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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (44 page)

BOOK: La llave maestra
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—Es un lugar muy especial —afirmó el arquitecto—. Sirve para articular toda la ciudad. Fijaos bien.

Al primer golpe de vista, Antigua era sobre todo un reducto militar, dominado por el Alcázar, que se alzaba en lo más alto. En un segundo momento, revelaba su naturaleza levítica, sus fatigadas piedras sometidas a la catedral, aquella gran araña que apresaba con sus patas el núcleo primitivo de la población, evitando que se despeñase en el accidentado tajo sobre el río. Sólo la armonía de la Plaza Mayor, con su gran explanada, ponía alguna concordia civil entre los dos conjuntos monumentales. Sólo allí, con su techado de pizarra negra, se apaciguaba el laberinto de calles rojizas de teja árabe. Esto le daba un aire más frío y nórdico, denso y preciso, en el mismo corazón de la ciudad. Toda la anarquía callejera del tortuoso gallinero medieval era reconducida por las nervaduras y tendones de su poderosa musculatura arquitectónica hasta un espacio claro y neto, de impecables proporciones. Al ojo le costaba hacerse cargo de la minucia de los detalles, del cálculo tenaz y sutil para conciliar en las esquinas aquella batalla de ángulos. Y del choque de la algarabía de callejuelas con las de aquel rompeolas, de volúmenes estrictos, surgía un plan, un propósito único.

—Has dedicado muchos años a esa plaza, ¿verdad? —le dijo Raquel tomando la mano del arquitecto.

—Sin ella, Antigua no sería la misma. Desde hace casi cinco siglos, los Maliaño sabemos muy bien que no se pueden tocar algunas de sus partes sin afectar a otras, o a toda ella. Conservar intacta la Plaza Mayor no es ningún capricho, como pretenden algunos de esos cavazanjas. Los concejales y constructores, quiero decir. Es el único lugar en el que aflora la otra Antigua… La parte oculta. Todo lo que ha borrado el paso del tiempo. ¿Te ha explicado alguna vez tu madre que esto es el centro de la Península, donde converge el mayor número de caminos?

—Ella dice que este país ha sido algo así como el Arca de Noé de toda Europa.

—Y no exagera. Aquí se dan el setenta por ciento de las especies de todo el continente. Eso es porque hace quince mil años, en plenas glaciaciones, el sur de la Península fue el único reducto que quedó libre del hielo. Aquí se refugiaron los animales y las plantas, y desde este santuario la flora y la fauna pudieron volver a repoblar y colonizar Europa.

—Pero me estás hablando de hace quince mil años…

Y de después. Cuando mejoraron las temperaturas, los animales nunca olvidaron el refugio que les había salvado, entre otras razones porque seguían necesitándolo en el invierno, y continuaban cruzando el país en dirección a África. Esta fauna arrastraba detrás a los hombres que vivían de la caza y conocían bien esas rutas. Luego, miles de años más tarde, a medida que domesticaron a los animales y fueron convirtiéndose en pastores, pasaron a ser cañadas ganaderas, y aún las utilizan hoy para la trashumancia. En España hay más de cien mil kilómetros de esos caminos, casi tres veces el perímetro de la Tierra. ¿Sabes que esa plaza es el kilómetro cero de todas las cañadas? Hurgar en ella es como violar la misma matriz de la Península.

—¿Es cierto que nunca se ha hecho? —intervino David.

—Nunca desde la edificación de esa plaza. Herrera la construyó justamente para eso: para dar una perspectiva de milenios a un lugar que necesitaba al menos una tregua de siglos.

—Suena bien, es una buena frase.

—Son sus propias palabras en el proyecto que presentó a Felipe II. Es un documento maravilloso, lo que diseñaría alguien que pudiera leer en esta ciudad como en un palimpsesto. Alguien que no sólo ve lo que hay, sino también lo que hubo, los trazos dudosos, los arrepentimientos, ese diálogo secreto de sus partes que se ha perdido con los edificios destruidos y las construcciones modernas… Venid por aquí.

Les condujo a su estudio de arquitecto. Echó mano de una cajonera y sacó varios planos que extendió sobre la amplia mesa.

—Esto os ayudará a entender lo que buscaba Sara —prosiguió—. Es un pequeño experimento que he hecho. Tengo los planos de esta ciudad que heredaron mis antepasados, o que fueron trazando por ellos mismos, y les he añadido las excavaciones y catas arqueológicas posteriores. Los he ido superponiendo, indicando la etapa a la que pertenece cada resto: la prehistórica, la visigoda, la musulmana, la cristiana. He ido anotando cada nueva piedra encontrada, intentando componer el rompecabezas.

—Otra radiografía, como esa foto genealógica —insinuó Raquel.

—Una radiografía que permite entender mejor el papel de la Plaza Mayor. Queda fijada en el momento en que la concibe Herrera, que es tal como ha llegado hasta nosotros. Pero fijaos lo que sucede antes. Antes de esa remodelación está sometida al mismo trajín que el resto de la ciudad. Excepto un punto. Si comparáis todos los planos de Antigua a lo largo de su historia, comprobaréis que hay un lugar, un solo lugar, que permanece intacto. ¿Lo veis?

