Inspiré profundamente antes de hablar y le dije, con voz entrecortada, que Ibn-Abdalá conocía el camino mejor que yo; ya no les era de ninguna utilidad y, además, entorpecía su avance.
—He traído la desdicha sobre esta expedición; un demonio habita dentro de mí. ¡No puedo seguir entre vosotros!
Joanot miró hacia las cortinas de lana que protegían el interior del carromato de la luz, para asegurarse de que no había nadie escuchando, luego se volvió hacia mí y me dijo muy serio:
—Nunca le he hablado de esto a nadie antes de ahora. Ni a mis mujeres, ni a mis mejores camaradas; pero debes saber, Ramón, que creo que Dios es sólo un mito inventado por los hombres para procurarse, a la vez, la tranquilidad y la desdicha.
—¿De qué estás hablando? —le pregunté.
—Tampoco creo que exista Satanás, ni su ejército de ángeles caídos.
Miré atónito a Joanot. No daba crédito a lo que había escuchado.
—¿Cómo puedes… —empecé, pero las palabras no acudieron fácilmente a mis labios— negar… negar lo que te rodea, lo que te hace vivir?
—¿Por qué crees tú? Porque así te lo han enseñado. Te han enseñado a temer al pecado y a alabar la virtud; a esperar el castigo o la recompensa. Pero yo he visto a hombres virtuosos sufrir los peores castigos, y a pecadores convertirse en reyes, e incluso en papas.
Durante toda mi vida había escuchado multitud de herejías, y comprobado que existían multitud de formas equivocadas de interpretar a Dios, pero jamás había conocido a nadie que afirmara algo como lo que Joanot acababa de decirme.
—No quiero seguir escuchando —dije.
—Pues lo harás —dijo Joanot—. No creo que el demonio esté dentro de ti, Ramón. Estás enfermo, y te recuperarás. Eso es todo.
Le dije que se había vuelto loco.
—Sí, y tú eres el más cuerdo de los hombres —sonrió Joanot con cinismo—. Ahora duerme, viejo, descansa, y olvida tus temores. Olvida también esa idea de que vamos a abandonarte aquí. Vendrás con nosotros hasta el final.
Después de estas palabras, Joanot abandonó el carromato; y yo, solo una vez más, me tumbé de espaldas y tapé mis ojos con mi brazo. Intenté hacer lo que Joanot me había recomendado: dormir.
No quería pensar en nada; más tarde ya habría tiempo. Ahora sólo quería dormir.
Utrum?, Quid?, De quo?, Quare?, Quantum?, Quale?,
Quando?, Ubi?, Quomodo?
—Ahí tienes tu
desierto de cristal
, Ramón —dijo Ibn-Abdalá.
Abandoné el oscuro interior de mi carromato, y parpadeé por la fuerte luz del mediodía al mirar a lo lejos. Un fulgor blanco en el mismo filo del horizonte, como si el sol se reflejara contra una gigantesca superficie de vidrio.
Un resplandor casi mágico señalaba nuestro destino.
—Hemos llegado —musité con lágrimas en los ojos, preguntándome si aquello sería real o se trataba tan sólo de una nueva alucinación.
Me sentía inmensamente cansado; agotado del viaje y de la vida. Y, ahora que el final de nuestro camino estaba al alcance de la vista, pensé en Moisés contemplando la Tierra Santa que nunca llegaría a pisar.
Joanot se colocó junto a mí, y contempló el fulgor lejano durante unos instantes, haciendo visera con su mano para que el sol no le cegara. Todos los almogávares estaban, en ese momento, en una posición similar.
Después, Joanot, se volvió hacia mí y me preguntó por mi enfermedad. Palpé brevemente la buba de mi cuello —no me dolía y parecía más deshinchada y menos congestionada—, y le respondí que mejor. Pero no podía sentirme ya seguro; y no podía confiar en mis sentidos. Realidad y alucinación se mezclaban turbulentamente confundiendo mi entendimiento.
Como en un sueño seguimos nuestro camino olvidándonos del cansancio. Después de tantas vicisitudes nuestras fuerzas se habían visto reforzadas por la visión de la cercanía de su destino.
Tras atravesar una árida y pedregosa lengua de terreno intermedio, empezamos a encontrarnos con aislados montículos de arena y sal, que salpicaban la periferia de aquel mar seco como charcos dejados atrás por la marea. Al atardecer, mientras el sol enrojecía el horizonte ponentino, alcanzamos la costa desolada de aquel antiguo mar. Una playa infinita, donde ya no morían las olas.
Las palabras de san Juan acudieron de nuevo a mi mente:
«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existía ya…»
Sin detenernos, avanzamos por la fina arena. Los cristales de sal brillaban como diamantes abandonados entre los granos de arena. Muchos eran de gran tamaño, y algunos hombres se agachaban a recogerlos pensando quizá que se trataba de joyas.
