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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

La Maldición de Chalion (10 page)

BOOK: La Maldición de Chalion
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Tras un silencio meditabundo e insoportablemente prolongado, Iselle dijo, en voz baja:

—Gracias por vuestro atinado consejo, castelar.

Cazaril le devolvió un asentimiento aprobatorio. Bien. Si había logrado librarse de ese peliagudo asunto a las primeras de cambio, podía decirse que había cubierto ya un trecho importante. Y ahora, gracias a los dioses, a la generosa mesa de la provincara…

Iselle volvió a sentarse y recogió las manos sobre el regazo.

—Vais a ser mi secretario además de mi tutor, Cazaril, ¿sí?

Cazaril se dejó caer de nuevo.

—Sí, mi lady. ¿Deseáis que os ayude con una carta? —A punto estuvo de sugerir,
¿Después de comer?

—Ayuda. Sí. Pero no con una carta. Sir de Ferrej ha mencionado que fuisteis correo una vez, ¿es eso cierto?

—En su día cabalgaba para el provincar de Guarida, mi lady. Cuando era joven.

—Un correo es un espía. —Sus ojos se habían tornado inquietantemente calculadores.

—No necesariamente, aunque a veces era difícil… convencer a la gente de lo contrario. Éramos mensajeros de confianza, por encima de todo. Tampoco es que no se esperara de nosotros que supiéramos tener los ojos abiertos e informar de nuestras observaciones.

—Suficiente. —Barbilla arriba—. En tal caso, mi primer encargo para vos, como secretario, es de observación. Quiero que descubráis si he cometido un error o no. Yo no puedo presentarme en la ciudad y empezar a hacer preguntas, tengo que quedarme en lo alto de esta colina en mi —mueca— cama de plumas. Pero vos… vos podéis.

Lo miró con una expresión imbuida de la fe más perturbadora.

Cazaril sintió el estómago tan vacío como un tambor, sin que tuviera nada que ver con la falta de alimentos. Al parecer, acababa de realizar una interpretación demasiado magistral.

—¿De… in… inmediato?

Iselle se revolvió incómoda en su asiento.

—Con discreción. Cuando se presente la oportunidad.

Cazaril tragó saliva.

—Veré lo que puedo hacer, mi lady.

Camino de su cámara, una planta más abajo, los pensamientos de Cazaril se vieron poblados por una visión de sus días de paje, en ese mismo castillo. Le gustaba creerse con dotes de espadachín, a cuenta de ser un poco más diestro que la media docena de patanes de noble cuna con los que compartía deberes y formación en la casa del provincar. Un día llegó un nuevo paje, un tipo bajito, malhumorado; el maestro de esgrima del provincar había invitado a Cazaril a medirse con él en la próxima sesión de entrenamiento. Cazaril había practicado una o dos buenas estocadas, incluida una floritura que, con una hoja de verdad, habría recortado las orejas de casi todos sus camaradas. Intentó su estratagema especial con el recién llegado, deteniéndose satisfecho con el filo romo pegado a la cabeza de su adversario… tan sólo para mirar abajo y ver la ligera espada de entrenamiento de su oponente doblada casi en dos contra el acolchado de su barriga.

Aquel paje había ascendido, según tenía entendido Cazaril, hasta convertirse en el maestro de esgrima del roya de Brajar. Con el tiempo, Cazaril hubo de reconocer que era un espadachín mediocre; sus intereses andaban siempre demasiado repartidos como para conservar la necesaria obsesión. Pero no se había olvidado nunca de aquel momento, cuando asistió sorprendido a su teórica muerte.

Le intrigaba el hecho de que su primera lección con la delicada Iselle hubiera reavivado ese viejo recuerdo. Curiosas chispas de intensidad, las que ardían en ojos tan dispares… ¿cómo se llamaba aquel paje bajito…?

Descubrió que habían llegado hasta su cama otro par de túnicas y pantalones en su ausencia, reliquias de un castellano más joven y delgado, si no equivocaba sus sospechas. Se dispuso a guardar la ropa en el baúl que había al pie de su cama y se acordó del libro del difunto lanero, recogido en la capa chaleco negra. Lo cogió, pensando en llevarlo al templo esa misma tarde, pero volvió a dejarlo en su sitio. Posiblemente, entre sus páginas cifradas acechara parte de la certeza moral que le exigía la rósea —que él la había incitado a exigirle—, alguna prueba concluyente a favor o en contra del avergonzado juez. Primero, lo examinaría él mismo. Quizá le sirviera de guía de los secretos de la escena local de Valenda.

Después del almuerzo, Cazaril se tumbó para disfrutar de una siesta reparadora. Apenas si regresaba de nuevo al mundo de la vigilia cuando llamó a su puerta sir de Ferrej, que le entregó los libros y papeles de los aposentos de la rósea. Betriz llegó poco después con una caja de cartas que había que ordenar. Cazaril pasó el resto de la tarde empezando a organizar el montón apilado aleatoriamente, familiarizándose con los asuntos que contenía.

