Ahora Luc tenía la respiración entrecortada, como si hubiera realizado un sprint y le faltara el aire.
Se fue a Google Imágenes y buscó «Retrato de un joven de Rafael».
Y ahí estaba. El mismo cuadro, en una página web dedicada a la recuperación de obras de arte robadas.
El pie de imagen decía: «Esta obra maestra está desaparecida».
Luc era un hombre que sabía manejarse en los museos y, lo que es más, un hombre al que le encantaba todo lo relacionado con ellos. En circunstancias normales habría preferido disfrutar de la experiencia de descubrir un nuevo museo, sobre todo si se trataba de uno ubicado en un encantador hotel del siglo XIX, encaramado en lo alto de una loma, en la ribera del Marne.
Se habría impregnado del olor a humedad de las salas de exposición y lo habría cautivado la complejidad de las zonas de almacenamiento de acceso prohibido. El Museo de la Resistencia Nacional de Champigny-sur-Marne poseía una colección más reciente que sus museos predilectos, pero todos compartían algún rasgo común agradable.
Sin embargo, Luc estaba pasando por un momento excepcional de su vida y cruzó la entrada sin apenas reparar en el entorno.
Al llegar a la taquilla se limitó a decir:
—El profesor Simard para monsieur Rouby.
Y se puso a caminar de un lado a otro mientras la taquillera cogía el teléfono.
Habían hablado menos de una hora antes. Luc se había puesto en contacto con el conservador tras una serie de llamadas frenéticas que lo habían remitido de un museo a otro, de un archivo a otro, por toda Francia. Su petición era bastante concreta, lo cual fue de gran ayuda, pero no había logrado llegar a ningún lado hasta que se apiadó de él una mujer mayor de Corrèze, del Museo de la Resistencia Henri Queuille, que le dijo que habían enviado treinta cajas de material de archivo relacionadas con el tema que interesaba a Luc a Champigny-sur-Marne.
Por suerte, Champigny-sur-Marne estaba a apenas doce kilómetros del centro de París.
Max Rouby era un hombre encantador; en muchos sentidos era una versión mayor de Hugo, y Luc tuvo esforzarse para evitar esa extraña sensación. El conservador se mostró más que dispuesto a hacer gala de su cortesía profesional, de un hombre de museo a otro, y puso a disposición de Luc el escaso personal con el que contaba. También le dejó una mesa en una zona de los archivos privados, y una mujer joven poco agraciada llamada Chantelle empezó a llevarle las cajas pertinentes.
—Bueno —dijo Luc—, estamos buscando cualquier documento relacionado con un asalto de la Resistencia a un tren alemán llevado a cabo en las cercanías de Ruac, en la Dordoña, en el verano de 1944. Transportaba gran cantidad de dinero en efectivo y tal vez obras de arte. ¿Hay un índice?
—Ese es el motivo por el que nos enviaron todo el material aquí, pero por desgracia aún no hemos tenido tiempo de ponernos manos a la obra. Puedo echarle un vistazo hoy. Así me facilitará la tarea en el futuro, cuando por fin pueda dedicarme a ello —dijo la mujer con amabilidad.
Empezaron la búsqueda. Mientras repasaban memorandos de la guerra, recortes de periódico, fotografías en blanco y negro y diarios personales, Chantelle le contó lo que sabía sobre el museo del que procedía todo aquel material.
Henri Queuille era un importante político de la época de posguerra que había mantenido un papel activo en la Resistencia de la zona de Corrèze durante la ocupación. Cuando murió, su familia legó la casa al Estado con el objetivo de recordar y honrar los esfuerzos llevados a cabo por la Resistencia en la región, y en 1982 Mitterrand y Chirac asistieron a la inauguración del museo. Los archivos de la familia se convirtieron en su columna vertebral, pero con el paso de los años el museo se llenó de donativos y regalos de otras herencias y archivos locales.
El proceso era muy lento. Luc estaba impresionado con la meticulosidad con la que la Resistencia había documentado sus actividades. Ya fuera por orgullo o por un sentido militar de la disciplina, algunos de los agentes locales escribían extensamente sobre planes y resultados para la posteridad.
En las primeras veinte cajas no había mención alguna al asalto de Ruac. Chantelle estaba revisando la caja 21 y Luc la 22 cuando la mujer anunció:
—¡Esto tiene buena pinta! —Y le llevó el material a Luc.
Era una libreta con el sello de un
lycée général
de Périgueux, con fecha de 1991. Al parecer un estudiante con mucha iniciativa había escrito un trabajo sobre la guerra y había entrevistado a un ex combatiente de la Resistencia. El hombre, un tal Claude Benestebe, que tenía más de sesenta años en el momento del intercambio, relataba un asalto a un tren alemán realizado a un kilómetro y medio de la estación en Les Eyzies. Desde la primera página parecía que hacía referencia al incidente de Luc. Empezó a hojear el relato oral de Benestebe mientras Chantelle abría la siguiente caja.
