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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (47 page)

BOOK: La llave maestra
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El monarca aprovechó nuestra entrada para recabar la presencia de un guardarropa que le despojara del capote, y mientras lo hacía fijó sus ojos en mi persona breve y fríamente, sin apenas pestañear. Sentí gran embarazo, y más todavía cuando vi que preguntaba algo al oído a Artal, y éste también se fijaba en mí, y contestaba algo al rey, haciendo un aparte. Y el rey asintió. Y aunque noté que apenas miraba a quienes hablaban, incluso cuando el interlocutor se dirigía directamente a él; y que mantenía bajos los ojos, y si los levantaba era para dejarlos vagar a uno y otro lado; aunque noté esto —como digo—, vi que más de una vez me vigilaba don Felipe con curiosidad. A saber qué le habrían contado de mí…

El primero en intervenir, a una indicación del monarca, fue Juan de Herrera. De sus palabras se desprendió que había alguna disputa sobre las trazas de aquel edificio de El Escorial en el que nos encontrábamos. Esto me llenó de zozobra, pues no acerté a entender cuál podía ser mi papel en semejante controversia, a no ser que me pidieran opinión sobre la holgura de sus cloacas, pudrideros y letrinas. Que de eso bien podía darla, con pelos y señales.

—Creo, señor —opinó el arquitecto— que los canteros han de adaptarse a los problemas ya resueltos por los maestros de obras que conocen bien nuestros terrenos, sus materiales y clima. Por otro lado, y si no he entendido mal las instrucciones que me habéis venido dando, el edificio ha de servir a propósitos muy diversos. De modo que he estudiado monasterios, templos, hospitales, palacios, castillos y alcázares españoles. Todo ello lo he sometido al escrutinio de la arquitectura más nueva. Y lo he concertado lo mejor que he sabido.

Herrera daba la impresión de haber terminado. Pero aún alcanzó a añadir, resignado:

—Claro que luego vendrán los monjes exponiendo sus necesidades. Y ya se sabe lo regaladas que son las costumbres de los Jerónimos, que no son unos monjes cualesquiera. Total —murmuró entre dientes— que esto terminará siendo una celda para los reyes y un palacio para los frailes.

Volvió el rey la cabeza hacia Arias Montano, para invitarle a hablar. Comenzó el bibliotecario recordando el solemne elogio fúnebre por el emperador Carlos, pronunciado ante Felipe II algunos años antes en la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas. Era sermón célebre, a cargo del mejor orador sagrado del momento, el obispo de Arras, Francois Richardot. Uno de esos discursos que comprometen, pues el prelado, ante la más selecta concurrencia de Europa, había emplazado a don Felipe a asumir el papel de un nuevo Salomón.

—Éstas fueron sus palabras —dijo Montano, tomando un papel y disponiéndose a leerlo con su bien timbrada voz de predicador—: «Así como el rey David, abrumado por tantos trabajos como había tenido que soportar, declaró sucesor de sus reinos a su hijo Salomón, seguro de su valía y de su saber, así nuestro gran emperador, debilitado por las penas antiguas y las enfermedades presentes, dejó las cargas del reino en las manos de su hijo… El emperador Carlos, ya retirado a España, todavía pudo comprobar por las hazañas cumplidas el día de San Lorenzo, que la responsabilidad había sido entregada a un príncipe que, como Salomón después de la muerte de su padre, también usaría todos sus recursos y sus fuerzas para recomponer las ruinas del verdadero Templo de Dios, que es la Iglesia».

Montano hizo una pausa, calibrando el efecto de su lectura. Sabía bien el alcance que cobraban esas palabras tras el Concilio de Trento, en el que tan brillante participación había tenido él como teólogo.

