Es para mí un misterio que hombres de igual parecer, unidos en la exaltación de Cristo, puedan llegar a conclusiones opuestas sobre una experiencia común. Mientras que Jean, Abelardo y yo estábamos convencidos de que la infusión roja que preparamos era un camino para alcanzar la iluminación espiritual y el vigor físico, Bernardo se oponía categóricamente a nuestra opinión. Mientras que nosotros llamamos al líquido Té de la Iluminación, Bernardo lo definió como Brebaje del Diablo. El reproche de Bernardo supuso un duro golpe para todos nosotros, pero en especial para Abelardo, que amaba y respetaba a mi hermano como si fuera de su propia sangre. Bernardo decidió abandonar Ruac y regresar a Claraval cuando los tres le dijimos que no íbamos a renunciar a los placeres de la infusión. No queríamos hacerlo y, de hecho, creíamos que no podíamos.
Priorato de Saint-Marcel, 1142
P
ara un priorato tan modesto como el de Saint-Marcel, fue una reunión extraordinaria. Alejado del río Saona y oculto en una zona densa y boscosa, el priorato no estaba bien preparado para asimilar la gran afluencia de peregrinos. Llegaron de todos los puntos cardinales de Francia y nadie sabía cómo era posible que gente tan diversa hubiera recibido la noticia de la muerte inminente de un hombre.
Abelardo, el gran maestro, filósofo y teólogo, agonizaba.
Había estudiantes, discípulos y admiradores de las distintas épocas de su vida: París, Nogent-sur-Seine, Ruac, las abadías de Saint-Denis y Saint-Gildas-de-Rhuys, el Paráclito de Ferreux-Quincey, y finalmente este último santuario situado cerca de Cluny. Se había pasado la vida enseñando y viajando, pensando y escribiendo, y de no haber sido por la espantosa peste blanca, la consunción que le estaba devorando los pulmones, habría seguido atrayendo a muchos seguidores. Tal era su carisma.
La enfermería no era más que una cabaña de paja, y en el claro que había entre la cabaña y la capilla se habían congregado unos cuarenta hombres para rezar, hablar y hacerle compañía junto al lecho, de forma individual o por parejas.
El camino de Ruac a Saint-Marcel había sido una exploración de veinticuatro años de vida y amor. Abelardo había abandonado Ruac cuando mejoró su salud y viajó hasta la abadía de Saint-Denis, donde había tomado el hábito de un monje benedictino y había iniciado un período riquísimo de meditación y escritura. No solo escribió su polémico tratado sobre la Santísima Trinidad, lo que molestó a los círculos más ortodoxos de la Iglesia, sino que siguió escribiendo cartas, cada vez más apasionadas, a su amada Eloísa, todavía enclaustrada en el convento de Argenteuil.
No era sino un luchador. Su insaciable curiosidad, su inteligencia vivaz y su energía infinita lo llevaron a cuestionar, sondear y sacudir los cimientos del pensamiento establecido. Y cuando su espíritu desfallecía o aminoraba el ritmo, cogía su cesto de mimbre y recorría el campo y las praderas para recolectar plantas y bayas, para diversión de los demás monjes, que no sabían lo que hacía con ellas.
Tenía su propia trinidad de pensamientos, que le ocupaban la mente cuando estaba despierto: la teología, la filosofía y Eloísa. En cuanto a las dos primeras, pocos hombres poseían suficiente inteligencia para situarse a su altura o compartir sus disquisiciones intelectuales. En lo que respectaba a la última, todos los hombres podían entender sus anhelos.
Eloísa, la dulce Eloísa, seguía siendo el amor de su vida, el faro deslumbrante en una colina lejana que le mostraba el camino a casa. Sin embargo, ambos habían tomado el hábito y Jesucristo era su verdadero objeto de devoción. Lo único que podían hacer era intercambiar cartas que hacían arder de pasión al otro.
Ni Abelardo ni Bernardo de Claraval habrían imaginado jamás que su reciente enemistad había construido el puente que uniría a los desventurados amantes.
Cuando Bernardo abandonó Ruac y regresó a Císter, con las heridas cicatrizadas pero el espíritu atormentado, lamentó con amargura la decisión que había tomado su hermano Bartolomé de no renunciar al diabólico brebaje. Al meditar sobre ello, culpaba únicamente a Abelardo del giro que habían tomado los acontecimientos porque, entre los involucrados en aquel asunto, ninguno poseía una mente más abierta y era más persuasivo que ese eunuco. Su pobre hermano no era más que un títere. El verdadero malhechor era Abelardo.
Por ese motivo recurrió a su esfera cada vez más amplia de influencia eclesiástica para seguir de cerca al monje renegado, y cuando el tratado de Abelardo sobre la Trinidad cayó en sus manos se aprovechó de las herejías que contenía, desde su punto de vista, y logró que lo convocaran a un concilio papal en Soissons en 1121 para que respondiera de sí mismo.
¿Acaso no defendía la visión triteísta según la cual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo podían separarse, cada uno con su propia existencia?, preguntó Bernardo hecho una furia. ¿Consideraba que el Dios único era una mera abstracción? ¿Le había hecho perder el juicio aquel brebaje diabólico?
