La locura de Dios (13 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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En aquellas tierras desoladas parecía no haber llovido nunca y el polvo tenía un brillo alcalino y de sal. El último abrevadero que encontramos no era más que un patético montón de piedras, que apenas se distinguía entre la escabrosidad de la llanura, y no parecía probable que encontrásemos agua hasta que llegásemos al otro lado de las montañas. Las acémilas no habían bebido desde el día anterior y, sin embargo, las hicimos seguir adelante sin descanso, dirigiéndonos al desfiladero, escudriñando con atención todas las depresiones de los valles que teníamos en frente.

Nunca había considerado, con tanta claridad como entonces, el inestimable valor del agua. Me sujeté un lienzo a la boca, para preservarla del polvo alcalino, pero me lo tuve que arrancar en seguida por la sensación de asfixia que me produjo.

Subían bandadas de codornices de todos los arroyos secos y por todas partes aparecían y desaparecían rápidamente los blancos lomos de las gacelas. En aquel calor asfixiante los indicios de vida se mostraban y extinguían rápidamente, como argentinas escamas lanzadas a los rayos del sol.

A media tarde noté que se me iba inflamando la lengua hasta el punto de que me parecía tener en la boca un grueso trozo de cacto, y cuando entreabría los labios para respirar, el aire me quemaba la garganta. A la puesta del sol habíamos perdido casi por completo la esperanza de encontrar agua. Éramos trescientos hombres sedientos avanzando con torpes pasos y tambaleándonos agotados.

Matamos varias acémilas, las que tenían peor aspecto y parecían a punto de morir de todas formas, y (Dios nos perdone) bebimos su sangre.

Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontré en un magnífico anfiteatro de montañas de un color rojo sangre, con manchas de arenisca purpúrea y amarilla. Seguimos un desfiladero, que fue ensanchándose hasta convertirse en una planicie que se
alzaba
como si pretendiese llegar a los picos de las lejanas montañas. Nos íbamos aproximando a un risco, y poco después pude contemplar, desde una pequeña altura, un gran valle desierto, de tal extensión que las montañas que los circundaban parecían tener la misma altura que los montículos de arena que forman los niños.

Sobre el valle flotaba una misteriosa niebla parduzca.

Ningún panorama hubiera podido causarme mayor impresión; ninguna alucinación producida por alguna bebida espirituosa sería comparable a la imponente magnificencia que se ofrecía a mis ojos. Las colinas que tenía a mi derecha mostraban un colorido que tendía a un rojo pomposo, y las de mi izquierda eran de un verde mate ahumado; bordeaban un mar de rutilante arena, sobre el cual las oleadas de calor se extendían por encima de una especie de bruma oscura y fantasmagórica.

¿Qué clase de niebla podría formarse en aquel ambiente extremadamente seco, bajo un sol abrasador que era incapaz de disolverla? Parecía algo mágico y maléfico.

En medio de aquella llanura, divisé dos oscuras torres destacando sobre la bruma.

Los trescientos hombres, agotados y sedientos, descendimos, como uno solo, por el desfiladero hacia aquellas torres, describiendo amplias espirales para sortear las titánicas rocas que entorpecían nuestro paso.

La bruma nos envolvió poco a poco, enturbiando el sol. Conforme avanzábamos por el valle se iba espesando, tomaba un color más oscuro y transmitía un extraño y penetrante aroma. Un perfume que parecía penetrar por la nariz hasta clavarse en el cerebro. Los almogávares miraban a un lado y a otro cada vez más nerviosos.

Fueron apareciendo más torres, como pálidas sombras entre la niebla, a lo lejos, y un gran arco adornado con las impresionantes figuras de dos toros alados. Cualquiera de los bloques de piedra que formaba aquel arco podría, por sí solo, ser el monumento de un gran conquistador. Ahora, los ciclópeos toros de piedra que acechaban desde sus dovelas parecían mirarnos con hostilidad, como a un ejército invasor.

El aroma de pura maldad que nos rodeaba era tan penetrante como aquel extraño perfume que nos traía la niebla.

El sol era apenas una mancha brillante y difusa en el cielo.

Vi cómo el explorador que marchaba delante regresaba a galope con el rostro demudado por el terror, detenía su caballo junto al de Joanot, y hablaba brevemente con él, aunque no pude escuchar nada de lo que decían.

La tensión empezaba a crecer a mi alrededor, y los almogávares, cansados y sedientos, murmuraban nerviosos.

Joanot tiró de las riendas de su montura y se acercó a mi carromato.

—Necesito que me acompañes —me dijo con voz lúgubre.

—¿Qué sucede?

