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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (4 page)

BOOK: La Maldicion de la Espada Negra
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—¡Arioco!

Era tal su extraña y maligna insensibilidad, que el escuerzo ni siquiera reconoció el nombre de tan poderoso dios—demonio. No había manera de asustar a aquella criatura, había que hacerle frente.

Cuando se acercó a Elric por segunda vez, las nubes se abrieron, y sus entrañas descargaron un aguacero que azotó el bosque.

Medio enceguecido por la lluvia que le bañaba el rostro, Elric se escudó tras un árbol, con la espada rúnica dispuesta. En condiciones normales, Quaolnargn era ciego. No veía ni a Elric ni al bosque. No podía sentir la lluvia. Sólo era capaz de ver y oler las almas de los hombres..., su alimento. El demonio—escuerzo pasó a su lado a trompicones, y al hacerlo, Elric saltó bien alto sosteniendo la espada con ambas manos, y la enterró hasta la empuñadura en el lomo blando y tembloroso del demonio. La carne, o fuera cual fuese la materia que formaba el cuerpo del demonio, se despachurró de forma nauseabunda. Elric tiró de la empuñadura de Tormentosa cuando la espada mágica se hundió ardiente en el lomo de la bestia infernal y cortó el sitio donde debía estar la espina dorsal, pero donde no había ninguna espina dorsal. Quaolnargn chilló de dolor. Su voz era estridente y aguda incluso en un momento de agonía extrema como aquél. Se defendió.

Elric sintió que se le nublaba la mente y notó un terrible dolor en la cabeza que no tenía absolutamente nada de natural. Ni siquiera atinó a gritar. Espantado, abrió desmesuradamente los ojos al advertir lo que le estaba ocurriendo. Le estaban arrancando el alma del cuerpo. Lo sabía. No sintió debilidad física, simplemente tuvo conciencia de estar asomándose a...

Pero incluso esa conciencia se desdibujaba. Todo se desdibujaba, incluso el dolor, incluso el terrible dolor engendrado por los infiernos.

—¡Arioco! —profirió con voz ronca.

De alguna parte sacó fuerzas. No de sí mismo, ni siquiera de Tormentosa..., de alguna parte. Algo había acudido en su auxilio, otorgándole fuerzas, las suficientes como para hacer lo que debía.

Desenterró la espada del lomo del demonio. Se encontraba encima de Quaolnargn. Flotaba en alguna parte, aunque no en el aire de la Tierra. Simplemente flotaba encima del demonio. Con cuidadosa deliberación escogió un lugar del cráneo del demonio, pues de algún modo supo que era el único punto donde Tormentosa podía resultar efectiva. Despacio y con cuidado, bajó a Tormentosa y enterró la espada rúnica traspasándole el cráneo a Quaolnargn.

El escuerzo lanzó un quejido, cayó de bruces y desapareció.

Elric quedó despatarrado entre la maleza; el cuerpo le quedó dolorido y tembloroso. Se incorporó lentamente. Le habían quitado toda la energía. Tormentosa también parecía haber perdido su vitalidad, pero Elric sabía que pronto la recuperaría y al hacerlo, él volvería a ser fuerte.

Entonces sintió que todo su cuerpo se tornaba rígido. Estaba asombrado. ¿Qué era lo que ocurría? Comenzó a perder el sentido. Tuvo la sensación de estar mirando desde el extremo de un largo túnel negro que conducía a la nada. Todo era vago. Notó que algo se movía. Estaba viajando. No supo precisar cómo... ni tampoco adonde se dirigía.

Viajó durante unos segundos, consciente sólo de la sobrenatural sensación de estar moviéndose y del hecho que Tormentosa, su vida, iba prendida de su mano derecha.

Entonces notó bajo los pies la piedra dura y abrió los ojos _¿o acaso era que su visión regresaba?—, levantó la cabeza y vio la cara malignamente exultante.

—Theleb K'aarna —murmuró roncamente—, ¿cómo lo has hecho?