Los registros financieros eran sencillos: la compra de éste o aquel juguete trivial o de algún oropel; listas de obsequios dados y recibidos; un listado un tanto más meticuloso de joyas de genuino valor, heredadas o regaladas. Ropa. El caballo de Iselle, el mulo Copo de Nieve y sus diversos arreos. Los artículos tales como la ropa de cama y los muebles estarían recogidos, presumiblemente, en los registros de la provincara, pero en el futuro serían responsabilidad de Cazaril. Una dama de alcurnia solía afrontar el matrimonio con carros —esperaba que no fueran barcos— cargados de bienes de lujo, e Iselle sin duda estaba a punto de entrar en la edad de pertrecharse para ese viaje futuro. ¿Debería anotarse él mismo como Artículo Número Uno en ese inventario nupcial?

Se imaginó la entrada:
Secr. tutor, Una ea. Regalo de la abuela. Treinta y cinco años de edad. Daños sufridos a bordo. ¿Valor…?

La procesión nupcial, normalmente, era un viaje sólo de ida, aunque la madre de Iselle, la viuda royina había regresado…
rota
, intentó no pensar Cazaril. La dama Ista lo desconcertaba y preocupaba. Se decía que la locura corría en algunas familias nobles. No en la de Cazaril… en su familia habían corrido la negligencia financiera y las alianzas políticas equivocadas, igual de devastadoras a largo plazo. ¿Correría peligro Iselle…?
Claro que no
.

La correspondencia de Iselle era parca pero interesante. Unas cuantas cartas antiguas y amables de su abuela, antes de que la viuda royina hubiera regresado junto a su familia desde la corte, llenas de consejos que podían resumirse en
pórtate bien, haz caso a tu madre, reza tus oraciones, cuida de tu hermano pequeño
. Una o dos notas de tíos o tías, los demás hijos de la provincara; Iselle no tenía más parientes por parte de su padre, el difunto roya Ias, habiendo sido éste el único retoño superviviente de su propio malhadado padre. Una serie regular de cartas de cumpleaños y días señalados de su hermanastro, mucho mayor, el actual roya Orico.

Éstas últimas estaban redactadas por la propia mano del roya, observó Cazaril con aprobación, o, al menos, confiaba en que el roya no tuviera a su servicio un secretario con el pulso tan terco y la letra tan apretujada. Consistían en su mayoría en almidonadas y breves misivas, el esfuerzo de un hombre hecho y derecho que intentaba ser amable con una niña, menos cuando abundaban en la descripción de la querida colección de fieras de Orico. Se tornaban entonces espontáneas y fluidas por espacio de uno o dos párrafos, con el entusiasmo y, quizá, la esperanza de que hubiera al menos aquí un interés que ambos hermanastros pudieran compartir al mismo nivel.

Esta agradable tarea se vio interrumpida a última hora de la tarde por el mensaje, transmitido por un paje, de que se requería la presencia de Cazaril para salir a caballo con la rósea y lady Betriz. Se ciñó apresuradamente la espada prestada y encontró los caballos ensillados y expectantes en el patio. Hacía casi tres años que Cazaril no montaba a caballo; el paje le dedicó una mirada de sorpresa y desaprobación cuando Cazaril pidió un montadero para auparse con tiento al lomo de la bestia. Le dieron un animal de mansos modales, el mismo bayo castrado que había visto montar aquella primera tarde a la fámula de la rósea. Mientras formaban, la fámula se asomó a una ventana del torreón y los despidió con un pañuelo de lino y evidente buena voluntad. Pero el paseo demostró ser mucho más plácido y sencillo de lo que había anticipado Cazaril, una mera excursión al río y vuelta a casa. Dado que había declarado al comienzo del viaje que toda conversación que mantuviera la partida debería mantenerse en darthaco, transcurrió principalmente en silencio, lo que contribuyó a la serenidad general.

Luego cena, y después a su cámara, donde se entretuvo probándose sus nuevas ropas viejas, doblándolas, e intentando descifrar las primeras páginas del libro del desdichado y difunto tratante de lana. Pero la labor pesaba sobre los párpados de Cazaril, y durmió como un tronco hasta el amanecer.

Todo discurrió como había comenzado. Por la mañana, clase con las dos adorables jovencitas, de darthaco o roknari, de geografía, aritmética o geometría. Para la lección de geografía, sustrajo los fiables mapas del tutor de Teidez y entretuvo a la rósea con resúmenes convenientemente censurados de algunos de sus viajes más exóticos por Chalion, Ibra, Brajar, la gran Darthaca, o los cinco principados roknari que batallaban incesantemente en la costa septentrional.

La censura más severa estaba reservada para sus experiencias recientes como esclavo en el archipiélago de Roknar. El franco aburrimiento que inspiraba en Iselle y Betriz la corte roknari, descubrió, era susceptible de la misma cura que había empleado con la pareja de jóvenes pajes del provincar de la casa de Guarida a los que le habían pedido que enseñara el idioma en cierta ocasión. Ofreció a las damiselas una grosería en roknari (si bien no las
más
malsonantes) por cada veinte de roknari de la corte que demostrasen haber memorizado. No es que fueran a utilizar nunca ese vocabulario, pero les vendría bien ser capaces de reconocer las cosas que se decían a su alrededor. Y sus risas eran un primor.

