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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

La Maldición de Chalion (5 page)

BOOK: La Maldición de Chalion
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La provincara contuvo la respiración. El alcaide, que había ido inclinándose cada vez más en su silla conforme se desgranaba el relato, estalló:

—¡Protestaríais, sin duda!

—Oh, cinco dioses, sí. Protesté durante todo el camino a Visping. Seguía protestando cuando me arrastraron hasta la plancha y me encadenaron a mi remo. Todavía protestaba cuando zarpamos, y luego… aprendí a dejar de protestar. —Sonrió de nuevo. Se sentía como si llevara puesta una máscara de payaso. Afortunadamente, nadie reparó en esa pequeñez—. Pasé… mucho tiempo en una nave u otra. —Diecinueve meses y ocho días, los había contado después. Por aquel entonces, no habría sabido distinguir un día de otro—. Y luego tuve la mayor de las suertes, cuando mi corsario se dio de bruces con una flota del roya de Ibra que estaba de maniobras. Os aseguro que los voluntarios de Ibra remaban mejor que nosotros, y no tardaron en alcanzarnos.

Dos hombres habían muerto decapitados encadenados a su puesto por los roknari, cada vez más desesperados, por abandonar los remos deliberada o accidentalmente. Uno de ellos estaba sentado junto a Cazaril, habían sido compañeros de banco durante meses. Se le metió algo de sangre en la boca; todavía la saboreaba cuando cometía el error de pensar en ello. Podía saborearla ahora. Cuando el corsario hubo sido reducido, los ibranos habían remolcado a los roknari, algunos de ellos aún con vida, detrás del barco sujetos por cuerdas que eran sus propias entrañas, hasta que los grandes peces hubieron dado cuenta de ellos. Algunos de los galeotes liberados se habían ofrecido voluntarios para remar. Cazaril no pudo. La última tanda de latigazos lo había dejado al borde de ser arrojado por la borda, destrozado e inservible, por el oficial de galeras roknari. Se quedó sentado en la cubierta, presa de espasmos incontrolables, llorando.

—Los buenos ibranos me dejaron en tierra en Zagosur, donde permanecí enfermo durante algunos meses. Ya sabéis lo que ocurre con algunos hombres cuando se ven liberados repentinamente de su carga. Se vuelven… bastante infantiles. —Sonrió contrito a nadie en particular. Para él, habían sido el desmayo y la fiebre, hasta que hubieron cicatrizado las heridas de su espalda; luego la disentería, después los escalofríos. Y, durante todo ese tiempo, los ataques de llanto inconsolable. Lloraba cuando le traía la cena un acólito. Cuando salía el sol. Cuando se ponía. Cuando lo sobresaltaba un gato. Cuando le ayudaba a acostarse. En cualquier momento, sin motivo—. Me acogieron en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre. Me sentí un poco mejor cuando se me hubieron secado las lágrimas casi por completo —y los acólitos decidieron que no estaba loco, simplemente nervioso—, me dieron algo de dinero y caminé hasta aquí. Llevo tres semanas caminando.

En la estancia imperaba un silencio sepulcral.

Alzó la mirada, y vio que la rabia había tensado los labios de la provincara. El terror le atenazó el estómago vacío.

—¡Era el único sitio en el que podía pensar! —se apresuró a disculparse—. Lo siento. Lo siento.

El castellano exhaló y se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Cazaril. La compañera de la dama tenía los ojos abiertos de par en par.

Con voz vibrante, la provincara declaró:

—Eres el castelar de Cazaril. Deberían haberte dado un caballo. Deberían haberte ofrecido una
escolta
.

Cazaril agitó las manos en atemorizada negativa.

—¡No, no, mi señora! Era… era suficiente. —Bueno, casi. Comprendió, tras un parpadeo tembloroso, que la ira de la dama no iba dirigida contra él. Oh. Se le hizo un nudo en la garganta y la habitación se tornó borrosa.
No, otra vez no, aquí no
… Raudo, añadió—: Era mi deseo ponerme a vuestro servicio, señora, si creéis que puedo seros útil. Admito que… no puedo hacer gran cosa. Todavía.

