacta, y Luc roncaba. Le quitó las botas y lo tapó con una manta sin desvestirlo.
Más tarde, cuando oscureció, regresó de nuevo. Apenas se había movido. Decidió acabar el trabajo en el escritorio de Luc para no perderlo de vista. Se quedaría hasta tarde, leyendo sus notas y trabajando con el portátil mientras la calma y el silencio se apoderaban del campamento.
Un haz de luz atravesó la oscuridad de la oficina. El escritorio de Luc estaba en el rincón más alejado de la puerta. La luz se deslizó por los cajones de la mesa y se detuvo en el de abajo.
Los cajones laterales no podían abrirse si no se abría antes la cerradura del cajón central. Sobre la mesa había una taza alta repleta de lápices y bolígrafos. Los quitaron, le dieron la vuelta a la taza y cayó una llavecita.
La llave abrió el cajón central, y el lateral también se abrió. Había archivadores colgantes, en orden alfabético, que abarcaban gran variedad de cuestiones administrativas.
Una mano fue directa a la «D» y otra separó la carpeta con la etiqueta DIVERS, dedicada a cuestiones varias. Entre los papeles había un sobre sin nombre, cerrado y sin sello.
En el interior había una copia de la llave de la puerta de titanio que sellaba y protegía la cueva de Ruac.
Abadía de Ruac, 1118
B
ernardo caminaba de un lado a otro de su casa de piedra intentando dejar atrás el nubarrón que se cernía sobre su cabeza. No recordaba haberse sentido tan atribulado jamás. Los acontecimientos de la noche anterior lo habían alterado hasta tal punto que temió volverse loco.
El único remedio era rezar y ayunar, de eso estaba convencido. Ya había ido a rezar a la iglesia en tres ocasiones, en los oficios de laude, prima y tercia, y entre plegaria y plegaria había regresado a su casa y se había arrodillado para rezar oraciones más personales. Había evitado a los demás. Quería estar solo.
Pensó en no hacer caso del golpe que oyó en la puerta, pero su sentido de la cortesía no se lo permitió. Era su hermano, Bartolomé, con la cabeza agachada.
—¿Podemos hablar?
—Sí, entra. Siéntate.
—Hoy por la mañana no has almorzado.
—Estoy ayunando.
—Nos hemos percatado de tu ausencia en el desayuno y de tu conducta en la capilla. La ira se refleja en tu rostro.
—Estoy muy disgustado. ¿Acaso no lo estás tú también?
Bartolomé alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Estoy pensativo. Estoy sorprendido. Estoy desconcertado, pero no, no estoy disgustado.
—¡Pues creo que deberías estar disgustado! —dijo Bernardo alzando la voz. No recordaba cuándo había sido la última vez que había gritado—. Anoche estabas sumamente alterado. ¿Es que no lo recuerdas?
—Sí que lo recuerdo —dijo entre dientes. Tenía los nudillos en carne viva—. ¡Espero que no fueras tú a quien golpeé, hermano! No es algo propio de mí, pero sucedió.
—Intentaste golpear a Jean, por el amor de Dios, ¡pero le diste a una cazuela!
—Bueno —murmuró Bartolomé—, en mi humilde opinión el bien se impuso al mal con creces.
Alguien más llamó a la puerta.
—Dios de los cielos, ¿es que no pueden dejarme tranquilo? —se quejó Bernardo.
Jean y Abelardo estaban en la puerta; la casita de piedra se hizo pequeña.
—Estaba preocupado por vos —dijo Abelardo.
—Todos deberíamos estar preocupados por nuestra alma —replicó Bernardo mordazmente—. Anoche el Diablo nos infligió un gran mal. ¿Acaso tenéis alguna duda de esto?
—No he pensado en otra cosa y estoy seguro de que todos nosotros meditaremos sobre lo acontecido. Pero ¿el Diablo?
—¿Quién si no?
—Dios, tal vez.
Bernardo agitó los brazos con tanta fuerza que pareció que intentaba desprenderse de ellos.
—¡Anoche Dios no estaba con nosotros! Dios no quiere que sus hijos padezcan ese sufrimiento.
—Bueno, yo no sufrí —apuntó Jean—. Al contrario. La experiencia me pareció… esclarecedora.
—Confieso que yo tampoco sufrí, hermano —dijo Bartolomé.
—Yo tampoco —admitió Abelardo—. Quizá hubo algunos momentos que podrían considerarse perturbadores, pero en general diría que fue asombroso.