Y las dejó reposar antes de continuar con el pasaje más polémico del elogio fúnebre de Francois Richardot:

—«David fue muy agradable a Dios por otras virtudes y, no obstante, Él le prohibió que le construyese un templo sólo porque era guerrero. Para construirlo eligió al pacífico Salomón. Si esto sucedió entre los judíos, ¿qué deberá suceder entre nosotros, los cristianos? ¿No deberíamos estimar aún más la paz? Yo considero que ni siquiera contra los turcos debe declararse una guerra a la ligera, porque el reino de Cristo no se originó y propagó por la fuerza de las armas».

Consciente del alcance de las palabras que acababa de pronunciar, seguro de sí, Montano depositó el papel sobre la mesa, y añadió:

—Nunca ha habido tantos años de paz continuados, como los que ahora gozamos. ¿Y qué hizo Salomón cuando fue ungido rey y debió hacerse cargo de los dos tronos heredados de su padre, el de Israel y el de Judá? Construir un templo que uniese a las doce tribus. Porque los hechos de armas pasan, y a menudo se olvidan; pero los edificios quedan, si están dotados de la suficiente grandeza. Vos, señor, habéis de unir tierras mucho más dispersas que Salomón, pero el primer título que heredasteis de vuestro augusto padre fue el de rey de Jerusalén. Y hoy la Iglesia está tan amenazada y dividida como nos recuerda el Concilio de Trento. Vuestra Majestad necesita un gran templo, no uno cualquiera. Y para ello precisa un gran arquitecto, el mejor…

Todos miramos de reojo a Herrera. Pero la voz encendida de Montano apuntaba en otra dirección. Con un quiebro que anunciaba el golpe de efecto, concluyó:

—Y ese máximo arquitecto no puede ser otro que el propio Dios.

Se produjo un embarazoso silencio mientras todos los presentes se miraban entre sí, atónitos por su osadía.

—Digo, pues —prosiguió Montano—, ¿qué mejor arquitecto que Dios? Quien no sólo ha urdido el diseño de la Naturaleza, sino también algunos artefactos y edificios salidos directamente de sus instrucciones y designios, como el Arca de Noé, el Tabernáculo de Moisés o el Templo de Salomón, destinado a contenerlo. Dios mismo dio instrucciones precisas y detalladas de cómo debía hacerse cada uno de ellos: materiales, dimensiones y usos. Y digo más: en construcciones así concebidas, se armonizan la arquitectura y la Naturaleza, al fin ambas salidas de la misma mano. Un templo tal será una nueva escala de Jacob por la que allanar el trato y comunicación familiar con las Alturas. Si en ese edificio se hallan las proporciones armónicas en que se basa la Naturaleza, se convertirá en un confidente de la estructura secreta del Universo.

Entendí entonces lo que allí se estaba sustanciando. Donde la Historia y las Escrituras decían David y Salomón, ahora se ponía en su lugar al emperador Carlos y a Felipe II. Y donde el Templo de Jerusalén aparecía uniendo a los israelitas del norte y a los judaítas del sur, ahora se refería a los protestantes de la Europa septentrional y los católicos de sus tierras meridionales. Estaban hablando en realidad de El Escorial, el nuevo Templo, el emblema de la Iglesia restaurada tras el cisma de la Reforma luterana. Y prefiguración de la Jerusalén Celeste a la que toda la Historia se encamina.

Me bastó mirar a Herrera para comprender, también, sus dudas y ambiciones. Yo le miraba a él y él me miraba a mí, porque había llegado el momento de tomar partido en aquella diatriba. Al ver que Herrera no intervenía, me planteé hacerlo yo. Ahora bien, ¿cómo encajar mi experiencia en apuesta tan elevada como aquella magna obra? ¿Dónde hallar un resquicio en tan formidable aparejo de ideas, tan bien trabadas doctrinalmente? ¿No sería aquello como meterse en corral ajeno?