La provincara se acomodó, con la barbilla ligeramente apoyada en la mano, y lo estudió. Transcurrido un momento, dijo:

—Tocabais muy bien el laúd, cuando erais paje.

—Ah… —grajeó Cazaril, intentando cubrir una mano encallecida con la otra por un espasmódico instante. Sonrió con renovado pesar y las exhibió brevemente sobre las rodillas—. No creo que ahora pudiera, mi lady.

La dama se inclinó hacia delante; su mirada se demoró un momento en la zurda mutilada.

—Ya veo. —Volvió a reclinarse, con los labios fruncidos—. Recuerdo que solías leer todos los libros que había en la biblioteca de mi marido. El oficial de pajes siempre andaba quejándose de ti por ese motivo. Le dije que te dejara en paz. Aspirabas a componer poemas, según creo recordar.

Cazaril no estaba seguro de que su mano derecha pudiera cerrarse en torno a una pluma, en esos momentos.

—Creo que Chalion se libró de una plaga de poesía infecta cuando me enviaron a la guerra.

La provincara se encogió de hombros.

—Vamos, vamos, castelar, tu solicitud de empleo es desalentadora. No sé si la pobre Valenda tiene vacantes en las que ocuparte. Has sido cortesano, capitán, alcaide, correo.

—Dejé de ser un cortesano el día que murió el roya Ias, mi lady. Y capitán… ayudé a perder la batalla de Dalus. —Y me pudrí durante casi un año entero en las mazmorras de la royeza de Brajar, después de aquello—. Alcaide, en fin, sucumbimos al asedio. En cuanto a lo de correo, casi me ahorcan por espía. En dos ocasiones. —Reflexionó.
Y las tres veces que le habían aplicado torturas quebrantando los tratados
—. Ahora… ahora, bueno, sé cómo se gobiernan los remos de un barco. Y cómo cocinar la rata de cinco maneras distintas.

A decir verdad, ahora mismo no le diría que no a un buen plato de rata
.

No sabía qué inferir de la expresión de la provincara, de aquellos ojos ancianos que sondeaban su alma. Quizá fuera cansancio, pero esperaba que fuese apetito. Estaba casi seguro de que era hambre, porque al final la mujer esbozó una sonrisa maliciosa.

—Acompáñanos a la cena, en ese caso, castelar, aunque me temo que nuestro cocinero no podrá ofrecerte rata. No es la temporada, en la pacífica Valenda. Consideraré tu petición.

Cazaril asintió dando las gracias en silencio, temiéndose que se le quebrara la voz.

Siendo aún invierno, la comida principal del día en la casa se había servido a mediodía, formalmente, en el gran salón. La cena era más frugal y consistía, evidenciado el carácter ahorrativo de la provincara, el pan y la carne sobrante del mediodía pero, evidenciando su orgullo, sólo de la mejor calidad, acompañado todo de una generosa libación de sus excelentes vinos. Cuando llegara el asfixiante calor del verano de las llanuras altas, se invertiría el procedimiento; el almuerzo sería más ligero, y la comida fuerte se serviría al anochecer, cuando los baocios de toda ralea salieran a sus frescos patios para cenar a la luz de las lámparas.

Se sentaron sólo ocho, en una cámara privada sita en un edificio nuevo cerca de las cocinas. La provincara ocupó el centro de la mesa y cedió a Cazaril el puesto de honor a su diestra. Cazaril se sintió amilanado al encontrarse flanqueado por la rósea Iselle al otro costado, y el róseo Teidez frente a ella. Le infundió ánimos de nuevo ver que el róseo se afanaba en hacer más llevadera la espera arrojando pelotas de pan a su hermana mayor, maniobra severamente frustrada por su abuela. El brillo vengativo de los ojos de la rósea sólo se vio distraído, juzgó Cazaril, por una oportuna intervención de su compañera Betriz, que estaba sentada delante y algo a la izquierda de él.