El brujo se inclinó hacia adelante y arrancó a Tormentosa de la débil mano de

Elric.

—He seguido tu loable batalla con mi mensajero, Señor Elric —le dijo con una sonrisa burlona—. Cuando resultaba evidente que habías logrado recibir ayuda, me apresuré a conjurar otro hechizo para traerte hasta aquí. Ahora tengo tu espada y tu fuerza. Sé que sin ella no eres nada. Estás en mis manos, Elric de Melniboné.

Elric respiró con dificultad. El dolor devastaba su cuerpo. Intentó sonreír, pero no pudo. No era propio de él hacerlo cuando estaba derrotado.

—Devuélveme la espada.

Theleb K'aarna le lanzó una sonrisa presuntuosa y satisfecha y luego rió entre dientes.

—¿Quién habla ahora de venganza, Elric?

— ¡Devuélveme la espada! —Elric trató de incorporarse pero estaba demasiado débil. Se le nubló la vista de tal modo que apenas lograba ver al maligno hechicero.

—¿Qué clase de trato me ofreces? —inquirió Theleb K'aarna—. No gozas de buena salud, mi señor Elric, y los hombres enfermos no negocian. Suplican.

Elric tembló de rabia e impotencia. Apretó los labios. No suplicaría..., y tampoco haría tratos. En silencio lanzó una furiosa mirada al brujo.

—Creo que lo primero que haré —dijo Theleb K'aarna con una sonrisa—, será guardar esto bajo llave. —Sopesó a Tormentosa en la mano y se volvió hacia un armario que había detrás de él. De entre los pliegues de su túnica sacó una llave con la que abrió el armario, guardó la espada rúnica y luego cerró la puerta con llave—. Y ahora, creo que exhibiré a nuestro viril héroe a su ex amante, la hermana del hombre al que él traicionó hace cuatro años.

Elric no dijo palabra.

—Después —prosiguió Theleb K'aarna—, Nikorn, mi empleador, verá al asesino que se creía capaz de hacer lo que otros no han logrado. —Sonrió, y con una risita ahogada exclamó—: ¡Qué día! ¡Qué día! Tan pleno. Tan plagado de

placeres. Theleb K'aarna volvió a reír entre dientes y levantó una

campanilla. Tras Elric se abrió una puerta y entraron dos guerreros del desierto. Lanzaron una mirada a Elric y luego otra a Theleb K'aarna. Se mostraron visiblemente asombrados.

—Nada de preguntas —les espetó Theleb K'aama—, Llevad a este despojo a los aposentos de la Reina Yishana.

Elric se puso furioso cuando los dos guerreros lo levantaron en vilo. Los hombres tenían la piel oscura, llevaban barba y sus ojos aparecían hundidos debajo de unas cejas hirsutas. Llevaban los pesados cascos metálicos guarnecidos de lana, propios de su raza, y sus armaduras no eran de hierro, sino de madera maciza, recubierta de cuero. Arrastraron el cuerpo debilitado de Elric por un largo pasillo y uno de ellos llamó con fuerza a una puerta.

Elric reconoció la voz de Yishana cuando les ordenó que entrasen. Tras los hombres del desierto y su carga iba el brujo riéndose burlonamente.

—Te he traído un regalo, Yishana —le gritó. Los hombres del desierto entraron. Elric no lograba ver a Yishana pero oyó su jadeo de asombro.

—Ponedlo sobre el lecho —ordenó el hechicero.

Elric fue depositado sobre lienzos mullidos. Quedó tendido, completamente exhausto sobre el lecho, y miró el brillante y lujurioso mural pintado en el techo.

Yishana se inclinó sobre él. Elric olió su erótico perfume y con voz ronca le

dijo:

—Una reunión sin precedentes, Reina.

Por un momento, sus ojos reflejaron una cierta preocupación, pero luego se endurecieron y la mujer lanzó una risa cínica.