Yo también recogí cosas de la arena; conchas y estrellas de mar calcinadas por el sol. Era evidente que todo aquello había estado sumergido hasta hacía muy poco tiempo. Pero ahora parecía el más árido de los lugares.
Afortunadamente, tras las últimas lluvias en la costa del mar de los Jázaros, nuestras reservas de agua estaban repletas, porque la presencia de agua entre aquellas arenas salinas me parecía tan improbable como el hielo en el infierno.
Uno de los exploradores gritó señalando algo a lo lejos. Parecía un monumento extraño y de una blancura reluciente, como si fuera algo que no perteneciera a este mundo, apenas teñido de rojo por el sol del atardecer.
Cuando llegamos hasta él, vi que se trataba de una antiguo barco de tres palos y afilada quilla. Tenía un boquete cerca de la proa, que sin duda había sido la causa de su hundimiento. Todo él, los mástiles, el casco, las pocas cuerdas que le quedaban, estaba cubierto por una capa de blanquísima y reluciente sal, lo que le daba aquel aspecto de joya mágica y enorme. Me pregunté cuánto tiempo habría permanecido hundido aquel barco antes de que las aguas se retiraran, dejándolo convertido en aquella mágica estatua de sal. No mucho, sin duda, pues conservaba intactos algunos de sus aparejos; si hubiera permanecido mucho tiempo sumergido hasta el último de ellos se habría corrompido en el agua. Ahora la sal preservaría la integridad de aquel viejo casco durante mucho tiempo.
Empezaba a oscurecer, pero Joanot no se decidía a dar la orden de acampar. Parecía confuso e indeciso, aquel extraño y árido lugar no parecía el más indicado para establecer un campamento. Pero finalmente, la inminente oscuridad le obligó a tomar una decisión. Los almogávares acamparon junto aquel casco petrificado, y pasaron una noche helada, insomne y llena de presagios, bajo un cielo sin luna cuyas estrellas reflejaban su brillo en los granos de sal que recubrían aquella planicie que ahora parecía infinita.
A la hora prima del día siguiente, nos pusimos nuevamente en marcha y seguimos avanzando por el lecho seco.
Esta vez fue Ricard el que encontró algo semienterrado por la arena.
Joanot y yo nos acercamos al lugar donde el almogávar se ponía en cuclillas para examinar su hallazgo. Con sumo cuidado, apartaba con la mano la arena que lo cubría.
«¡Qué cosa tan extraña!»
, me dije.
Eran dos gruesas barras de hierro negro dispuestas paralelas entre sí a unas dos varas una de otra, con unos tablones de madera situados entre ellas. Las barras estaban sujetas mediante gruesos clavos remachados a las maderas, y éstas estaban separadas entre sí algo más de una vara. Conté cinco de estos tablones en el espacio que Ricard ya había desenterrado, pero a medida que apartaban la arena aparecían muchos más, y sobre ellas las barras de hierro parecían extenderse como una carretera hacia el horizonte.
—¿Qué es eso, Ramón? —preguntó Joanot—, nunca he visto nada igual.
—Yo tampoco —admití.
Ricard llamó a voces a un grupo de almogávares que le ayudaron a ir desenterrando aquel extraño camino de hierro y madera. No estaba a mucha profundidad, y bastaba apartar la fina arena con el pie para sacarlo a la luz. Joanot y yo caminábamos tras los almogávares mientras éstos se afanaban en su tarea.
El sol se elevaba rápidamente en el firmamento.
—Esos hierros deberían estar cubiertos de orín —dije—. Y no es así.
Joanot me preguntó por esto.
—Ese artefacto nunca ha estado sumergido —le expliqué—. Ha sido construido después de que el mar se secara.
—¿Con qué propósito?
—No puedo imaginarlo. Parece un camino; pero ¿por qué iba alguien a construir un camino de hierro en mitad del lecho de un mar seco?
Me detuve agotado. Los ojos me dolían de tenerlos entrecerrados, pero sólo así podía soportar el fulgor de los granos de sal reflejando la luz solar. Si se levantaba viento aquello iba a ser un infierno.
Le hice una señal a Ibn-Abdalá que nos contemplaba desde lo lejos, y el sarraceno corrió hacia nosotros cargado con un odre lleno de agua. Tras beber, le pasé el cuero a Joanot y le pregunté a Ibn-Abdalá señalando el camino de hierro y madera:
—¿Sabes lo que es eso?
El sarraceno lo contempló durante un instante, y caminó por él, sobre los tablones de madera.
—Parece una escalera capaz de llegar hasta el cielo; si alguien fuera capaz de ponerla en pie, claro —fue su respuesta.
Observé al
cadí
admirado. Era sorprendente que a mí mismo no se me hubiera ocurrido ese concepto. En ocasiones había definido mi
Ars Magna
como una escala conceptual para conducir al hombre hasta las mismas puertas del cielo; un saber ascensional para encontrar las verdades más encumbradas. Pero, por supuesto, aquello había sido una metáfora, pero lo que ahora tenía a mis pies era real y sólido. Y su construcción, si había sido realizada por hombres, debía de haber supuesto un esfuerzo enorme.
