Luc no estaba seguro de creer que no habían participado en Planta-Genetics. Su hermética teoría empezaba a flaquear.
—¿Y Prentice? ¿No lo matasteis?
—¿Fred está muerto? —Sara sollozó.
—Lo siento —dijo Luc—. Murió en el hospital.
—Tampoco sé nada de eso —espetó Bonnet—, pero ¿sabes qué? —prosiguió—, ninguno de los tuyos habría muerto si os hubiésemos disparado a ti y a tu amigo Hugo la primera vez que pisasteis mi café. Exactamente como hicimos cuando dos idiotas encontraron la cueva por primera vez en 1899.
Sara esbozó una sonrisa de absoluto desprecio.
—Tienes otro secreto, ¿no?
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Sois infértiles, ¿verdad? Todos los hombres sois unos hijos de puta infértiles. —Rió ante su expresión dolida—. Luc, debe de ser un efecto secundario del té. ¡Todos tienen balas de fogueo!
Luc se esforzó por sonreír.
—Creo que no he visto niños en Ruac. ¿Cuántos niños hay?
Bonnet se puso en pie mirándolos incómodo.
—No muchos, no los suficientes. Es un problema, siempre ha sido un problema. Los hombres toman el té durante un año o dos y nuestros pececillos dejan de nadar. Pero lo llevamos bien. Conseguimos que funcione.
Luc meditó un momento.
—Sois matrilineales, ¿no? —preguntó.
—¿Que somos qué? —le desafió Bonnet, como si alguien hubiera insultado a su madre.
—Los hombres no podéis reproduciros —dijo Luc—. Vuestro linaje se perpetúa a través de las mujeres. Así que tenéis que traer a hombres de fuera para prolongar las líneas maternas. ¿Quién engendró a tus hijos, Bonnet? ¿Utilizáis a sementales, como los criadores de caballos?
—¡Cállate! —gritó Bonnet. Volvió a sacar el arma y la agitó hacia Luc.
Luc se burló de él; no tenía nada que perder.
—¿Tu pistolita también dispara balas de fogueo?
Bonnet se puso a gritar, ahogando los ritmos incesantes de la
musette
. Los aldeanos dejaron de hablar y lo observaron.
—Os creéis muy listos. Venís de París, venís de Burdeos, venís a nuestro pueblo, ¡y tratáis de destruir nuestro modo de vida! ¡Deja que te cuente lo que va a ocurriros esta noche! —Apuntó a Sara con la pistola—. Mi hijo va a joder bien a esta puta, y luego le va a meter una bala en la cabeza. Y a ella ni siquiera le importará, porque en unos minutos le va a encantar el té. Y tú, tú vas a ser el semental. Tú vas con Odile. Vas a ponerte como una moto y vas a darme un nieto, muchas gracias. ¡Luego yo mismo te meteré una bala en la cabeza personalmente! Entonces subiré a lo alto de los acantilados y activaré las cargas que hemos colocado esta noche. Con todas esas puertas y cierres y cámaras nuevas que han instalado, no podemos entrar, ¡pero eso no significa que no podamos hacer estallar la colina desde arriba y que se derrumbe sobre la cueva! ¡Y luego pienso quemar ese maldito manuscrito! ¡Y entonces nadie se enterará de nuestro secreto! No creo que hayas escrito a nadie. Es un estúpido farol. ¡Nadie más lo sabrá nunca! ¡Y entonces regresaré a mi café y a mi brigada de bomberos y a mi montaña de oro nazi y a mi tranquilo pueblo y a mi té y a mis buenos tiempos y viviré tanto tiempo que puede que olvide que vosotros, cabrones, exististeis siquiera!
Se había puesto rojo y resollaba fuertemente.
Pero Luc no le prestaba atención, estaba mirando a los aldeanos. No importaba que fueran jóvenes o viejos. Estaban empezando a ignorar la perorata de su alcalde. Giraban al son de la música, emparejándose unos con otros. Se despojaban de sus ropas. Jadeos y gemidos. Sonidos de celo. Parejas mayores se dirigían hacia los corredores, lejos de la sala principal. Los más jóvenes caían en las alfombras, uniéndose con abandono delante de todos.
—Esto es lo que hacemos —dijo Bonnet con orgullo—. ¡Y lo hemos hecho durante cientos de años! Y, profesor, ¡mira a tu amiga!
Luc se volvió y gritó:
—¡Sara!
Tenía los ojos en blanco. Estaba desmadejada en su silla, emitiendo gemidos breves y velados.
Bonnet le soltó las esposas y la ayudó a ponerse en pie, tambaleante.
—Voy a llevarla con Jacques. Para cuando vuelva, ya estarás preparado para Odile. Hazme una nieta si puedes. Luego vete al infierno.
B
onnet conducía a Luc de la mano. No necesitaba armas ni protección. Luc arrastraba los pies como un autómata, distante, con la mirada penetrante, pasivo y obediente.
—Bien hecho. —Bonnet le hablaba con voz persuasiva, como si se dirigiera a un perro—. Por aquí, sígueme, buen chico.
Bonnet enfiló un corredor que salía de la cámara principal. Abrió una puerta.