Cazaril se dispuso a cumplir con el primer deber que le habían asignado, investigar discretamente la integridad del justiciar de la provincia, con cierta agitación. El sutil interrogatorio de la provincara y de Ferrej le proporcionó una base sin entrar en detalles, pues ninguno de ellos se había cruzado con el hombre en su ámbito profesional, tan sólo en eventos sociales intachables. Sus excursiones a la ciudad para intentar encontrar a alguien que hubiera conocido hacía diecisiete años y hablar con él francamente resultaron un tanto desalentadoras. El único hombre que lo reconoció con seguridad a primera vista fue un anciano hornero que había mantenido una larga y lucrativa carrera vendiendo dulces al desfile de pajes del castillo, pero se trataba de una persona afable nada dada a litigios.

Empezó a repasar el cuaderno de notas del lanero hoja por hoja, tan deprisa como se lo permitían el resto de sus quehaceres. Unos primerizos y verdaderamente repugnantes experimentos por convocar a los demonios del Bastardo se habían resuelto con entera ineficacia, observó Cazaril, aliviado. El nombre del duelista muerto no aparecía si no era unido a ciertos epítetos peyorativos, y algunas veces sólo aparecía el adjetivo; el nombre del juez vivo no se mencionaba explícitamente. Pero antes de que Cazaril hubiera tenido ocasión de desenredar la mitad del ovillo, le arrebataron la cuestión de sus inexpertas manos.

Llegó un Oficial de Inquisición del provincar de la corte de Baocia, de la bulliciosa ciudad de Taryoon, a la que había trasladado su capital el hijo de la viuda tras heredar la dote de su padre. Habían transcurrido, calculó Cazaril mentalmente más tarde, tantos días como cabría esperar para que se redactara una carta de la provincara a su hijo, se remitiera y se leyera, para que se transmitieran órdenes a la Cancillería de Justicia de Baocia, y para que el inquisidor lo dispusiera todo para su viaje. Todo un privilegio. Cazaril desconocía hasta qué punto comulgaba la provincara con los procesos legislativos, pero apostaría a que dejar enemigos sueltos a su alrededor le había infundido cierto, ah, valor doméstico.

Al día siguiente, se descubrió que el juez Vrese había escapado a caballo con dos criados y unas cuantas bolsas y cofres embalados apresuradamente, dejando atrás una casa alborotada y una chimenea repleta de papeles reducidos a cenizas.

Cazaril intentó convencer a Iselle de que tampoco esto demostraba nada, aunque eso ponía a prueba incluso su lentitud a la hora de emitir juicios. La alternativa —que Iselle
hubiera
sido tocada por la diosa aquel día— le parecía demasiado perturbadora para contemplarla. Los dioses, aseguraban a los hombres los doctos teólogos de la Sagrada Familia, obraban de manera sutil, secreta y, por encima de todo, parsimoniosa: por mediación del mundo, no en él. Incluso para los agradecidos y excepcionales milagros curativos —o los más siniestros del desastre y la muerte— el libre albedrío del hombre ha de abrir un canal para que el bien o el mal entren en la vida de la vigilia. Cazaril había conocido, en sus tiempos, a dos o tres personas de las que sospechaba que podían estar realmente tocadas por los dioses, y a bastantes más que evidentemente creían que lo estaban. Ninguna de ellas eran personas con las que se sintiera
cómodo
en su presencia. Creía devotamente que la Hija de la Primavera había ido satisfecha con la acción de su avatar.
O se
había ido, sin más…

Iselle tenía poco contacto con la casa de su hermano al otro lado del patio, salvo las comidas que compartían, o cuando se reunían para salir juntos a cabalgar. Cazaril suponía que los dos pequeños habían estado más unidos antes de que la llegada de la pubertad hubiera comenzado a arrastrarlos a los mundos opuestos del hombre y la mujer.

El estricto secretario tutor del róseo, sir de Sanda, parecía innecesariamente molesto por el rango hueco de castelar que ostentaba Cazaril. Reclamaba un lugar de privilegio en la mesa o en la procesión en detrimento del simple tutor de las muchachas, con una falsa sonrisa arrepentida que servía —en cada comida— para atraer más atención de la que se proponía evitar. Cazaril pensó en explicarle al hombre lo poco que le importaba todo aquello, pero dudaba que lograra explicarse, por lo que se conformaba con devolver la sonrisa, respuesta que confundía a de Sanda tremendamente, puesto que intentaba atribuirle algún sutil significado táctico. Cuando apareció de Sanda en el aula de Iselle un día para exigir la devolución de sus mapas, parecía esperar que Cazaril los defendiera como si se tratara de documentos secretos de estado. Cazaril se los entregó con presteza y amables palabras de agradecimiento. De Sanda se vio obligado a marcharse sin aplacar su enojo.

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