—Ah..., mi héroe ha vuelto por fin a mi lado. Aunque hubiera preferido que viniese por su propio pie, y no arrastrado por el pellejo del cogote como un cachorro. Al lobo le han arrancado todos los dientes, y ya no queda nadie que pueda venir por las noches a maltratarme. —Se apartó con una mueca de disgusto en la cara pintada—. Llévatelo, Theleb K'aarna. Ya has probado lo que querías.

El brujo asintió.

—Y ahora —dijo Theleb K'aarna—, iremos a ver a Nikorn..., creo que en estos momentos debe de estar esperándonos... 

4

Nikorn de limar no era un hombre joven. Tendría más de cincuenta años, pero había logrado conservar la juventud. Tenía el rostro de un campesino, delgado y de huesos pronunciados. Sus ojos agudos y duros miraron a Elric que se encontraba ridículamente erguido en una silla.

—De modo que tú eres Elric de Melniboné, el Lobo del Mar Embravecido, corruptor, ladrón y asesino de mujeres. Creo que ahora no podrías matar siquiera a un niño. Sin embargo, he de decir que me disgusta ver a un hombre en tu situación, sobre todo a alguien que ha sido tan activo como tú. ¿Es cierto lo que me dice el hacedor de hechizos? ¿Te han enviado mis enemigos para asesinarme?

Elric estaba preocupado por sus hombres. ¿Qué iban a hacer? Esperar... o seguir adelante. Si atacaban el palacio en ese momento, estarían perdidos... y él también.

—¿Es cierto? —insistió Nikorn.

—No —susurró Elric—. Mi enfrentamiento es con Theleb K'aarna. Tengo con él una antigua deuda pendiente.

—Amigo mío, no me interesan las deudas antiguas —le dijo Nikom con una cierta rudeza—. Lo que me interesa es proteger mi vida. ¿Quién te ha enviado?

—Theleb K'aarna faltó a la verdad si te dijo que me enviaron —mintió Elric—. Yo sólo quería saldar mi deuda; —Me temo que el hechicero no fue el único que me lo dijo —le informó Nikorn—. En la ciudad tengo muchos espías, y dos de ellos me han informado por separado que unos mercaderes han forjado un plan para matarme y que te utilizarán a ti para que lo lleves a cabo.

Elric sonrió débilmente y repuso:

—Está bien. Era cierto, pero no tenía intenciones de hacer lo que me pidieron.

—Tal vez te crea, Elric de Melniboné —dijo Nikorn—. Pero ahora no sé qué hacer contigo. No dejaría a nadie a merced de Theleb K'aarna.¿Me das tu palabra de que no volverás a atentar contra mi vida?

—¿Acaso estamos haciendo un trato, mi Señor Nikorn? —inquirió Elric con un hilo de voz.

—Sí.

—Entonces, ¿a cambio de qué he de darte mi palabra, señor?

—De tu vida y tu libertad, Señor Elric.

—¿Y mi espada?

Nikorn se encogió de hombros con pesar y repuso—: Lo siento..., tu espada no formará parte del trato.

—Entonces, quítame la vida —le pidió Elric, angustiado.

—Vamos..., el trato que te ofrezco es bueno. Te perdono la vida y te concedo la libertad, pero me quedo con tu espada para que no vuelvas a importunarme.

Elric inspiró profundamente y dijo:

—Está bien.

Nikorn se alejó. Theleb K'aarna que había seguido la conversación desde las sombras, cogió al mercader por el brazo y le preguntó:

—¿Vas a dejarlo en libertad?

—Sí —respondió Nikorn—. Ya no representa una amenaza para nosotros.

Elric notó en la actitud de Nikorn un leve tono amistoso. Por su parte, él sentía lo mismo. Tenía ante sí a un hombre valiente y astuto. Luchando contra la locura, Elric pensó cómo iba a devolver el golpe sin Tormentosa.

Al oscurecer, los doscientos guerreros imrryrianos esperaban ocultos en la maleza. Vigilaban y se formulaban muchas preguntas. ¿Qué habría sido de Elric? ¿Se encontraría en el castillo, tal como Dyvim Tvar creía? El Amo de los Dragones poseía algunos conocimientos sobre el arte de la adivinación, al igual que todos los miembros de la línea real de Melniboné. Y los poderosos hechizos que fue capaz de conjurar, le indicaban que Elric se encontraba tras los muros del castillo.