Parecía la fantasía de otra persona.
La habitación sin ventanas estaba forrada de tela acolchada roja y dorada, lo que le daba el aspecto de un harén. La única luz procedía de dos lámparas de pie que brillaban con bombillas de bajo voltaje en las esquinas. Una gasa de color melocotón colgaba del techo cubriendo el yeso. La mayor parte del suelo quedaba ocupada por una cama, con el canapé situado sobre una alfombra y la colcha naranja y satinada. Había cojines rojos y brillantes por todas partes.
En el centro de la cama, Odile yacía desnuda y retorciéndose lentamente como una serpiente que buscara un lugar en el que tumbarse al sol. Tenía la piel clara y era voluptuosa, su cuerpo firme, el vello púbico tan negro como su larga melena.
—Aquí está, Odile —anunció su padre con orgullo—, listo para ti. Quédate con él todo lo que quieras, tómalo las veces que puedas. Volveré para comprobar cómo va.
Ella parecía demasiado distraída para comprender, pero cuando sus ojos dieron con Luc comenzó a acariciarse y a gemir.
Bonnet empujó a Luc.
—De acuerdo, haz un buen trabajo. Pásalo bien, y luego
bon voyage
. Disfruta del té de Ruac, profesor.
Empujó a Luc con fuerza por los hombros y este se desplomó encima de la cama.
Odile extendió los brazos hacia él, le tiró de la ropa, le soltó los botones de la camisa con fuerza desinhibida y se concentró en los tejanos.
Bonnet observó unos momentos, rió con ganas y se marchó. Miró el reloj de pulsera y regresó a la sala principal para cambiar el disco, sentarse y contemplar la lasciva desnudez de las parejas que se conformaban con las alfombras del suelo.
Al cabo de una hora, más o menos, habría acabado con Luc y Sara y se los habría entregado a Duval para que sus cerdos se dieran un festín por la mañana. ¿Dónde estaba ese vejete? Bonnet inspeccionó el suelo en busca de un cuerpo desnudo flaco y especialmente arrugado. No estaba allí. Probablemente se habría ido a uno de los cuartos privados. ¿Y dónde estaba la mujer de Bonnet? Buscó un trasero grande y rosado con el largo cabello gris hasta las nalgas.
—¡No me digas que se ha ido con Duval! —se dijo riendo—. ¡Ese viejo es un sinvergüenza!
Luego divisó a la mujer del panadero del pueblo, una pelirroja cien años más joven que él que se parecía un poco a Marlene Dietrich en la flor de la vida.
Estaba sentada a horcajadas sobre uno de sus hombres, un granjero, que se había encargado de la chapuza del coche en Cambridge y luego había secuestrado a Sara. Era un hombre duro, y Bonnet confiaba en él para los trabajos sucios. Había matado a más alemanes durante las dos guerras mundiales que ningún otro hombre de Ruac. Ahora tenía los ojos cerrados y apretaba los dientes. Los pechos de la mujer subían y bajaban al ritmo de los tambores de la
musette
.
—¡Eh, Hélène! —llamó Bonnet a la pelirroja por encima de la música—. Más tarde, ¡tú y yo! Te buscaré.
Odile pasaba de los arañazos a las caricias, acariciaba la espalda de Luc hasta la cintura y trataba de quitarle los tejanos ajustados.
Tenía los ojos vidriosos, y sus labios se movían como si hablase, aunque no decía nada. Entonces formó una palabra, y otra:
—
Chéri, chéri
.
Luc abrió los ojos de golpe.
Miró a su alrededor, luego cogió la cabeza de Odile entre sus grandes manos y dijo:
—Yo no soy tu
chéri
, y no pienso tirarme a una bisabuela.
Trató de quitársela de encima, pero ella le sostuvo con más fuerza y le clavó las uñas en la espalda.
—Es la primera vez que hago esto —dijo enfadado.
Frunció el ceño y le propinó un puñetazo en la mandíbula.
Por suerte, ella se desplomó al instante, de modo que no tuvo que darle una paliza para dejarla inconsciente.
Se levantó de la cama y se recompuso la ropa mientras contemplaba a la mujer desnuda, que respiraba sin hacer ruido.
—Para tener ciento dieciséis años estás bastante bien —dijo—. Eso tengo que reconocerlo.
Buscó su móvil en los bolsillos y, como era de esperar, había desaparecido.
Giró el pomo de la puerta. Imaginó que Bonnet había considerado a su hija lo bastante apetitosa como para no tener que cerrar con llave la habitación.
El corredor se hallaba vacío y la música llegaba desde la sala grande.
Tenía la mente perfectamente clara. Había fingido sentirse ido. Observó a Sara y a los aldeanos y los imitó lo mejor que pudo. Había conseguido engañar a Bonnet, y eso era lo único que importaba.
¿Por qué no le había afectado a él?
Ni alucinaciones, ni experiencias místicas, nada. Solo dolor de cabeza.
¿Estaba Sara convencida de que él sería inmune? ¿Cómo lo sabía?
Sara.
Tenía que encontrarla. La idea de Jacques toqueteando su cuerpo lo cegó de ira.
