La locura de Dios (14 page)

Read La locura de Dios Online

Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
4.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Joanot me preguntó en una ocasión si entendía toda aquella magia.

—Hay una gran diferencia de calor entre el día y la noche en este desierto —le expliqué—. Las piedras se llenan de la esencia del calor, y gimen durante la noche mientras se enfrían. En el silencio y la oscuridad de la noche los hombres creen oír voces en el gemido de las rocas. Fíjate en toda esa arena; ¿de dónde crees que proviene?

—¿Tú lo sabes? —Se encogió de hombros.

—Las rocas torturadas por el calor del día y el intenso frío de la noche, acaban por deshacerse en minúsculos granos de arena.

—¿Siempre buscas una razón a todo? —me preguntó extrañado.

—Dios es la primera razón de todas las cosas —le aseguré—; pero se sirve de los mecanismos de la naturaleza para ejecutar sus obras. Dios es inmenso e impenetrable, pero los hombres podemos estudiar sus obras, más cercanas a nuestra naturaleza.

Alí Ahmed viajaba conmigo, en mi carromato. Su expresión y limpia mirada me recordaban intensamente a un joven musulmán que adquirí en el mercado de esclavos y que durante nueve años compartió casa conmigo, enseñándome su idioma y sus costumbres. Llegué a trabar una buena amistad con aquel hombre al que pronto consideré como un hijo más, aunque a menudo nuestras horas de estudios desembocaban en violentas discusiones religiosas, pues yo pretendía demostrarle, ensayando así los argumentos y razonamientos que alguna vez pensaba llevar a las tierras de sus correligionarios, los errores y falsedades de su fe.

En una ocasión, a altas horas de la noche, empezó una disputa entre nosotros que terminó cuando él me atacó con un cuchillo, hiriéndome en el brazo. Apenas vio correr la sangre, soltó asustado su arma y corrió a esconderse. Le denuncié a los alguaciles y esa misma noche fue encontrado y encerrado en una mazmorra.

A la mañana siguiente desperté con mi furia completamente diluida. Observé mi improvisado vendaje con una sonrisa conmiserativa y, tras vestirme y desayunar, me dirigí a la prisión para rescatar de ella a mi díscolo e impetuoso amigo.

Me entregaron su cuerpo.

Se había ahorcado esa misma noche, en la soledad de su celda, ante el temor de ser torturado y ajusticiado por las palabras que me había dicho en contra de nuestra fe.

Un día se disipó un poco la niebla y pudimos ver, brevemente, el sol por vez primera en muchas jornadas; era un sol vaporoso y grisáceo, que nos contemplaba como pudiera hacerlo un tigre enjaulado, pero que nos llenó de esperanza de que pronto terminara aquel desierto embrujado.

Estábamos acampando, a la caída de aquel día, cuando aparecieron, aparentemente salidos de la nada, cinco jinetes pequeños y oscuros, cabalgando unas monturas igualmente oscuras y diminutas, como caballos enanos, nerviosos y de patas muy cortas.

Al verlos, Alí Ahmed, palideció y su ánimo se descompuso. Vi cómo el terror controlaba nuevamente su cuerpo, y le llevaba a un estado lastimoso, cómo balbuceando como un niño asustado, corría a guarecerse en el interior de mi carromato.

Los cinco jinetes, avanzaron tranquilamente hasta nosotros, sin demostrar ningún temor ni preocupación, a pesar de nuestro elevado número y de ser ellos sólo cinco. Miré a lo lejos, tanto como pude, sospechando que si tal era su tranquilidad, eso significaba que podían haber muchos más de aquellos hombrecillos ocultos entre la bruma, esperando una señal de aquéllos para caer contra nosotros. Algunos almogávares tomaron sus armas nerviosos, y se interpusieron entre aquellos hombrecillos y Joanot de Curial; pero éste les ordenó que se apartaran. Sin inmutarse los cinco guerreros oscuros se plantaron frente a nuestro estandarte, no muy lejos del cual estábamos Joanot de Curial y yo. Los cinco vestían una especie de cota de malla de algún metal negro, y llevaban un casco que parecía hecho de cuero y latón y forrado de piel de oveja, que les cubría casi completamente los ojos. Lo poco que podía verse de su piel estaba tan sucia y cubierta de pelo que casi parecía negra, y unos mostachos negros y aceitosos se derramaban como babosas sobre sus labios marrones.