Apenas tenía diecisiete años en 1944, pero a pesar de ello me atrevería a decir que ya era un hombre, y muy intrépido. A decir verdad, la guerra fue la responsable de que mi infancia no tuviera un fin normal. Todas las frivolidades que hacen los adolescentes hoy en día, pues bien, yo no hice ninguna. Nada de juegos, nada de fiestas. Sí, hubo tiempo para el amor e incluso para alguna aventura, pero fue en el contexto, como podrás imaginar, de una lucha para la existencia y la libertad. El mañana nunca era una certeza. Aunque no te sucediera nada durante una misión, corrías igualmente el peligro de que de repente un día los alemanes te hicieran prisionero y te pegaran un tiro por esto o lo otro.
En el fondo no confiábamos en sobrevivir al ataque al tren de la Banque de Paris que hicimos en junio de 1944. Sabíamos que era un asalto importante. Unas dos semanas antes un empleado del banco de Lyon nos proporcionó la información de que iban a enviar mucho dinero en efectivo y parte del botín nazi por tren desde la sucursal principal de Lyon a Burdeos, donde harían un cambio para seguir hasta Berlín. Nos había confirmado que todo el tren, unos seis vagones, estaría lleno, de modo que teníamos que estar preparados para largarnos con todo si teníamos éxito. Nos dijo que en dos de los vagones solo habría obras de arte y pinturas, procedentes de saqueos de Polonia, cuyo destinatario era el propio Goering, que quería las mejores obras para él.
Bueno, puedo asegurarte que fue una gran operación. Los maquis eran, como sabrás, muy distintos entre sí, por decirlo de un modo educado. Sí, había una coordinación central, hasta cierto punto, de la que se encargaba De Gaulle y su gente en Argel, pero la Resistencia era sobre todo un movimiento local en el que los maquis actuaban un poco a salto de mata. Además, en ocasiones un grupo no soportaba a otro. Algunos eran nacionalistas de derechas, otros comunistas, otros anarquistas, había de todo. Mi grupo, que tenía el nombre en clave de Brigada 46, operaba en Neuvic. Simplemente odiábamos a los alemanes. Esa era nuestra filosofía. Sin embargo, para que el asalto al tren tuviera éxito, colaboraron una media docena de grupos. A fin de cuentas, necesitábamos cien hombres, muchos camiones, explosivos y ametralladoras. El punto de ataque se encontraba entre Les Eyzies y Ruac, de modo que tuvimos que implicar a maquis de Ruac, la Brigada 70, por lo que recuerdo, aunque nadie confiaba en ellos. Se envolvían con la bandera de la Resistencia, pero todo el mundo sabía que solo se preocupaban por sí mismos. Debían de ser los mayores ladrones de Francia después de los nazis. Y eran más despiadados que nadie. No se limitaban a matar a los alemanes, si podían los descuartizaban.
Por lo general siempre había algún lío y acabábamos teniendo heridos y bajas, pero en la noche del 26 de julio de 1944 todo salió a pedir de boca. Quizá los alemanes se pasaron de listos y pensaron que un exceso de seguridad llamaría mucho la atención, pero el tren no estaba muy protegido. A las 7.38 en punto atacamos por todos los lados, volamos las vías e hicimos descarrilar la locomotora. Aniquilamos a las tropas alemanas rápidamente. Ni siquiera tuve la oportunidad de disparar con mi rifle, tal fue la rapidez con que se desarrolló todo. Los guardas de la Banque de Paris que eran empleados franceses entregaron sus pistolas a nuestro comandante, que hizo varios disparos y se las devolvió para que pudieran decir que habían intentado repeler nuestro ataque. A las 8.30 ya habíamos descargado el tren. Habíamos formado una cadena humana desde las vías hasta la carretera para hacer llegar las sacas de dinero y las cajas con las obras de arte hasta los camiones.
Hasta al cabo de unos años no supe que, en dinero de hoy, ese tren transportaba decenas de millones de francos franceses. ¿Qué parte fue a parar a André Malraux y a Charles De Gaulle? No lo sé, pero corre el rumor de que varios millones de francos y una parte importante de las obras de arte nunca salieron de Ruac. Quién sabe si es cierto. Lo único que sé es que fue una noche bastante buena para la Resistencia y para mí. Me emborraché y me lo pasé estupendamente.
Luc echó un vistazo al resto de la carpeta, pero no había nada más interesante, nada sobre el cuadro de Rafael. Pero el descubrimiento de un vínculo tangible con Ruac le proporcionó el entusiasmo necesario para seguir abriendo cajas.
A última hora de la tarde, Chantelle salió de la sala para ir a buscar dos tazas de café. La luz de los fluorescentes del techo era más intensa que la luz del sol que entraba por las ventanas. Solo quedaban dos cajas; cuando hubieran acabado, Luc tomaría un taxi para volver a París e ir a cenar con Isaak. La caja 29 contenía en gran parte fotografías, cientos de imágenes impresas en el papel brillante y pesado de entonces. Las pasó rápidamente, como si estuviera repartiendo cartas en una partida de póquer y, cuando la chica volvió con el café, vio una fotografía con el siguiente pie de foto escrito a mano con tinta negra en el borde blanco: «Gen. De Gaulle en Ruac felicitando a la unidad local de maquis, 1949».