—¿Es que tienes que preguntarlo todo? —exclamó furioso. Espoleó su montura, y desapareció entre la niebla.

El explorador que había hablado con Joanot me acercó un caballo, y me ayudó a montar en él. Su nombre era Jaume; era muy joven, y en sus ojos, que miraban huidizos y asustados a un lado y a otro, parecía haberse cristalizado alguna imagen horrorosa.

Cabalgamos tras Joanot, aunque era evidente que aquello era lo último que aquel joven almogávar hubiera deseado hacer.

—¿Qué es lo que has visto? —quise saber.

El muchacho me miró brevemente con la vista perdida por el terror, y me dijo que estas tierras eran de Satanás, y que deberíamos dar media vuelta y abandonar rápidamente aquel lugar malsano.

Nos encontramos con Joanot unos pasos más adelante. Había detenido su caballo, y lo palmeaba en el cuello para tranquilizar al animal. Frente a él se alzaba un imponente ángulo de piedra, como la proa de un buque hundido. Era el resto de una muralla tan enorme que su mayor parte desaparecía entre los jirones de niebla.

Me preguntó sin mirarme, seguro de que yo estaría ahí.

—¿Puedes explicar esta bruma, Ramón? ¿Y su olor? Jamás he olido nada parecido.

—Yo tampoco —admití.

Seguimos avanzando, lentamente. Aquel paredón daba acceso a una fantasmagórica ciudad en ruinas. Pero ¿de qué ciudad se trataba? Según mis cálculos podía ser tanto Rages como Tabas, y en aquellas montañas que nos rodeaban podía situarse la puerta al país de los Jázaros; pero no podía afirmarlo con certeza.

Aquellas ruinas se descubrieron ante mis ojos tan súbitamente que no pude coordinar mis ideas y necesité algún tiempo para adaptar mi mente a aquel espectáculo. El aspecto de la ciudad parecía cambiar a cada instante, en cuanto apartabas la vista un momento de un rincón, de una pared, éstos parecían mudar y recuperar, por un instante, su antigua gloria. Quizás era un efecto del sol enturbiado por la niebla, pero era estremecedor. Las gigantescas columnas que me rodeaban eran repentinamente embellecidas por lívidos reflejos, con los espacios oscuros entre los muros que parecían haber sido cubiertos de nuevo por los tapices de los arquemeneos.

—¿Dónde está eso de lo que me has hablado? —le preguntó Joanot al explorador.

—Unos pasos más adelante, Adalid, pero…

—Vamos.

Joanot espoleó su caballo y éste avanzó al trote. Le seguimos. Una de las torres que había visto a lo lejos, levantándose entre la niebla, apareció frente a nosotros. Nos acercamos al paso, lentamente, mientras absorbíamos el horror que se presentaba frente a nuestros atónitos ojos.

La torre estaba hecha con cabezas humanas.

Tenía una base de piedra en la que había sido tallada una inscripción en alguna lengua extraña; después un primer piso de rostros momificados por el sol y la sequedad del ambiente unidos con cemento de forma que sólo los torturados rostros sobresalían, las cuencas vacías, las bocas dilatadas en un último grito desgarrador. Sobre este primer círculo de rostros se asentaba un segundo, y sobre este un tercero, así hasta alcanzar la considerable altura que habíamos visto descollar de la niebla desde lejos.

Miles de rostros que miraban aterrorizados hacia fuera, con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todasy en cada una de las bocas

Había tantas cabezas humanas amontonadas en aquel lugar que resultaba imposible contarlas; miles de rostros que miraban aterrorizados hacia afuera, con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todas y cada una de las bocas. Un grito que casi creí oír en aquel instante.

Algo que había estado agazapado tras la torre saltó en ese momento, y empezó a correr hacia uno de los edificios. Nuestros caballos, asustados, se encabritaron, y el mío a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Pero Joanot logró recuperar rápidamente el control de su montura, y corrió en pos de la figura que huía.

Vi cómo le daba alcance antes de que se perdiera entre las callejuelas de la ciudad abandonada, y cómo derribaba al fugitivo con un golpe de su puño.

Jaume y yo nos acercamos. Joanot había descendido de su montura, y forcejeaba con un joven vestido con harapos cuyos ojos estaban desencajados por el más puro horror. El joven gritaba, gemía e imploraba misericordia en
sarraïnesc
.

Descendí de mi caballo y me acerqué al joven al que Joanot no había tenido dificultad en inmovilizar.

—¡Piedad, piedad, oh nobles señores! ¡Soltadme! ¡No me toquéis! —decía mientras sus ojos saltaban de uno a otro de nosotros como esferas locas de cristal; su rostro estaba retorcido en una horrible mueca de pavor.