Bernardo recibió con gran satisfacción la noticia de que el Papa había obligado a Abelardo a quemar su propio libro y a retirarse a Saint-Denis como castigo. Pero las semillas amargas ya se habían sembrado. A los monjes de la abadía les pareció acertado librarse de Abelardo y sus ideas herejes, por lo que este se retiró a la soledad de un lugar desierto cerca de Troyes, en una aldea conocida como Ferreux-Quincey. Ahí, un pequeño grupo de seguidores y él crearon un nuevo monasterio al que llamaron el Oratorio del Paráclito. Paráclito, el Espíritu Santo. Era como meterles el dedo en el ojo a sus acusadores.
El lugar se ajustaba a los gustos de Abelardo. Estaba alejado, había un buen manantial no muy lejos, tenía un suelo fértil y abundantes bosques de los que extraer madera para construir una iglesia. Y, para su gran satisfacción, en los alrededores abundaban la correhuela, la cebada y la grosella.
Cuando el oratorio ya estaba casi construido, y disponían de una capilla y celdas, hizo algo que no podría haber hecho de no haber sido el abad: llamó a Eloísa.
Ella fue en un carro tirado por caballos desde Argenteuil, acompañada por un pequeño séquito de monjas.
Aunque iba cubierta con el sencillo hábito de una hermana, seguía siendo tan cautivadora como él la recordaba.
Rodeados por sus seguidores, no pudieron abrazarse. Un roce con la mano, nada más. Y fue suficiente.
Abelardo reparó en que el crucifijo de su amada era mayor que el de sus acompañantes.
—Sois prioresa —observó.
—Y vos abad —replicó ella.
—Hemos ascendido —bromeó él.
—Para servir mejor a Cristo —dijo Eloísa, que bajó la mirada.
Abelardo fue a verla de noche a la casita que había construido. Ella se mostró reacia. Discutieron. Él tenía los ojos desorbitados, hablaba muy rápido, con un tono fantasioso, convincente pero fluido, sin los arranques y las pausas del discurso normal. Esa misma noche había tomado Té de la Iluminación. No era necesario que ella lo supiera. Abelardo no disponía de mucho tiempo. Dentro de poco se le agriaría el carácter y no quería que Eloísa fuera testigo de la transformación.
Su amada conservaba el ingenio y la mordacidad de antaño. Tenía la piel tan blanca como el mármol más refinado del salón de su tío Fulberto, aunque el hábito casto y áspero apenas le dejaba verla. La tumbó en la cama y se echó sobre ella, la besó en el cuello y las mejillas. Ella lo apartó y lo reprendió, pero luego cedió y también lo besó. Abelardo apartó la basta tela que la cubría hasta los tobillos y dejó al descubierto la carne de sus muslos.
—No podemos —se quejó ella.
—Somos marido y mujer —dijo Abelardo entre jadeos.
—Ya no.
—Sí.
—No podéis —dijo ella, y sintió el roce de su erección contra la pierna—. ¿Cómo es posible? —preguntó con un grito ahogado—. ¿Vuestro percance?
—Os dije que había un modo que nos permitiría volver a ser marido y mujer —dijo Abelardo, y le levantó el hábito por encima de la cintura.
Hipocresía.
Fue entonces cuando cayeron en la cuenta. Ella estaba casada con Cristo. Él había hecho los votos de un monje y esos votos incluían la castidad. Ambos poseían un gran intelecto y conocían perfectamente las consecuencias morales, éticas y religiosas de sus actos. Sin embargo, no podían parar.
Después del oficio de maitines, varias veces a la semana, Abelardo se retiraba a la casa abacial, tomaba un trago del Té de la Iluminación e iba a ver a Eloísa en mitad de la noche. En ocasiones, al principio ella se negaba. Algunas noches no pronunciaba ni una palabra. Pero siempre que su amado iba a verla, ella acababa accediendo y ambos yacían como marido y mujer. Y todas las veces, al acabar, él la dejaba con una lluvia de lágrimas y de desprecio hacia sí mismo. Además, cuando estaba solo, rezaba con fervor para que lo absolvieran de sus pecados.
Sus encuentros podrían haber proseguido sin injerencias. Él era un eunuco. Todo el mundo lo sabía. Gracias a este giro del destino su relación estaba fuera de toda sombra de recelo o deshonra.
Sin embargo, tampoco podía durar de forma indefinida. Al final Cristo se impuso a su concupiscencia. Su sentimiento de culpa los destrozó y amenazó su cordura. Sus encuentros furtivos los fueron desgastando. Eloísa decía que se sentía como un ladrón en plena noche, y Abelardo no podía estar en desacuerdo. Siempre insistía en dejarla después de hacer el amor y la advirtió del lado oscuro que lo dominaba, algo que jamás le permitiría presenciar. Luego huía corriendo al bosque antes de que la ira se apoderara de él. Una vez ahí se dedicaba a azotar los árboles con ramas y a dar puñetazos a la tierra hasta que el dolor lo obligaba a parar.
