La llave del destino (38 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del destino
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Su hijo se hallaba tras él; las ajustadas mangas de la camiseta le marcaban los abultados bíceps. Ambos entraron en la sala. Tenían las botas llenas de barro.

Luc se puso en pie y les hizo frente.

—De acuerdo, he escuchado a Odile. Tengo cierta idea de quiénes sois, ahora dejadme ver a Sara y dejad que me la lleve a casa.

—Antes tenemos que hablar contigo —insistió Bonnet.

—¿De qué?

—¿Quién más lo sabe? ¿A quién más le has hablado de nosotros?

Si pretendían intimidarlo con sus rostros ceñudos y su lenguaje corporal, lo estaban consiguiendo. Luc era grande, pero no estaba acostumbrado a luchar. Esos hombres eran capaces de una violencia extrema, eso estaba claro.

—No lo sabe nadie más, pero si me ocurre algo, lo sabrá todo el mundo. He dejado una carta que se abrirá si me muero o desaparezco.

—¿Dónde está esa carta? —inquirió Bonnet.

—No tengo nada más que decir. ¿Dónde está Sara?

—No está lejos. No le he quitado ojo —respondió Jacques con aire despectivo.

Las insinuaciones sexuales de aquel lerdo hicieron estallar a Luc. Ya no importaba que él fuera a llevarse la peor parte. No se trataba de una respuesta racional: se abalanzó sobre Jacques y le golpeó con fuerza en el pómulo con el puño derecho apretado.

Su mano pareció más afectada que la cara del hombre, porque Jacques fue capaz de zafarse y propinarle un rodillazo en la entrepierna, con lo que cayó a cuatro patas y se hundió en un pozo de dolor y náuseas.

—¡Jacques, no! —gritó Odile cuando su hermano echó la pierna hacia atrás para darle una patada en el mismo sitio.

—¡Ahí no! —le ordenó Bonnet, y su hijo retrocedió. El alcalde permaneció en pie por encima de Luc y le dio un martillazo en el cuello con el puño—. ¡Aquí!

Capítulo 34

L
uc se despertó con una palpitación sorda en la cabeza y un fuerte dolor de cuello. Se presionó el punto en el que le dolía. Lo notaba sensible y magullado, pero podía mover los dedos de las manos y de los pies, de modo que no tenía nada roto, razonó. Yacía de lado sobre una cama plegable que olía a humedad, frente a un muro de piedra. Piedra caliza fría y gris, la columna vertebral del Périgord.

Se volvió sobre la espalda y vio una bombilla desnuda colgada de un cable. Se giró de nuevo, a la izquierda, y allí estaba aquella cara. Tenía la piel tan blanca y lisa que casi parecía fantasmal. El joven le devolvía la mirada tan fijamente como la Mona Lisa a sus admiradores en el Louvre. Era el Rafael. El
Retrato de un joven
descansaba sobre un cajón de estarcido alemán, contra un muro de piedra húmedo, como si se tratase de un lienzo sin valor abocado al contenedor o a algún mercadillo.

Estiró las piernas y se incorporó. Le estallaba la cabeza, pero fue capaz de mantenerse erguido. La habitación tenía el tamaño aproximado de la sala de estar de Odile y estaba atestada de cajas, alfombras enrolladas y un batiburrillo de baratijas: velas, jarrones, lámparas, incluso un servicio de té de plata. Cogió un candelabro y le resultó terriblemente pesado.

Dios, pensó, oro macizo.

Se oyó el sonido metálico de un cerrojo al descorrerse y la puerta se abrió con un chirrido.

Otra vez Bonnet y su hijo.

Vieron que tenía un candelabro en la mano. Bonnet se sacó una pequeña pistola del bolsillo.

—Bájalo —le ordenó.

Luc resopló y lo tiró al suelo con fuerza, con lo que le hizo una muesca.

—Ahí va la mitad de su valor.

—¿Quién tiene esa carta que dices que escribiste? —preguntó de nuevo Bonnet.

Luc apretó la mandíbula.

—No pienso decir nada más hasta que vea a Sara.

—Tienes que decírmelo —dijo Bonnet.

—Y tú tienes que irte a la mierda.

Bonnet susurró a su hijo al oído. Los dos hombres se marcharon y volvieron a echar el cerrojo a la puerta. Luc observó la habitación con más detenimiento. Las paredes eran de piedra, el suelo, de hormigón. La puerta tenía pinta de ser bastante sólida. El techo estaba enlucido. Quizá tuviera una oportunidad por ahí. No le costaría subirse a los cajones para echar un vistazo. Entonces, en un rincón tras algunas cajas de cartón, vislumbró un revoltijo de cables y equipamiento informático. Juró en voz alta. ¡Sus ordenadores!

La puerta se abrió de nuevo.

Esta vez era Sara, con Odile a su espalda.

—Diez minutos, eso es todo —dijo Odile, y le dio un empujoncito. La puerta volvió a cerrarse y se quedaron solos.

Sara tenía un aspecto menudo y frágil, pero su rostro resplandeció al verlo.

—¡Luc! ¡Dios mío, eres tú!

—¿No sabías que venía?