—Es en mitad de la Plaza Mayor. ¿Dónde está abierto el agujero?

—Exacto. En sus alrededores se han descubierto restos ibéricos, e incluso de una cultura anterior, desconocida, cuya edad no se ha conseguido determinar. Son galerías, cámaras y antiguos mausoleos a más de cien metros de profundidad. Sospecho que eso es lo que buscaba Sara. Una especie de pasadizo maestro, que quizá permita el acceso a todos los niveles.

David se acordó de lo que le había dicho Lazo. Se preguntó si Sara o el antiguo conserje del Centro de Estudios Sefardíes realmente andaban detrás de tesoros escondidos. Pero no quería mencionar a aquel hombre, y se limitó a decir:

—¿Todo gira alrededor de ese punto?

—En efecto, por eso nadie se ha atrevido a construir sobre él. Por algo será. ¿Con qué derecho, entonces, vamos nosotros a hurgar ahí?

—Y usted cree que Herrera sabía todo eso y por ello construyó la plaza —apuntó David.

—Juzgue usted mismo. Esta plaza es su testamento. La hace cuando lleva trabajando más de veinte años como arquitecto y ha asimilado todos los estilos y conocimientos anteriores. Entonces trata de superarlos para establecer una forma de construir integrada en la Naturaleza. O, mejor dicho, en su estructura secreta, no en sus apariencias ni en su envoltorio externo. Herrera estaba convencido de que había formas capaces de penetrar en lo más íntimo de la Naturaleza. Fijaos lo que escribe en su Discurso de la figura cúbica.

Juan de Maliaño alcanzó un libro, se caló las gafas y leyó:

—«En las especies sembradas e incluidas en la generalidad del Caos están los hábitos primeros. Y en todas sus partes los agentes naturales, por modo de generación, visten de los primeros hábitos a cada individuo. Como el león que, engendrando otro león, convierte los hábitos universales de su especie y los comunica a los individuos».

—Es como si estuviera hablando de la información contenida en los genes —admitió David.

—O como si anticipara esta cita de Borges, que he anotado aquí al lado: «Decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio a luz la tierra… ». Claro que Pío Baroja ya lo habla dicho de una forma más sencilla: «En ti está toda tu raza, y en tu raza está toda la tierra donde ella ha vivido».

—¿Ése es el modo en que interpreta usted las palabras de Herrera? —quiso confirmar David.

—Él sabía que una ciudad no se construye sólo con piedras, sino también con una trama mucho más sutil —precisó Maliaño—. Buscaba una arquitectura que incorporase las viejas leyendas. Un pararrayos o un atraedor de sueños que protegiese a los habitantes de sus fantasmas.

—Eso suena a talismán —dijo Raquel.

—Es un talismán. Así era como lo llamaba tu madre. ¿Sabes la interpretación que hacía de esa construcción de Herrera?

—Mi madre no compartía esas cosas conmigo.

—No se lo reproches. Intentó mantenerte al margen de todo esto para que no te sucediera como a ella. Si ahora ha cambiado de opinión es porque sabía que le quedaba poco tiempo y ha querido dar un paso definitivo. Eso no debes olvidarlo nunca. Además, no podía compartirlo contigo porque es un trabajo reciente, que le encargué para el catálogo de la exposición que preparamos sobre la Plaza Mayor. Le conté todo esto que os estoy diciendo, y algunas de las tradiciones de mi familia. El antepasado mío que construyó el palacio de la Casa de la Estanca, Jorge de Maliaño, fue amigo de Herrera. Y tu madre relacionaba su Discurso de la figura cúbica con la Kaaba de los musulmanes y con la leyenda de la Cava de Antigua.

—La palabra podría ser la misma —asintió David—. Kaaba quiere decir cubo en árabe. Y es una construcción cúbica. Pero no acabo de ver la relación.

Juan de Maliaño rebuscó en un cajón hasta dar con unos folios.

—Aquí está el artículo de Sara. Leo lo que más me llamó la atención:

Algunas leyendas afirman que el último rey godo, don Rodrigo, perdió el trono de España a manos de los musulmanes porque violó a la Cava, la hija del conde don Julián. Suele relacionarse ese nombre con kaba (palabra que en árabe quiere decir doncella), o bien con khaba, que significa ramera. Pero habría que preguntarse si la Cava no es una trasposición de la Kaaba, el santuario cúbico de La Meca en el que está incrustada la piedra negra. Los musulmanes sostienen que es el primer templo que se construyó en el mundo, de la mano de Adán y Eva, y que fue restaurado por Abraham tras ser arrasado durante el Diluvio.