De Gaulle destacaba por encima de los demás. Vestía un traje de calle oscuro y tenía los ojos entrecerrados por culpa del sol. Detrás de él aparecía el café del pueblo con el mismo aspecto que tenía ahora. El general estaba flanqueado por seis personas, cinco hombres y una mujer, y estrechaba la mano al mayor de ellos.
Luc se fijó de inmediato en el anciano. Luego en otro hombre más joven, y finalmente en la mujer.
—¿Café? —preguntó Chantelle.
No podía hablar.
Porque Chantelle desapareció.
Y la habitación desapareció.
Solo quedaban la fotografía y él. Nada más.
El anciano de la imagen guardaba un asombroso parecido con el alcalde, Bonnet. El joven se parecía a Jacques Bonnet. La mujer se parecía a Odile Bonnet.
Miró fijamente la cara del resto de las personas, de una en una.
Negó con la cabeza, confundido. El parecido era extraño.
París resplandecía en el atardecer. Desde el taxi apenas distinguió la Torre Eiffel iluminada a lo lejos. Con todo el tráfico de la hora punta, disponía del tiempo justo para regresar al hotel antes de que Isaak fuera a recogerlo, pero ahora se arrepentía de esa cita.
Tenía demasiadas cosas en la cabeza, muchos datos que ordenar, muchas piezas del rompecabezas que encajar. No necesitaba una charla insustancial. Estaría mejor sentado en su habitación, con la cabeza despejada y una hoja de papel en blanco. Al día siguiente había quedado con el coronel Toucas. Quería ofrecerle una teoría coherente, no ponerse a divagar como un chalado. Quería volver a casa; si no hubiera perdido ya el último tren habría preferido trabajar de noche.
Debería anular la cita.
Llamó a Isaak.
—¿Tienes telepatía? —preguntó Isaak—. Justamente te estoy haciendo una traducción.
—Ya me habías hecho una. ¿A qué te refieres?
—¡A una nueva! —exclamó Isaak—. Nuestro amigo belga no ha parado de trabajar. ¡Ya ha acabado! Margo me ha reenviado su mensaje de correo electrónico hace una hora. Quería tenerlo listo para la cena.
—Mira, sobre la cena, ¿te importa que la pospongamos? Tengo un trabajo urgente entre manos.
—No pasa nada. Y ¿qué hago con la traducción?
—Estoy atrapado en un atasco. ¿Me la puedes leer por teléfono? ¿Te importaría?
—Tú mandas, Luc. Empecemos.
—Gracias. Por cierto, Isaak, antes de que te pongas a leer, ¿cuál es la última palabra clave?
—Eso es lo que más me ha llamado la atención. Es una de esas palabras que hacen palpitar el corazón de un medievalista. La palabra es TEMPLARIOS.
Ruac, 1307
H
acía mucho tiempo que Bernardo de Claraval había muerto, pero no había pasado un solo día sin que alguien de la abadía de Ruac pensara en él o mencionara su nombre para hacer una observación o poner más énfasis en una plegaria.
Exhaló el último suspiro en 1153 a la edad de sesenta y tres años y fue canonizado en un tiempo casi récord cuando, en 1174, el papa Alejandro III lo declaró santo. El honor emocionó y entristeció al mismo tiempo a su hermano, Bartolomé, que aún estaba traumatizado por el hecho de vivir en un mundo sin la presencia imponente de Bernardo.
Con ocasión de la onomástica de su hermano, Bartolomé viajó hasta Claraval con Nivardo, ahora su único hermano con vida, para rezar en la tumba de Bernardo. Se sentían algo turbados. ¿Estaría vivo alguno de los contemporáneos de Bernardo de Claraval y los recordaría? ¿Se revelaría su secreto?
Creían que no, pero en caso de que algún monje anciano los mirara con recelo o intentara mantener una conversación con ellos, se mantendrían distantes y con la cabeza cubierta para no perder el anonimato.
No querían entablar ninguna conversación que se pareciera a esta:
«¡Me recordáis a los hermanos de san Bernardo! Los conocí en una ocasión, hace muchos años.»
«Podéis tener la certeza de que no somos esos hombres, hermano.»
«No, por supuesto, ¡eso es imposible! ¡Deben de estar muertos o, en caso contrario, tendrían más de ochenta años!»
«Y, como podéis ver, somos jóvenes.»
«Sí, quién pudiera ser joven de nuevo. ¡Sería maravilloso! Sin embargo, vos, señor, sois el retrato de Bartolomé, y vos, señor, el retrato de Nivardo. Mi anciana mente me juega malas pasadas.»
«Permitidnos que os acompañemos a un lugar más sombreado, hermano, y que os demos una jarra de cerveza.»
«Muchas gracias. Decidme, ¿cómo habéis dicho que os llamabais?»