Empezó a girar pomos.
Uno tras otro, lo mismo: gente vieja y con sobrepeso montándoselo ajena a su intrusión. Resultaba muy poco apetecible.
Después de probar en todas las habitaciones de ese corredor se dirigió con sigilo a la sala principal. Bonnet descansaba adormilado en una silla en el fondo de la sala. No había señal de Pelay. Calculó que había suficientes cuerpos retorciéndose en el suelo entre él y Bonnet como para escabullirse hasta el siguiente corredor.
Se agachó y avanzó en cuclillas junto a la pared.
Se encontraba a la altura de la mesa del té.
El manuscrito de Ruac
estaba muy cerca.
No se paró a pensarlo. Simplemente actuó; se tumbó boca abajo y empezó a arrastrarse.
Nadaba en un mar de cuerpos desnudos que permanecían ajenos a su presencia. Apretó los dientes y continuó avanzando.
Alzó la vista en busca de Bonnet.
No estaba en su silla.
Dios, pensó Luc. Dios.
En un segundo estaba debajo de la mesa.
Estiró el brazo y tanteó hasta que su mano se cerró alrededor del manuscrito.
Voy, Sara.
Regresó a la pared culebreando con rapidez. Bonnet no se hallaba a la vista, así que se levantó descaradamente y corrió hacia el pasillo siguiente mientras se guardaba el manuscrito debajo de la camisa.
Abrió la primera puerta que encontró.
Una pareja de ancianos sudorosa y jadeante.
Luego, la segunda puerta.
Encima de la cama había un hombre con la espalda peluda y los pantalones desabrochados. Jacques estaba intentando bajárselos torpemente con la mano libre. La única parte que pudo ver de Sara, oculta bajo la bestia, fue su sedoso cabello color canela que caía en cascada sobre la almohada.
Había una lámpara de pie, un pesado artilugio de hierro.
Sintió una especie de ira asesina que no había experimentado nunca.
Agarró la lámpara, arrancando el enchufe de la pared.
La blandió como si fuese un hacha y estrelló su base contra la espalda del hombre.
Y cuando Jacques se arqueó de dolor, levantando la cabeza del pecho de Sara y aullando como un perro herido, le golpeó con fuerza con la base de la lámpara contra el cráneo, partiéndolo como una nuez y empujando su cuerpo al otro lado de la cama.
Sara gemía. Desnuda, la atrajo hacia sí y le dijo que todo saldría bien. Ella no conseguía enfocar la mirada. Luc siguió hablándole, susurrándole al oído, que notó frío contra sus labios. Y finalmente escuchó un levísimo y velado «Luc».
No había tiempo para intentar vestirla. Luc empujó el cuerpo de Jacques fuera de la cama y envolvió a Sara con la colcha ensangrentada. Estaba a punto de levantarla cuando se le ocurrió una idea. Hurgó en los bolsillos de Jacques. El tacto del móvil en las puntas de sus dedos resultó maravilloso. Lo miró.
Sin cobertura. Por supuesto. Estaban bajo tierra.
Se guardó el teléfono en el bolsillo, arropó a Sara, la cogió en brazos y empujó la puerta con la rodilla.
El pasillo estaba vacío.
Echó a correr con ella, alejándose de la música.
Se sentía fuerte, y ella resultaba ligera.
El corredor era más oscuro cuanto más se alejaban de la sala principal. Forzó la vista para averiguar qué tenían delante.
Escaleras.
Bonnet volvió a mirar el reloj, levantó su pesado trasero de la silla y regresó lentamente a la habitación de Odile para ver cómo le iba con su amante.
Habían pasado cuatro años desde el último nacimiento en Ruac. Necesitaban ponerse al día si no querían extinguirse. Odile era demasiado melindrosa para su gusto. Una mujer tan atractiva como ella debería estar fabricando bebés como una máquina.
Pero solo se había quedado embarazada tres veces en toda su vida. Una durante la Primera Guerra Mundial, y perdió el bebé por un aborto. De nuevo, justo después de la Segunda Guerra Mundial, un niño engendrado con un combatiente de la Resistencia procedente de Ruan y que había muerto de una fiebre infantil. Y por último a principios de los sesenta con un parisino con la mochila al hombro de paso por el Périgord, un lío de una noche.
Esta vez la niña nació, se convirtió en una joven bonita y cargó con el peso de las esperanzas de los Bonnet y del pueblo entero en sus pequeños hombros. Pero falleció en un inesperado accidente en los sótanos. Se había subido a los viejos cajones alemanes cuando uno de ellos se volcó y murió aplastada.
Odile quedó sumida en una depresión y, a pesar de los ruegos de su padre, no consiguió recuperar el interés por los hombres del exterior.
Hasta que llegaron los arqueólogos.
La única luz en una pesadilla en lo que respectaba a Bonnet.
Abrió la puerta confiado en ver a dos personas hermosas haciendo el amor y la halló a ella sola, roncando, con la mandíbula hinchada.
—¡Virgen santa! —exclamó.
No había ninguna necesidad de registrar la habitación. No había donde esconderse.