—¡Me pregunto si todos vivimos la misma experiencia! —exclamó Bernardo—. Contadme qué os sucedió y yo haré lo mismo.
Bernardo siempre confiaba en la oración para reafirmar sus acciones. Así lo hizo cuando decidió abandonar su cómoda vida y comprometerse con los cistercienses de Claraval, y ahora volvía a confiar en la plegaria.
Tras una tarde de extenuante y polémico debate se entregó con fervor a las oraciones de vísperas y encontró la respuesta en los versos que resonaban en la iglesia de piedra abovedada, en el Salmo 139.
Eripe me, Domine, ab homine malo;
a viro iniquo eripe me;
Qui cogitaverunt iniquitates in corde,
tota die constituebant praelia.
Acuerunt linguas suas sicut serpentis;
venenum aspidum sub labiis eorum.
Líbrame, Señor, del hombre malvado;
guárdame del varón violento.
Los que maquinan maldades en su corazón,
cada día suscitan contiendas.
Y aguzan su lengua como la serpiente;
veneno de áspid hay debajo de sus labios.
Custodi me, Domine, de manu peccatoris;
et ab hominibus iniquis eripe me.
Qui cogitaverunt supplantare gressus meos:
absconderunt superbi laqueum mihi.
Et funes extenderunt in laqueum;
juxta iter scandalum posuerunt mihi.
Sálvame, Señor, de las manos del impío,
guárdame del varón injurioso.
Los que pretenden despeñar mis pasos,
soberbios, me esconden el lazo.
Y tienden cuerdas como una red,
junto al camino me ponen celadas.
Cada vez que pronunciaba las palabras «impío» e «injuriosos» miraba a Abelardo, a Jean y, sí, incluso a su propio hermano, todos apretados como conspiradores en el banco adyacente, porque no podía conciliar sus opiniones con la suya.
Y con la misma certidumbre que le decía que Cristo era su salvador, sabía que él tenía razón y los demás se equivocaban.
También sabía que debía abandonar Ruac porque le habían revelado sus intenciones: pretendían compartir de nuevo la infusión que ellos alababan y él consideraba un brebaje diabólico.
Partió a la mañana siguiente. Por su propia seguridad y para que le hicieran compañía, Bartolomé lo había convencido de que permitiera que en el largo viaje de regreso a Claraval lo acompañaran dos monjes. Uno era Michel, el ayudante de enfermería de Jean, que había visto posos de la infusión y le había dado la lata a su maestro con un sinfín de preguntas. Era mejor enviarlo lejos durante una temporada para calmar su curiosidad.
Bernardo y Bartolomé se abrazaron, aunque este lo hizo con más fuerza.
—¿No quieres meditar tu decisión? —preguntó Bartolomé.
—¿Meditarás tú la decisión de volver a tomar ese maldito brebaje? —replicó Bernardo.
—No —respondió Bartolomé categóricamente—. Creo que es un regalo. De Dios.
—No repetiré mis argumentos, hermano. Basta decir que me despido y que espero que Dios se apiade de tu alma.
Clavó los talones en la ijada de la yegua zaina y se puso en marcha lentamente.
Abelardo lo esperaba junto a la puerta de la abadía.
—Os echaré de menos, Bernardo —le dijo.
Bernardo lo miró y se dignó responderle.
—Confieso que yo también os añoraré, cuando menos al Abelardo al que conocí, no al que vi hace dos noches.
—No me juzguéis con severidad, hermano. No existe un único camino hacia la rectitud, sino varios, y todos convergen.
Bernardo negó con la cabeza tristemente y se puso en marcha.
Esa noche, tres hombres se reunieron en la casa vacía de Bernardo, encendieron unas velas y hablaron de su amigo. ¿Era posible, preguntó Bartolomé, que Bernardo tuviera razón y que ellos estuvieran equivocados?
Bartolomé era un hombre de vocabulario sencillo. Jean era más hábil como sanador y herborista que como erudito eclesiástico. Recayó en Abelardo la misión de acotar el debate. Bartolomé y Jean escucharon su elegante disertación sobre el bien contra el mal, Dios contra Satán, y concluyó que era Bernardo quien tenía una fe ciega en la tradición, no ellos.
Después de convencerse de que obraban con rectitud, Jean cogió un jarro de loza, le quitó el tapón y sirvió a los presentes una taza generosa de una infusión rojiza.
Abelardo estaba solo en su dormitorio.