Ella negó con la cabeza y la bajó para ocultar las lágrimas.

Él se adelantó y la atrajo hacia su pecho para que pudiera llorar en él. Apoyó las manos en su espalda y notó que se estremecía con los sollozos.

—Está bien —le dijo—. Todo va a ir bien. Ya no estás sola. Estoy aquí.

Sara se apartó para secarse los ojos y consiguió sonreír.

—Y tú, ¿te encuentras bien? —le preguntó—. ¿Te han hecho daño?

—No, me encuentro bien. ¿Dónde estamos?

—No estoy segura. No he visto más que el interior de una habitación como esta y un baño diminuto. Creo que estamos bajo tierra.

—Estaba muy preocupado por ti —dijo Luc—. Desapareciste de la faz de la tierra. No tenía ni idea de qué había ocurrido. Fui a tu piso. Llamé a tu jefe. Traté de que la policía lo investigara.

—Nunca llegué a Cambridge —contestó ella con voz débil.

Sara se había quedado junto a Fred Prentice en el bullicioso pasillo del hospital Nuffield. Luc le había dicho que había surgido una emergencia en Francia. Algo malo, nada más. Tenía que irse, lo sentía. Llamaría cuando supiera qué había ocurrido exactamente, y se fue sin más.

Fred vio que estaba alterada, y pese a sus propias fracturas fue él quien la consoló.

—Estoy seguro de que todo saldrá bien —dijo.

—Fred, ¡por el amor de Dios, no te preocupes por mí!

—Pareces disgustada. Ojalá tuvieras una silla. Quizá puedan traerte una.

—Estoy bien. —Se inclinó sobre la barandilla de seguridad y le dio una palmadita en la pierna sana—. ¿Por qué no me cuentas qué has descubierto?

—Sí —contestó él—. Nos sentará bien distraernos con un poco de ciencia. ¿Has oído hablar del gen FOXO3A?

—No, lo siento.

—¿Y del SIRT1?

—Me temo que no forman parte de mi vocabulario.

—No te preocupes. Es un poco especializado. Yo tampoco soy un experto, pero he estado leyendo desde que tu muestra iluminó las pantallas de nuestros ordenadores como Picadilly Circus.

—¿Estás diciendo que había actividad adicional más allá de los alcaloides de la ergotina?

—La ergotina solo fue el principio. Tu caldo posee unas cuantas propiedades interesantes. Yo lo describiría como una cornucopia de farmacología. En realidad he incluido esa frase en una de mis presentaciones con PowerPoint. Me pareció acertada.

Sara no quería que se desviase del tema.

—Los genes…

—Sí, los genes. Esto es lo que sé. Se les denomina «genes de supervivencia». SIRT1 es el gen de reparación del ADN Sirtuina 1. Pertenece a una familia de genes que controlan el ritmo del envejecimiento. Si aumentas su actividad con un activador químico o, curiosamente, privando a un animal de calorías, puedes lograr resultados de longevidad destacables. Actúan reparando el daño ocasionado en el ADN por el desgaste normal de los procesos celulares. ¿Sabes eso que se dice de que el vino tinto te hace vivir más?

—Yo soy una fan —rió.

—El vino tinto, especialmente el pinot noir, contiene un agente químico llamado resveratrol.

Sara asintió.

—He oído hablar de ello.

—Bien, se trata de un activador del gen SIRT1. Realizar el experimento con humanos es difícil, pero si le das lo suficiente a un ratón puedes doblar su esperanza de vida. Y ni siquiera es un agente demasiado potente. Se supone que los hay mejores por descubrir. Y por cierto, a ti que te gustan las plantas, te interesará saber que la raíz del polígono japonés es una fuente más rica en resveratrol que el vino.

—Me quedo con el vino —bromeó, aunque había captado su atención—. ¿Y el otro gen? ¿El FOX no sé qué?

—FOXO3A. Es otro miembro de esa familia de genes de supervivencia, quizá más importante que el SIRT1. Algunos lo describen como el santo grial del envejecimiento. No se conocen demasiados aceleradores del FOXO3A aparte de los polifenoles de los extractos de té verde y la N-acetilcisteína, de modo que no se ha realizado ningún estudio experimental directo de manipulación del gen. Pero hay algo interesante en epidemiología. Un estudio que comparaba a japoneses que vivían hasta los noventa y cinco años o más con tipos que la palmaban a una edad normal mostraba que los viejos tenían copias extras del gen FOXO3A.

Sara frunció el ceño pensativa.

—Entonces, si pudieras estimular ese gen de manera artificial, podrías alcanzar la longevidad.

—Sí, quizá.

—¿Y un hombre podría vivir hasta doscientos veinte años?

—Bueno, no lo sé. ¡Quizá si se tomara tu caldo!

—Vale, Fred —dijo con creciente excitación—. ¿Qué te hace decir eso?