Lady Betriz sonrió a Cazaril desde el otro lado de la mesa, revelando un hoyuelo elusivo, y parecía que estuviera a punto de decir algo, cuando apareció el criado portando una palangana que les ofreció por turnos para que se lavaran las manos. El agua templada estaba perfumada con verbena. A Cazaril le temblaron las manos cuando las mojó y se las secó en la delicada toalla de lino, debilidad que ocultó en cuanto pudo recogiéndolas sobre el regazo. La silla que tenía justo delante permanecía vacía.

Cazaril la señaló con un gesto e, inseguro, preguntó a la provincara:

—¿Va a acompañarnos la viuda royina, vuestra gracia?

La dama apretó los labios.

—Lamentablemente, Ista no se siente lo bastante bien esta noche. Suele… comer casi siempre en sus aposentos.

Cazaril sofocó una momentánea intranquilidad y decidió preguntar a otra persona, más adelante, qué era exactamente lo que preocupaba a la madre del róseo y la rósea. Aquella breve compresión sugería algo crónico, o pertinaz, o demasiado doloroso para mencionarlo. Su prolongada viudedad había ahorrado a Ista los peligros añadidos del parto que eran la pesadilla de las jóvenes, aunque también había que contar con los sobrecogedores trastornos femeninos que asolaban a las matronas… Ista, como segunda esposa del roya Ias, había sido desposada siendo él de mediana edad y su hijo y heredero Orico ya adulto. Durante el poco tiempo que había permanecido Cazaril en la corte de Chalion, hacía años, la había visto solamente a una discreta distancia; parecía feliz, la niña de los ojos del roya cuando el matrimonio era joven. Ias había adorado a la pequeña Iselle y a Teidez, todavía un bebé en brazos de la enfermera.

Su dicha se había visto ensombrecida por la lamentable tragedia de la traición que cometió el lord de Lutez, la cual, según convenían muchos testigos, había acelerado el fallecimiento de pena del envejecido roya. Cazaril no pudo por menos de preguntarse si la enfermedad que evidentemente había alejado a la royina Ista de la corte de su hijastro habría obedecido a alguna desafortunada razón política. Pero el nuevo roya Orico siempre se había mostrado respetuoso con su madrastra, y amable con sus hermanastros, a juicio de todos.

Cazaril carraspeó para camuflar el gruñido de su estómago y dirigió su atención al caballero tutor superior del róseo, sentado al final de la mesa al otro lado de lady Betriz. La provincara, con una regia inclinación de cabeza, lo conminó a dirigir la oración a la Sagrada Familia que habría de bendecir los inminentes alimentos. Cazaril esperaba que fueran realmente inminentes. El misterio de la silla vacía quedó resuelto cuando el alcaide del castillo sir de Ferrej llegó corriendo y prodigó disculpas por su demora antes de tomar asiento.

—Me ha entretenido el divino de la Orden del Bastardo —explicó mientras se repartían el pan, la carne y los frutos secos.

Cazaril, conteniéndose para no abalanzarse sobre su comida igual que un perro hambriento, produjo un sonido educadamente inquisitivo y probó su primer bocado.

—El jovencito más imparablemente locuaz —añadió de Ferrej.

—¿Ahora qué quiere? —preguntó la provincara—. ¿Más donativos para la inclusa? Ya enviamos un cargamento la semana pasada. Los criados del castillo se niegan a ceder más ropa vieja.

—Amas de cría —respondió de Ferrej, masticando.

—¡No de mi casa! —bufó la provincara.

—No, pero quería que yo corriera la voz de que el Templo las busca. Esperaba que alguien tuviera en su familia una mujer inclinada a la beneficencia. La semana pasada les dejaron otro bebé frente a los postigos, y espera que haya más. Al parecer, es temporada.