Lo que don Rodrigo habría violado en Antigua sería ese espacio sagrado, donde en tiempos se dice que hubo una cueva guardada por una bestia, a la que mató Hércules. Fue este último quien construyó el Palacio de los Reyes, y encerró allí los secretos que había aprendido en sus doce trabajos. Por eso lo declaró inviolable, le puso un candado y dictaminó que cada vez que muriese un rey sería enterrado junto al palacio, y sus sucesores deberían ir añadiendo otros cerrojos. El lugar se convirtió así en un recinto tan seguro que fue allí donde decidieron guardar los godos el tesoro de las dinastías hispánicas. Y cuando en el año 710 llegó al trono don Rodrigo, tenía ya veinticuatro cerrojos.

Rodrigo quiso saber qué es lo que contenía, pero nadie supo responderle con exactitud. El más viejo de sus consejeros le habló de un talismán del que dependía la suerte de todo el reino. Lo único que con siguió así fue aumentar el deseo del rey. Con su propia mano rompió los cerrojos y entró en el palacio. Dicen las crónicas que en su centro, rodeada de inmensos tesoros, encontró una urna o arca cúbica. Cuando se acercó a ella y la abrió, salió una luz intensísima y vio, como en un tapiz, unas figuras de espantosa catadura. Vestían extraños atuendos de muchos colores, con anchas espadas al cinto, parecidas en su forma a la media luna de sus pendones. Y una inscripción que decía: «Cuando las cerraduras de este palacio fuesen quebrantadas, unos hombres armados de esa guisa conquistarán España».

El arquitecto miró a Raquel con complicidad.

—Eso es lo que ha escrito tu madre. Como ves, habla de un talismán.

—Pero, padrino, sólo son leyendas.

—Las leyendas es todo lo que nos queda de las verdades de ayer. Troya fue sólo una leyenda hasta que se excavó. Hoy ya es historia.

—Y no hay que olvidar la conclusión a la que llegaron en el Programa AC-110 de la Agencia —añadió David—. Y en particular mi padre, que conocía muy bien a Sara. Me refiero al modo de preservar el respeto por los residuos radioactivos para las futuras generaciones: no se puede explicar con un simple mensaje una tecnología tan complicada. La única manera de transmitir un peligro como ése es mediante el mito.

—Que siempre será sólo eso, un mito… —insistió Raquel.

—Los mitos también son radioactivos —volvió a la carga el criptógrafo—. Mire la que se lía con Jerusalén en cuanto sacan a relucir el Monte del Templo los palestinos o los israelíes. En cualquier caso, en esas leyendas podría estar la clave de todo este asunto, la razón por la que desapareció en su día mi padre y ahora nos pasa esto con su madre.

—A Sara le interesaba algo en particular —matizó Maliaño—, una exploración que hubo durante el reinado de Felipe II, para intentar encontrar el Palacio de los Reyes. Fue la última que se hizo antes de construir la Plaza Mayor, debido a una plaga de algo que llamaron «terror nocturno». Según me contó ella, es uno de los cargos que aparece en el proceso contra Raimundo Randa que estaba investigando en el convento de los Milagros. Y como usted acaba de intuir, los síntomas le recordaban extrañamente a los de su padre.

—¿En qué sentido? —preguntó David.

—Lo que pasó en el siglo XVI durante esa última exploración conocida no se sabe a ciencia cierta, porque el relato del único superviviente resultó completamente incoherente. Éste logró salir de los subterráneos al cabo de varios días con más cara de difunto que de pertenecer a este mundo. Hablaba en un lenguaje incomprensible, y lo único que pudo sacarse en claro es que sus compañeros habían muerto en lugares inaccesibles, debido a un gran golpe de agua. Murió trastornado al cabo de pocos días. Se pidieron voluntarios para localizar a los restantes y darles cristiana sepultura, pero nadie se ofreció a entrar. En vista de ello, se mandó cerrar, lodar y calafatear la entrada. Luego ya viene Herrera y construye la Plaza Mayor. Y cuando lo hace, es muy consciente de que no se trata sólo de sellarla, sino de respetar las necesidades de algo que hay allá abajo. Por eso le dio forma de cubo.

—La plaza no es cúbica.

—Sí que lo es, si se tiene en cuenta la parte enterrada. Sólo se ve la mitad superior, pero debajo continúa una estructura que equivale a otro tanto como lo construido. Una especie de muralla subterránea asentada en los derrumbes previos de todas las galerías, para impedir que nadie pueda llegar bajo su interior excavando desde fuera del recinto. Para comprender bien la concepción de la Plaza Mayor tenéis que ver los planos de Herrera que tenemos en El Escorial, en la oficina que me han dejado para la exposición. Allí os podría enseñar lo que interesó a Sara, porque ahora que lo veo con perspectiva, ella estaba tomando notas para su posible incursión ahí debajo.

—¿Cuándo le comentó Sara todo esto? —preguntó David.

—El lunes pasado. El lunes es el día en que cierra al público El Escorial, y ella tenía apalabrado un fotógrafo para que le sacara algunas pinturas que quería incluir en su libro. Y, mientras le hacían las fotos, yo le enseñé esos planos de Herrera. Entre ellos hay unos fragmentos de pergamino que se parecen a ésos que me ha mostrado usted antes.

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