Sus pequeños caballos también estaban protegidos por una coraza de cuero entretejido con latón, que al parecer era muy ligera pues no impedía los movimientos rápidos y nerviosos del animal. Una horrible testera de cuero y huesos cubría casi completamente las cabezas de los caballos, en medio de las cuales brillaban unos ojillos malignos. Dos aljabas situadas a la grupa contenían flechas largas y cortas. Los guerreros llevaban un arco corto y sinuoso como una serpiente a la espalda, y de sus sillas de montar colgaban racimos de cráneos humanos, tan pequeños que debían de haber pertenecido a niños. Los cinco se habían parado en torno a nuestra Señera y la miraban con expresión entre divertida e interesada, y susurraban comentarios entre ellos como si los trescientos hombres que les rodeaban, cada vez más enfurecidos, no existieran en absoluto.

Quizá temiendo que los almogávares no iban a aguantar aquello durante mucho tiempo más, Joanot se adelantó y saludó a los cinco elevando su mano derecha a modo de bienvenida.

—Hombres de estas tierras —dijo Joanot de Curial—; venid en paz con nosotros, y aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad.

Ante las palabras de Joanot, los cinco dejaron de susurrar entre ellos en su extraña lengua gutural, y uno de ellos avanzó lentamente hacia el valenciano. Caminó hacia él con la misma naturalidad que hubiera empleado un hombre que usara sus piernas para desplazarse. Fue muy extraño, como si aquel hombre y su montura estuvieran unidos mentalmente, y los pensamientos de uno activaran las patas de la otra. Sentí, durante un instante, que me encontraba ante algún tipo de criatura sobrenatural, semejante en esencia a un centauro. ¿O eran aquéllos los míticos habitantes de las tierras de
Gog y Magog
, en cuyo territorio sin duda habíamos penetrado muchas jornadas atrás; de los que se decía que no tenían más de veintisiete pulgadas de altura, la cara redonda, y se les suponía cubiertos de vello y portadores de grandes orejas redondas y colgantes?

Pero nada de esto era cierto; aquellos hombres, aunque de pequeña estatura, sin duda debían de medir más de veintisiete pulgadas; y si bien sus rostros parecían cubiertos de pelo con excepción de pequeñas zonas alrededor de los ojos, nariz y boca, yo había visto a occidentales tan hirsutos como ellos.

Sólo son tártaros montados a caballo
, me aseguré.

El hombrecillo le dijo algo a Joanot, con una voz de tono alto y desafiante. Pero no pudimos entender ni una sola de sus palabras. Volvió a repetir lo dicho, con una entonación incluso más desafiante e insolente si esto era posible. Su voz era gutural, y la lengua que hablaba era muy extraña y la pronunciaba con mucha rapidez. Comprendí que aquel tártaro se estaba enfureciendo ante la incapacidad de Joanot de entender lo que le decía, y me adelanté hacia ellos, y le dije en
sarraïnesc
:

—Sed bienvenidos, dueños de estas tierras. Aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad.

Entonces el tártaro elevó su mirada hacia mí, y me observó con aquellos ojos brillantes, medio ocultos por el casco. Siempre caminando con su caballo que parecía una prolongación de su persona, sorteó a Joanot y se acercó hasta mí.

Un collar de orejas humanas adornaba su cota de malla.