—Como te he dicho, el caldo iluminó esos genes en nuestras pantallas. No es que yo sea un genio en las pruebas de SIRT1 y FOXO3A. Nuestras pantallas robóticas comprueban cientos de objetivos biológicos potenciales de una tirada. Una vez obtuve ese resultado, realicé distintas diluciones del caldo y volví a comprobar la actividad, y aquí viene lo más fascinante, Sara: sean los agentes químicos que sean los que poseen las propiedades activadoras de los genes, son extremadamente potentes. Y olvídate del extracto de té verde. Están en otro nivel. Lo que sea que lleve ese caldo es extraordinario.

—¿No sabes lo que es?

—¡Dios, no! Nuestras pantallas solo detectan actividad. Probablemente hará falta un pequeño ejército de químicos sabihondos para identificar el agente o los agentes químicos responsables de la activación del SIRT1 y el FOXO3A. Estas aclaraciones estructurales pueden resultar endemoniadamente complicadas, pero el interés académico y comercial será inmenso. Lo que habría dado… —Su voz se fue apagando.

Ella le dio una palmada en el hombro bueno.

—Oh, Fred…

—Mi laboratorio, perdido. Todo perdido.

Sara cogió un pañuelo de su bolso y le secó delicadamente los ojos.

—¿Crees que procede de la grosella roja? ¿De la centinodia?

—No hay forma de saberlo sin hacer antes un montón de trabajo pesado. Puede que haya un compuesto que active ambos genes. Puede que sean dos o más. Puede que la molécula o las moléculas no procedan de ninguna de las plantas, sino de una reacción química que se produce al calentar todos los ingredientes de la sopa, por así decirlo. Puede que los ergots del
Claviceps
también desempeñen un papel importante. De verdad, podría llevar años averiguarlo.

—Entonces, a ver si lo entiendo —dijo Sara—. Tenemos un líquido rico en alcaloides ergóticos alucinógeno que también contiene sustancias no identificadas que podrían causar una extrema longevidad.

—Sí, así es. Pero hay otros pormenores. Se iluminaron otros dos de mis objetivos.

Ella sacudió la cabeza y alzó los ojos, como si no estuviera preparada para asimilar más información.

—¿Y cuáles eran?

—Bueno, uno de ellos era el receptor 5-HT
2A
. Se trata de un receptor de serotonina en el cerebro que controla la impulsividad, la agresividad, la ira, ese tipo de cosas. Tu caldo contenía un agonista o estimulador de ese receptor muy potente. Puedes convertir a alguien en un ser muy malvado con ese tipo de farmacología. El otro agente era bastante más saludable.

—¿Y cuál era?

—Fosfodiesterasa tipo 5 —respondió con un brillo en los ojos, como si ella pudiera entender lo que decía.

—Lo siento —repuso Sara—, ¿y eso qué hace?

—La PDE-5 es una enzima involucrada en la actividad de los músculos lisos. Algo en tu caldo era un inhibidor excepcionalmente fuerte de la PDE-5, ¿y sabes para qué sirve?

—Fred, este no es precisamente mi campo…

Él sonrió como un niño avergonzado.

—¡Sería una especie de super Viagra!

—¡Estás de broma!

—En absoluto. Cabría la posibilidad de que ese caldo tuyo te proporcionara un subidón increíble, te convirtiera en una máquina del sexo con muy mal genio y te permitiera vivir mucho, mucho tiempo.

Luc la miraba mientras ella evocaba el jugoso resumen de Prentice. Una imagen del hombre pájaro con el miembro permanentemente erecto de la décima sala pasó ante sus ojos, reemplazada, con una punzada de tristeza, por la idea del amable científico que no viviría para ver otro día. No tuvo el coraje de decirle a Sara que Fred había muerto. Necesitaba que continuara siendo fuerte.

—¿Y entonces te fuiste? —le preguntó.

—No. Me quedé hasta que le consiguieron una habitación y luego volví al hotel para recoger mi bolsa. Llamaron a mi puerta. Abrí y dos hombres se colaron dentro inmediatamente. Ni siquiera fui capaz de gritar. Uno de ellos casi me estranguló. —Se echó a llorar—. Me desmayé.

Luc la abrazó de nuevo mientras ella le contaba el resto de la historia sollozando en su pecho.

—Me desperté a oscuras con una cinta en la boca. Me costaba respirar. Debieron de drogarme, porque había perdido la noción del tiempo y me sentía fatal. Creo que estaba en un maletero. No estoy segura. Puede que me llevaran en uno de los ferris. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando llegué aquí estaba hecha un desastre y me había deshidratado. Odile estaba aquí. Cuidó de mí, por así decirlo. Es una cárcel. ¿Qué quieren, Luc? No han querido explicarme qué quieren.

—No estoy seguro. —La apartó cogiéndola por los hombros para poder mirarla directamente a la cara—. Si quisieran matarnos, podrían haberlo hecho ya. Quieren algo de nosotros. Ya veremos, pero tienes que creerme, vamos a salir de esta. No voy a permitir que te hagan daño.

Sara le besó. No fue un beso apasionado, sino agradecido. Le tomó las manos y le examinó la herida.

—La infección está mejorando.

Él se rió.

—Te fijas en algo insignificante…

—Estaba preocupada por ti. —Chasqueó la lengua.

Luc sonrió.

—Gracias. Las pastillas están haciendo efecto.

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