La Orden del Bastardo, según la lógica de su teología, clasificaba los partos no deseados entre los sucesos fuera de temporada que obedecían el mandato de los dioses: bastardos incluidos, naturalmente, y niños privados de sus padres a temprana edad. Total, Cazaril pensaba que un dios que se suponía que comandaba una legión de demonios no debería tener demasiados problemas para recaudar dinero con el que subvencionar sus buenas obras.

Con discreción, aguó su vino; era un crimen estropear así esa cosecha, pero estaba seguro de que, con el estómago vacío, se le subiría a la cabeza. La provincara le dedicó un asentimiento de aprobación, pero luego se enfrascó en una discusión con su prima por el mismo motivo, saliendo parcialmente triunfal con medio vaso de vino sin diluir. Sir de Ferrej continuó:

—El divino me ha contado una historia interesante, eso sí; ¿a que no sabéis quién murió anoche?

—¿Quién, papá? —dijo servicialmente lady Betriz.

—Sir de Naoza, el célebre duelista.

No era un nombre que reconociera Cazaril, pero la provincara sorbió por la nariz.

—Ya era hora. Qué espanto de hombre. Nunca lo recibí, aunque supongo que habría quienes fueran tan tontos de hacerlo. ¿Subestimó al fin a su víctima… digo, adversario?

—Ahí es donde la historia se pone interesante. Al parecer, fue asesinado por la magia de la muerte. —Anecdotista consumado, de Ferrej trasegó su vino mientras los murmullos se propagaban por la mesa. Cazaril se quedó paralizado en mitad de un bocado.

—¿Intentará el Templo resolver el misterio? —quiso saber la rósea Iselle.

—No es ningún misterio, sino más bien una tragedia. Hace un año, aproximadamente, de Naoza fue empujado en plena calle por el hijo único de un tratante de lana de la provincia, con el resultado de siempre. Bueno, de Naoza se defendió arguyendo que había sido un duelo, como es lógico, pero hubo quienes presenciaron la escena y dijeron que había sido asesinato a sangre fría. No se sabe cómo, no se pudo dar con ninguno de ellos para que testificaran cuando el padre del joven quiso llevar a de Naoza ante la justicia. Se rumoreaba también que la integridad del juez estaba en entredicho.

La provincara chasqueó la lengua. Cazaril se atrevió a tragar, y dijo:

—Continuad.

Alentado, el castellano reanudó su relato:

—El mercader era viudo, y el muchacho no era sólo "hijo" único, sino su único descendiente. Y a punto de contraer matrimonio, además, para empeorar las cosas. La magia de la muerte es un asunto turbio, sí, pero no puedo por menos de sentir cierta simpatía por el pobre mercader. Bueno, rico mercader, supongo, pero en cualquier caso, demasiado mayor para perfeccionar sus dotes de esgrima hasta el punto de ser capaz de enfrentarse a alguien como de Naoza. Así que recurrió a lo que pensaba que era su último recurso. Se pasó todo el año pasado estudiando las negras artes, dónde encontró todo ese conocimiento es un buen rompecabezas para el Templo, os lo aseguro, renunció a su trabajo, según tengo entendido, y luego, anoche, se dirigió a un molino abandonado a unos diez kilómetros de Valenda e intentó invocar un demonio. ¡Y por el Bastardo que lo consiguió! Encontraron su cuerpo allí mismo esta mañana.

El Padre del Invierno era el dios de todas las muertes en temporada, y de la justicia; pero además de todos los desastres que se le atribuían, el Bastardo era el dios de los ejecutores. Y, por cierto, el dios de un saco lleno de otros trapos sucios.
Parece que el mercader fue a comprar su milagro a la tienda correcta
. El cuaderno de notas que guardaba Cazaril en su chaleco pareció ganar cinco kilos de peso de golpe; pero eran sólo imaginaciones suyas el que pareciera que fuese a abrasar la tela y estallar en llamas.

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