Volví a atender a lo que en ese momento se decía en la mesa, donde Herrera se dirigía a Montano para decirle:

—Gran doctrina es ésa. Pero la semana que viene habré de entregar nuevas trazas y despieces a los maestros de obra. ¿Dónde hallaré las instrucciones salidas de la mano de ese Arquitecto Supremo que proponéis? ¿Qué dimensiones, qué medidas, qué proporciones? No era aquélla respuesta que estuviese a la altura del desafío planteado, sino una mala retirada a la defensiva. Miró entonces el rey a Artal de Mendoza. Aquélla iba a ser, sin duda, la baza inesperada que habían acordado en su despacho previo. Y el verdadero objeto de la reunión.

Dijo Mano de Plata:

—Su Majestad ha hecho venir a Alonso del Castillo para que examine unos libros en arábigo, que hace poco fueron capturados por una de nuestras naves, al abordar otra de los berberiscos que hacía la travesía de Melilla a Argel.

Así solicitado, por este preámbulo, el morisco no se hizo de rogar. Tras pedir la venia al rey, explicó:

—Estos volúmenes se ocupan mayormente de religión musulmana, y van encuadernados de cuarto en pliego con su buena piel de becerro, sus manillas, clavos de cobre y restos de cintas que sirvieron de ataduras. Fue al examinar éstas, y ver cómo se entremetían en las tapas, cuando observé que las tales cubiertas pertenecían a otro códice en vitela, mucho más antiguo, desportillado y aprovechado para encuadernar éste. Y separando esas cubiertas y desplegándolas con cuidado, he encontrado que pertenecen a la Crónica sarracena, la más antigua y fidedigna en que se habla de la conquista de España por los primeros musulmanes, Tariq y Muza, y lo que pasó con ellos y don Rodrigo, el último rey godo. Y lo que buscaban en España. Yo bien vi en la Alhambra algunas copias de copias de fragmentos de la dicha Crónica. Pero eran éstos muy confusos, y poco de fiar, aunque hayan corrido entre ciertas gentes. Entiendo, por el contrario, que ésta, aunque incompleta, es muy de primera mano, por estar tan cerca de aquellos sucesos, como se echa de ver ya desde su comienzo.

Así que ése era el origen de aquellas vitelas tan antiguas que Herrera y yo habíamos visto en la biblioteca. Cuando el morisco declaró que los volúmenes llevaban el nombre de su antiguo propietario, Rubén Cansinos, de Fez, me pregunté qué conocimiento tenía de él Mano de Plata, y qué es lo que había contado al rey. ¿Sabían ambos la historia del pergamino y que su duodécimo gajo obraba en poder de Cansinos, por no haber acudido a la reunión de Estambul con don José Toledano? ¿Estaban al tanto de que se trataba del único superviviente de su reparto, y que, por tanto, había alcanzado a verlo completo? ¿Conocían su previo descubrimiento por aquel hombrecillo, Azarquiel, en la ciudad de Fez? En cualquier caso, ¿cómo se las iba a arreglar Artal de Mendoza para revestir aquello de una misión regia, por muy secreta que fuera, sin descubrir su doble o triple juego? Porque él contaba con una espesa red de espías en la costa, y sobre todo en Berbería, pero ¿llegaba su brazo hasta Fez, en el corazón del reino de Marruecos?

Estas y otras preguntas me estaba haciendo —tanteando el resbaladizo terreno en el que iba a tener que moverme cuando me llegara el turno de intervenir—, cuando Felipe II carraspeó, esperando nuestros pareceres. El primero con el que contaba era el del bibliotecario Montano, tan versado en aquellas lenguas y materias.

—Vos también habéis leído esas vitelas, ¿las habéis entendido así? —le preguntó el monarca.

—Del mismo modo, Majestad —confirmó Montano.

—¿Les prestáis crédito?