Sus ciclos continuos de pecado y arrepentimiento los convirtieron en bueyes uncidos a una rueda de molino, sin parar de dar vueltas pero sin llegar a ninguna parte. ¿Acaso no tenían un objetivo más alto y noble, se preguntaban, exhaustos, después de hacer el amor?
Con el tiempo, a pesar del abrumador deseo y el afecto, Abelardo pidió a Eloísa que regresara a Argenteuil y ella aceptó.
Nunca dejaron de escribirse, docenas de cartas, exponiendo su alma en el pergamino. Ninguna misiva afectó tanto a Abelardo como esta, que releyó a diario durante el resto de su vida:
Deseáis que me entregue a mi deber y a Dios, a quien ya he consagrado mi vida entera. ¿Cómo puedo hacerlo cuando me aterrorizáis con temores que se apoderan de mi mente de noche y de día? Cuando un mal nos amenaza, y resulta imposible librarnos de él, ¿por qué nos entregamos al infructuoso miedo, que nos atormenta de forma más intensa aún que el propio mal? ¿Qué esperanza puedo albergar después de perderos? ¿Qué puede retenerme en la tierra cuando la muerte me haya arrebatado todo lo que amaba? He renunciado sin dificultad a todos los placeres de la vida, conservando solo mi amor y el secreto placer de pensar sin cesar en vos y de saber que todavía vivís. Y sin embargo, ¡ay!, vos no vivís por mí y no osáis concederme la esperanza de que vuelva a veros algún día. Esta es la mayor de mis desgracias. El cielo me ordena que renuncie a mi fatídica pasión por vos, pero, ¡oh!, mi corazón jamás lo consentirá.
Adieu
.
En su ausencia, Abelardo se entregó por completo al mundo de la escritura, la enseñanza y la oración fervorosa. Siempre fue un imán para los estudiantes que poseían las mentes más lúcidas, y estos lo encontraban en el Paráclito.
Sin embargo, Bernardo, entregado por completo a su papel de verdugo, también lo encontró, o cuando menos sus nuevos escritos. Durante varios años Abelardo se dedicó a enseñar y a escribir, pero sus opiniones sobre la Trinidad lo malquistaron de nuevo con la ortodoxia, y en 1125, rendido a la mano lejana pero más poderosa de Bernardo, su posición en el Paráclito se hizo insoportable.
Abelardo llamó a Eloísa una vez más para que acudiera al Paráclito; le aseguró que se trataba de una cuestión importante, que no lo movía la pasión ni su mente, lo cual era una verdad a medias, ya que su pasión nunca había disminuido.
Cuando Eloísa llegó, él le dijo que le habían ofrecido la posibilidad de hacerse cargo del monasterio de Saint-Gildas-de-Rhuys en Bretaña y que había aceptado. Sí, Bretaña estaba lejos, pero podría empezar una vida nueva, lejos del ámbito de influencia de sus adversarios. Aún tenía mucho que escribir y que aprender, y su energía y sus ambiciones nunca habían sido mayores. Además, podría ir a visitar a Astrolabio, que vivía en Bretaña desde su nacimiento, con la hermana de Eloísa.
Dejó lo mejor para el final. Le puso las manos sobre los hombros, en un gesto tierno y autoritario, y le concedió el título de abadesa del Oratorio de Paráclito. Ahora el monasterio era suyo. Él no regresaría a Paráclito hasta que hubiera muerto.
Eloísa rompió a llorar.
Fueron lágrimas de pena por su amor perdido, por el hijo que no conocía a su madre.
Sin embargo, también fueron lágrimas de dicha por el milagroso triunfo de Abelardo frente a su cruel tío y por su energía y espíritu indomables.
Eloísa mandó avisar a las monjas para que abandonaran Argenteuil y se reunieran con ella en el nuevo monasterio. Los hermanos de Abelardo no tardarían en irse para que el Paráclito se convirtiera en una comunidad de mujeres.
En una misa celebrada en la iglesia, Abelardo consagró oficialmente a Eloísa como abadesa y le dio una copia de la regla monástica y el báculo, el bastón pastoral, que ella agarró con fuerza, mirándolo fijamente a los ojos.
Más tarde, cuando Abelardo partió hacia el oeste, convencido de que jamás volvería a verla, Eloísa contuvo las lágrimas y se dirigió con paso sereno a la capilla, donde las monjas la esperaban para que presidiera el oficio de vísperas por primera vez.
La estancia de Abelardo en Bretaña resultó ser menos larga de lo esperado. Canalizó su tristeza y sus frustraciones en un estilo autocrático y al cabo de poco tiempo se había distanciado mucho de su nuevo rebaño, que había albergado esperanzas de que adoptara una actitud más laxa. Abelardo escribía de forma frenética, rezaba con los ojos preñados de ira, redujo de forma cruel las raciones de los monjes y los hacía trabajar como animales de carga. Tan solo se relajaba cuando tomaba el Té de la Iluminación para alejarse de sus tormentos y renovar su fervor. Pero una vez más se dio cuenta de que había llegado el momento de irse cuando sus propios hermanos de Saint-Gildas-de-Rhuys expresaron su disgusto al intentar envenenarlo.