¿Intentaría algún pueblo seguir la idea de los babilonios y tender una escalera entre la tierra y el cielo?
No, era absurdo.
—¿Habías oído hablar a alguien alguna vez de eso? —le pregunté a Ibn-Abdalá. Y él me respondió que nunca había conocido a nadie que se hubiera internado en ese lecho seco más que unos pocos pasos.
—¿Por qué? ¿Acaso es un lugar maldito?
El
cadí
me miró divertido.
—Oh, no; en absoluto —dijo—. Pero ¿por qué iba a querer alguien adentrarse en un lugar como éste?
Asentí. Era lógico, aquello era un desierto de sal donde nadie podía vivir, ni planta alguna crecer. Si alguien hubiera intentado ocultar algo, aquél era, sin duda alguna, el lugar ideal.
Ricard, que estaba en la vanguardia de los almogávares que iban desenterrando el camino de hierro, nos llamó con un grito excitado. Había encontrado algo más.
Junto a Joanot e Ibn-Abdalá caminé hacia allí. Ricard nos hacía señas con los brazos. Tras él se recortaba, contra el cielo azul, una extraña silueta negra.
Conforme íbamos llegando a la altura del almogávar, fuimos descubriendo los asombrosos detalles de aquel nuevo y sorprendente objeto.
Era un gigantesco carro de hierro negro de más de diez varas de longitud, que descansaba sobre cuatro grandes ruedas de hierro, cada una de las cuales tendría la altura de un hombre. Aquellas ruedas descansaban sobre las barras de hierro paralelas que los almogávares estaban desenterrando. Comprendí entonces la utilidad de aquel camino metálico; era evidente que sin él, aquel gigantesco y pesado carromato, se hundiría irremisiblemente en el suelo. Pero ¿qué utilidad podría tener un carro que sólo podía moverse por un estrecho camino prefijado?
Contemplamos admirados aquella mole de hierro, mientras el resto de los hombres se acercaban. ¿Cuántos caballos o acémilas serían necesarios para arrastrarlo?
Tres de las cuatro ruedas, las delanteras, estaban unidas entre sí por cadenas metálicas. Una cadena unía las tres entre sí; una segunda unía la tercera rueda con un cilindro dentado de metal situado sobre la primera. ¿Cuál sería la función de aquello?, me pregunté, observándolo con cuidado. Parecía un sistema de transmisión, como el mecanismo de un reloj, pero ¿qué hacía algo así en un carro de hierro tan enorme?
Sobre las ruedas, el cuerpo principal del carro era un grueso cilindro sujeto a la plataforma donde estaban los ejes de las ruedas por unos adornos dorados que representaban las alas abiertas de un pájaro. Había oído hablar de armas que, con esa forma de tubo de hierro, y cargadas con polvo negro explosivo, eran capaces de arrojar una piedra a gran distancia y con tanta fuerza como para derribar una muralla. En el sitio de Niebla habían sido usadas estas armas, aunque no habían sido muy efectivas. Me pregunté si no estaría frente a uno de esos artilugios de guerra, pero mucho más perfeccionado, y montado sobre un carro. Quizás eso explicaría que estuviera situado sobre un camino prefijado, si su utilidad era defender un perímetro de terreno, y era necesario desplazarlo de un lugar a otro continuamente.
Había una escalerilla en la parte posterior del carro. Trepé por ella y me encontré en una especie de plataforma relativamente estrecha, dado el tamaño completo de aquel artefacto. Había palancas que surgían del suelo de aquella plataforma, y relojes de bronce y cristal finísimo, situados en su pared frontal.
Joanot, que había subido detrás de mí, se quedó admirando todo aquello.
Pasó una mano sobre aquellos relojes, y dijo:
—Todo esto parece de gran valor. Sus constructores deben de ser gente muy rica para dejarlo abandonado aquí sin vigilancia.
No pude por menos que estar de acuerdo con él. Todo lo que se veía estaba perfectamente manufacturado, todas las piezas encajaban entre sí con una perfección asombrosa, incluso las más pequeñas y delicadas. Resultaba difícil entender cómo podría haber sido construido aquello, y qué clase de artesanos habían intervenido.
Joanot estaba estudiando la expresión de mi rostro.
—Tú siempre tienes respuesta para todo, anciano —me dijo el valenciano—. Debes de tener una idea sobre lo que es esto.
Pero yo sólo podía especular:
—Esto es un carro de guerra. Es tan pesado que podría derribar una muralla con sólo chocar contra ella, por eso necesita de ese camino de hierro; se hundiría en el suelo sin él.
Joanot miró a su alrededor escéptico, y dijo que yo sabía mucho de mis cosas, pero muy poco de la guerra. Aquel artefacto le parecía demasiado pesado y aparatoso; no resultaría efectivo en mitad de una batalla.
—¿Has calculado cuántos caballos harían falta para arrastrarlo?