—Pienso, señor, que en esa Crónica sarracena se mezclan verdades y patrañas a partes iguales, como suele suceder con estas leyendas. Pero hay otros testimonios que hablan de ese Tesoro de los Godos, obtenido en sus saqueos. Y principalmente en Roma, donde Alarico lo tomó en el año 410 de nuestra era. Luego los godos lo llevaron hasta Tolosa. Y desde allí lo trasladaron a Antigua, cuando asentaron en esa ciudad su nueva capital. Y, para lo que a nosotros nos interesa en esta disputa que mantenemos, es verdad que en el tesoro saqueado por Alarico en Roma estaba el del Templo de Salomón, que el emperador romano Tito había tomado en el año 70, al conquistar Jerusalén.

—¿Pensáis, entonces, que ese tesoro del Templo de Salomón puede estar en nuestros dominios, en Antigua? —preguntó Felipe II.

—Cabe en lo posible, señor.

—Si el tesoro del Templo de Salomón está en Antigua, ¿no sería ése el mejor modo de honrar El Escorial, arrimándolo a su modelo y ejemplo? —y esta vez la pregunta de don Felipe iba dirigida a todos.

Claramente me sentí incluido. Hubo un tenso silencio. Dudé si intervenir. Porque me pareció que había llegado mi hora y que de no hacerlo incurriría en muy graves sospechas. Era la única oportunidad de quedar bajo la protección regia, y toda prudencia en mis palabras sería poca.

—Con la venia, señor —dije—, desearía hacer una pregunta a Alonso del Castillo.

Esperé a que el rey me concediera su permiso, con un asentimiento de la mano. Y aunque su rostro permaneció impávido, noté que sus ojos brillaban por la curiosidad.

—Don Alonso —continué—, ¿había algún pergamino entre esos volúmenes?

—No entiendo vuestra pregunta —respondió el morisco—. Ya he dicho a Su Majestad que las cubiertas en las que está escrita la Crónica eran de vitela.

—No me refiero a eso, sino a un gajo triangular como marcado a fuego, con unos trazos a modo de laberinto.

—Nada de eso he encontrado.

Este arranque me dio autoridad, pues todos entendieron que yo estaba en algún secreto conocido de pocos. Pero también había quedado en el aire un fuerte trazo de suspicacia. Y como no quería yo darles a conocer lo que no supiesen —y menos todavía que once de aquellos gajos obraban en mi poder—, hube de explicar:

—Me han hablado de ello en Jerusalén, de donde acabo de venir, no sin antes haber visto ese laberinto en el santuario donde estuvo asentado el Templo de Salomón.

—Pero ése es lugar prohibido a cristianos —objetó Alonso del Castillo.

—Sí, lo sé —admití—. Me hice pasar por natural de Estambul, donde he estado cautivo. Y pude entrar en el Haram y en la Cúpula de la Roca.

—¿Queda algo del Templo? —se sorprendió don Felipe. Y esta vez pude notar su interés por el modo tan directo en que me miró.

—No, Majestad, sino quizá algún rastro de sus cimientos. Pero debajo de la Roca está ese laberinto que ellos honran como un talismán, y hay una inscripción con el nombre del califa Al Walid I, que era el señor natural del moro Muza, el conquistador de España tras vencer al último rey godo, don Rodrigo. De ahí mi pregunta.

Don Felipe hizo entonces un aparte con Artal, y éste buscó entre sus papeles. Para hacer una consulta, me pareció.

Después de privar con aquel su Espía Mayor, don Felipe se dirigió a mí para decirme:

—Tenemos entendido que habláis perfectamente el árabe, y el turco, entre otras lenguas.

—Así es, señor. Debo añadir que cuando estuve cautivo en Estambul, os serví como mensajero, estando vos en Bruselas.

—Lo sabemos. Y deseamos que volváis a hacerlo.

Asentí, pues vi llegada la ocasión de quedar bajo la protección de la real persona y recuperar la confianza perdida a causa de mi azarosa vida. Y esa protección os alcanzaría a Rebeca y a ti. Don Felipe dijo entonces:

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