Pero sin la ayuda de Elric para enfrentarse al poder de Theleb K'aarna, ¿cómo iban a apoderarse de él? El palacio de Nikorn era a la vez una fortaleza sombría y desagradable.

Estaba rodeado por un profundo foso de aguas oscuras y estancadas. Se erguía bien alto por encima del bosque circundante, y parecía más bien incrustado en la piedra que erigido sobre ella. Gran parte de sus dependencias habían sido talladas en la piedra viva. Era inmenso e irregular; abarcaba una amplia superficie y estaba rodeado de contrafuertes naturales. En algunos sitios la roca era porosa, y por la parte inferior de los muros bajaba un agua sucia, que servía de alimento a una capa de musgo ennegrecido. A juzgar por su exterior, no parecía un sitio agradable, pero saltaba a la vista que era inexpugnable. Doscientos hombres serían incapaces de conquistarlo sin ayuda de la magia.

Algunos de los guerreros melniboneses comenzaron a impacientarse. Unos cuantos llegaron incluso a murmurar entre dientes que Elric había vuelto a traicionarlos. Dyvim Tvar y Moonglum no podían creerlo. Habían visto las señales del conflicto —las habían oído— en el bosque.

Aguardaron con la esperanza de que del castillo les llegara una seña.

Vigilaron la entrada principal del castillo y por fin su paciencia se vio premiada. La enorme puerta de metal y madera se abrió hacia adentro, colgando de sus cadenas, y un hombre de rostro demudado, vestido con raídos ropajes melniboneses, apareció escoltado por dos guerreros del desierto. Al parecer, era llevado en volandas por ellos. Le empujaron hacia adelante; Elric avanzó tambaleándose por el sendero de piedra cubierta de moho que hacía las veces de puente sobre el foso.

Entonces se desplomó. Comenzó a arrastrarse trabajosamente.

—¿Qué le han hecho? —rugió Moonglum—. He de ayudarle. Pero Dyvim Tvar lo contuvo.

—Alto..., no debemos delatar nuestra presencia. Deja que llegue al bosque, luego le ayudaremos.

Incluso aquellos que habían maldecido a Elric sintieron lástima por el albino al verlo avanzar, arrastrándose y tambaleando, hacia ellos. De las almenas de la fortaleza les llegó una risa burlona. Y llegaron a oír también frases deshilvanadas.

—¿Yahora qué, lobo?—decía la voz—. ¿Ahora qué?

Moonglum apretó los puños y tembló de rabia, detestaba que se burlasen de su orgulloso amigo cuando estaba tan indefenso.

—¿Qué le ha pasado? ¿Qué le han hecho?

—Ten paciencia —le ordenó Dyvim Tvar— Pronto lo sabremos.

Fue una agonía esperar a que Elric se arrastrase de rodillas hasta llegar a la

maleza.

Moonglum salió al encuentro de su amigo para auxiliarlo. Le rodeó los hombros con el brazo, pero el albino lanzó un gruñido y lo apartó de un manotazo; su rostro estaba encendido por un odio terrible, que la impotencia hacía más terrible aún. Elric nada podía hacer para destruir a su odiado enemigo. Nada.

—Elric, has de contarnos lo ocurrido —le pidió Dyvim Tvar con tono apremiante—. Si hemos de ayudarte, debemos saber lo ocurrido.

Elric respiró pesadamente y asintió en silencio. Las emociones dejaron de reflejarse con tanta fuerza en su rostro y, débilmente, comenzó a relatar la historia.

—De modo que nuestros planes se han quedado en la nada —rugió Moonglum—. Y tú has perdido tu fuerza para siempre.

—Tiene que haber algún modo de recuperarla ^dijo Elric con un hilo de voz al tiempo que meneaba la cabeza—. ¡Tiene que haberlo!

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