Una única vela ardía en la mesa y desprendía la luz justa para escribir en pergamino. Hacía una semana que había empezado una carta para su amada, pero no había podido acabarla. Releyó el primer párrafo:
Mi querida Eloísa:
He pasado varios días y varias noches solo en mi claustro sin cerrar los ojos. Mi amor arde más vivamente entre la feliz indiferencia de aquellos que me rodean, y del mismo modo mi corazón se desgarra con tus penas y las mías. ¡Oh, qué pérdida he sufrido cuando pienso en tu fidelidad! ¡A qué! No debería confesarte esta debilidad; soy consciente de que cometo un error. Si de algún modo pudiera mostrar más firmeza mental, tal vez desataría tu resentimiento contra mí y tu ira podría surtir un efecto en ti que tu virtud no podría lograr. Si hiciera pública mi debilidad en versos y canciones de amor, ¿no deberían las oscuras celdas de esta casa al menos ocultar esa misma debilidad bajo una apariencia de piedad? ¡Ay! ¡Sigo siendo el mismo!
Mojó la pluma y empezó un nuevo párrafo.
Han pasado varios días desde que empecé esta carta. Muchas cosas han cambiado en tan breve espacio de tiempo, aunque no mi amor por ti, que arde con más fuerza. Dios ha decidido concederme un don que a duras penas puedo creer, aunque su verdad es manifiesta. Oh, aunque temo escribir estas palabras por miedo a que su poder pueda desvanecerse por el hecho de ponerlas por escrito, creo, mi querida Eloísa, que he encontrado un modo para que ambos podamos estar juntos de nuevo como marido y mujer.
E
l último día de trabajo en la cueva de Ruac pasó rápidamente.
Esa última noche organizaron una especie de cena de celebración, aunque el ánimo estaba algo apagado debido a las dos catástrofes que habían sacudido a la excavación, dos accidentes que desataron rumores de maldiciones, desdichas y cosas similares.
Después del funeral de Hugo en París, Luc regresó a Ruac y se entregó con frenesí a su trabajo, como un derviche, sumido en un estado anestésico, durmiendo el mínimo de horas imprescindibles para no desfallecer. Se convirtió en una persona apagada, distante, solo hablaba cuando le dirigían la palabra, era profesionalmente eficiente con su equipo, pero nada más. La muerte de Hugo se había llevado su habitual encanto ingenioso del mismo modo que las olas del mar borran las letras escritas con un palo en la arena de la playa.
La situación no hizo sino empeorar con la aparición inesperada en Ruac de Marc Abenheim, que aterrizó procedente de París, dispuesto a explotar la tragedia. En cuanto llegó, el tirano enclenque pidió a todo el mundo que saliera de la oficina para poder hablar a solas con Luc. A continuación, como un actuario de seguros, cuestionó a Luc sobre las probabilidades de que se produjeran dos muertes en una excavación y en la misma temporada.
—¿Adónde quieres ir a parar? —le espetó Luc.
La voz de Abenheim adquirió un tono nasal y exasperante.
—Falta de disciplina. Falta de rigor en la dirección. Falta de sentido común al invitar a tu amigo a que se quedara en una excavación oficial del ministerio. Ahí es adonde quiero ir a parar.
Fue un milagroso acto de autocontrol que Luc fuera capaz de deshacerse de Abenheim sin partirle la nariz.
Cuando el imbécil entrometido se hubo ido, Luc dio rienda suelta a la ira que había logrado contener y, una vez solo, se fue a su caravana y cerró de un portazo. Lo primero que le llamó la atención fue la abolladura del panel que él mismo había hecho la noche después de la muerte de Hugo.
Sintió la necesidad irrefrenable de dar otro puñetazo, de atravesar la madera manchada de sangre, pero cuando cerró la mano recordó que era muy mala idea. El corte de los nudillos se le había infectado, tenía la mano hinchada y unas vetas rojas le recorrían todo el dorso. No había tenido tiempo ni ganas de ir a ver a un médico. Uno de los estudiantes tenía un bote de eritromicina que le había sobrado de una pulmonía y Luc se había estado automedicando durante los últimos días. Abrió el puño y le dio una patada a una silla.
En cuanto a Sara, si Luc había abrigado alguna esperanza de retomar la relación con ella, la había reprimido, olvidado, o quizá nunca la había tenido. No lo recordaba.
Sara lo dejó en paz y no lo obligó a enfrentarse a la pérdida de su amigo. Cuanto más se retraía él, más se alejaba Sara, que se mantenía al margen pero al mismo tiempo confesaba su inquietud por la salud y el bienestar de Luc a Jeremy y Pierre. A fin de cuentas, algo sabía sobre la depresión clínica.