—Puedo entender tus palabras —me dijo arrastrando penosamente las sílabas en
sarraïnesc
—, pero tú no pareces turco.

—No lo soy —repliqué rápidamente—. Somos viajeros, hijos de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo. Atravesamos estas tierras en paz.

El tártaro ladeó la cabeza, tal y como haría un perro extrañado, y me contempló con detenimiento antes de continuar hablando:

—¿Qué buscáis aquí?

—Somos comerciantes en camino hacia Oriente. No os molestaremos con nuestro paso. Permaneceremos esta noche aquí acampados, y partiremos al alba.

—Esos no son comerciantes —dijo el tártaro señalando con un dedo acusador hacia los almogávares—. Son guerreros; y aquí ocultáis a un esclavo de nuestra propiedad. Ese hombre nos pertenece, y al protegerle nos desafiáis de forma intolerable.

Tragué saliva, y vi que Joanot me hacía gestos impacientes. No entendía una palabra de nuestra conversación. Traduje, y su impaciencia se transformó en preocupación.

—Dile que eso no es cierto —dijo Joanot—, que aquí no hay ningún esclavo.

Así lo hice, sabiendo de antemano que no iba a servir de nada, pues el tártaro parecía estar muy seguro de sus palabras. Me escuchó con una sonrisa maligna en sus labios, y se volvió brevemente hacia los otros cuatro tártaros que seguían esperando junto a la Señera. Después, él y su montura avanzaron hacia mi carromato y con su espada levantó la lona descubriendo al pobre Ahmed. Éste gritó aterrorizado y los cinco tártaros rieron como niños tras hacer una travesura.

El musulmán saltó del carromato y se escabulló entre las patas de las acémilas, intentando huir, pero los tártaros le cerraron el paso, rodeándolo sin dejar de reír. Al ver esto, los almogávares tomaron decididamente sus armas, y avanzaron resueltos hacia los cinco tártaros. Me puse frente a ellos, y abrí los brazos implorándoles que se detuvieran. Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, también tomaron posiciones.

Pero eran sólo cinco hombres diminutos montados en caballos no menos insignificantes. Aquello empezaba a tomar un aspecto entre ridículo y peligroso.

—Joanot —grité, sin apartarme—, estos hombres no pueden haber venido solos.

—Es posible —me respondió el valenciano con voz tranquila—, pero ¿qué podemos hacer? No podemos permitirles entrar en nuestro campamento y llevarse a ese hombre.

—Tan sólo pretenden provocarnos —razoné.

—Pues, amigo mío, lo están haciendo maravillosamente.

Me introduje en el círculo que formaban los tártaros rodeando al tembloroso Ahmed, y me dirigí a ellos en
sarraïnesc
:

—Podemos pagaros por este hombre. Nos es de utilidad.

—No es de vuestra propiedad —me replicó el del collar de orejas, quizás era el único capaz de hablar
sarraïnesc
—. Al esconderlo nos insultáis.

—No, no, no —dije rápidamente—, no queremos insultaros, tan sólo hemos sido hospitalarios con este hombre. Para vosotros no significa nada. Os daremos oro.

Uno de los tártaros cogió a Ahmed por el pescuezo, y con un movimiento rápido y violento lo subió al lomo de su caballo, dejándolo tumbado boca abajo. El musulmán no intentó zafarse; tenía los ojos cerrados, apretados con fuerza, y le rezaba a Alá sin descanso. Me pregunté cuánto iban a aguantar los almogávares sin reaccionar.

—No queremos vuestro oro —dijo el tártaro escurriendo las palabras entre sus dientes amarillentos—. No de momento. Nos vamos.

Era evidente que los almogávares no les iban a dejar marchar.

—¡Esperad! —dije desesperado. La imagen de un joven moro, colgando de la cuerda de su cinturón en una celda, se me presentó en ese preciso instante—. Permitidme acompañaros y negociar la compra de este esclavo directamente con vuestro caudillo.