Mientras Joanot lo sujetaba, Jaume lo abofeteó violentamente un par de veces. El muchacho se derrumbó entonces en brazos de Joanot, pero pareció sentirse algo más calmado. El valenciano lo depositó entonces en el suelo y yo me senté en el polvo frente a él. Intenté transmitirle tranquilidad con mi voz mientras le decía que no pretendíamos hacerle mal alguno. No le conocíamos, y no teníamos nada contra él. Podía hablar con nosotros y contarnos los terribles acontecimientos que habían sucedido en aquel lugar.

El muchacho me miró como si me viera por primera vez. No contaría con más de dieciocho años. Sólo musitó una palabra: «piedad».

—¿Era ésta tu ciudad? —le pregunté.

—Sí —susurró—.
Rai

—¿Esta ciudad se llama Rai?

—Sí.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¡Los demonios…! —dijo, con una expresión de su rostro tan intensa que Joanot y Jaume comprendieron lo que estaba diciendo a pesar de que hablaba en
sarraïnesc
.

—¿A qué te refieres? —le pregunté—. ¿Has visto cosas sobrenaturales?

—Los demonios llegaron durante la noche —empezó a decir como en trance—… horribles, pequeños y oscuros… atacaron sin piedad y eran muchos, incontables… corriendo por las calles, sacando a las gentes de sus casas, degollando a niños y a mujeres… mataron a casi todo el mundo, y cortaron sus cabezas… las cabezas se amontonaban cubiertas por una nube de moscas… y el zumbido de las moscas… sólo unos pocos sobrevivimos, y fuimos atados unos a otros con tiras de cuero… los demonios nos llevaron con ellos al desierto… caminamos tras sus monturas, sin agua, con el cuero de las ligaduras cortando nuestras venas… caí y me levanté, una y otra vez… una y otra vez… y nos dirigimos hacia la torre de fuego… quemaba incluso en la distancia… los demonios arrojaron al fuego a aquellos de nosotros que parecían más débiles… me quitaron las correas… creían que estaba moribundo, pero sólo fingía… sólo fingía… corrí… escapé del demonio que me llevaba hacia el fuego… rodeé la torre de fuego… quemaba mi rostro y mis brazos… corrí… no miraba atrás… no sabía si me perseguían o no…

—¿Escapaste de ellos?

Me miró, con una especie de triste orgullo.

—Sí, fui más listo que ellos. No pudieron cogerme…

—¿Y qué hiciste?

—Regresé aquí, pero no quedaba nada vivo ya… sólo bandadas de cuervos que planeaban sobre esas horribles torres, y que se estaban dando un festín con los ojos… Un día, incluso los cuervos se marcharon, y quedé solo.

Apoyé una mano sobre su hombro, para tranquilizarlo, y traduje el relato de aquel desdichado a Joanot. Luego le pregunté por su nombre, y él me dijo que era Alí Ahmed.

—Ya no estás solo, Ahmed —le dije.

4

Ahmed fue de gran ayuda para nosotros, pues nos indicó el lugar donde estaba el único pozo potable que quedaba en toda la ciudad. El resto había sido emponzoñado por aquellos demonios que habían arrojado camellos y ovejas muertas a su interior.

Con nuestras reservas de agua repletas, abandonamos aquella ciudad maldita y seguimos nuestro camino a través del desierto, cegados por aquella niebla oscura y maléfica; por lo que Joanot había dado orden de que nadie se separase mucho de sus camaradas y de que nadie se rezagase y durmiera solo en el camino, pues aquel paisaje de cambiantes dunas de arena hacía imposible toda orientación. Yo apenas lograba calcular aproximadamente nuestra posición por el lugar que ocupaba en el cielo el enturbiado resplandor del sol, por lo que debía ayudarme de un extraordinario artefacto proveniente también del remoto Oriente. Se trata de un imán cubierto de pequeñas asperezas rojizas, que atrae al hierro y se une a él, por eso es llamado vulgarmente «piedra que aspira el hierro»; pues bien, cuando se frota con el imán una pequeña aguja de hierro, ésta recibe la asombrosa propiedad de señalar el norte. Si se coloca esta punta sobre un pedazo de caña que flota sobre el agua, gira rápidamente para indicar dónde está el norte, la estrella polar; que era invisible en aquellas turbias noches.

En la oscuridad de esas terribles noches escuchábamos las voces de los demonios que llamaban a los hombres por sus nombres; de modo que algunos almogávares, pensando que alguien conocido les llamaba por estar en apuros, se alejaba del grupo a pesar de las órdenes de Joanot, y se perdía irremisiblemente. En otras ocasiones se escuchaba el sonido de instrumentos musicales, y de tambores.

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