La expresión de los tártaros cambió; me miraron interesados.

—¿Qué sucede? —preguntó Joanot, mirando consecutivamente a los tártaros y a mí—. ¿Qué estás negociando ahora?

—Les he propuesto ir yo en lugar de Ahmed.

El valenciano enrojeció de ira. Me preguntó si me había vuelto loco, y afirmó que no iba a consentir semejante cosa.

Yo le respondí rápidamente en catalán; le dije que ésta era una buena oportunidad para aprender algo sobre esos hombres, que no eran cristianos, ni musulmanes.

No sabíamos nada sobre su vida o sus costumbres, ni teníamos experiencia alguna en su trato.

—No permitiré que te pongas en peligro para salvar a un turco. ¡Que se lo lleven!

—No —le repliqué—; tenías razón, no podemos darles esa ventaja, pero si les acompaño voluntariamente la ventaja será nuestra.

—No te arriesgarás de esa forma.

—Por Dios, Joanot, soy un anciano; ¿por qué iban a querer causarme algún mal?

Mientras hablábamos, yo no dejaba de mirar a los tártaros, y de mantener una sonrisa de tranquilidad en mi rostro.

—De acuerdo —dijo el tártaro que hablaba
sarraïnesc
—; vendrás también con nosotros. ¿Eres capaz de montar un caballo?

—No, no —le aclaré rápidamente—, no lo has entendido. Yo iré en lugar de vuestro esclavo, y negociaré su precio con tu jefe.

Entonces el tártaro me dijo que ambos le acompañaríamos hasta su ciudad.

—Si logras comprar al esclavo, podréis regresar juntos. ¡Basta de hablar!

Se lo expliqué a Joanot.

—No se saldrán con la suya —dijo el valenciano con las mandíbulas apretadas—. Mis arqueros los tienen a tiro, a los cinco; un gesto mío, y están todos muertos.

Intentando ocultar mi nerviosismo a los tártaros, le rogué a Joanot que no hiciera tal cosa, que estábamos en su tierra y que debíamos saber más de ellos antes de provocar un enfrentamiento. Esto pareció convencer de momento a Joanot. Pero al cabo de un instante dijo:

—De acuerdo, pero Sausi te acompañará.

Sin esperar a recibir la orden, Sausi Crisanislao montó en un caballo, tomó a otro por las riendas, y se acercó al grupo que formábamos los tártaros y yo mismo.

—Monta en éste, Ramón —me dijo.

Así lo hice.

Uno de los tártaros le gritó algo a Sausi en su incomprensible lengua. El búlgaro lo ignoró y el tártaro se colocó frente a él, interceptando su paso.

Pregunté al tártaro que hablaba
sarraïnesc
cuál era el problema.

—El guerrero no viene —dijo—. Sólo tú y el esclavo.

Sausi intentó esquivar al tártaro que tenía frente a él, y acercarse de nuevo a mí, pero éste, haciendo gala una vez más de un perfecto dominio de su montura, se colocó una y otra vez frente a él. Hastiado de aquel juego, Sausi descargó una patada contra el tártaro y su pequeño caballo, y a punto estuvo de derribarlos a ambos. Inmediatamente el hombrecillo se revolvió contra Sausi, y sacando una corta espada curva, intentó golpear con ella al búlgaro. Demasiado lento, el gigantesco Sausi lo sujetó por la muñeca, y lo hizo caer del caballo sin ninguna dificultad.

El tártaro se levantó rápidamente del polvo, y atacó a Sausi con su espada mientras lanzaba un horrible aullido. El búlgaro lo detuvo con una nueva patada, esta vez en el centro del pecho del hombre, que hizo caer al tártaro de espaldas.

Other books

Falconer by John Cheever
The Love Children by Marylin French
Island Blues by Wendy Howell Mills
Abduction by Michael Kerr
False Colors by Alex Beecroft
Unbearable by Wren