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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (18 page)

BOOK: La maldición del demonio
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Luego, tras mirar a izquierda y derecha, el gran jabalí salió cautelosamente al claro.

Malus reclinó la cabeza contra el tronco mientras maldecía sus irritados nervios. «¡Un jabalí! —pensó mientras reprimía las ganas de reír—. ¡Un cerdo te ha hecho subir a un árbol!»

De repente, un vendaval estremeció el aire, y el árbol se meció como un renuevo. Malus se precipitó desde la rama y apenas logró detener la caída aferrándose a otra que tenía cerca en el momento en que una sombra oscura pasaba ante el sol. En el claro se oyó un pesado golpe sordo seguido de chillidos agudos y gruñidos. Con los ojos desorbitados, Malus trepó de vuelta a la rama y observó la escena que se desarrollaba abajo.

El jabalí se debatía en las zarpas de una enorme serpiente alada, cuya larga cabeza de reptil se aferraba con fuerza al grueso cuello del animal. La sangre salpicó la hierba y se oyó un crujido de hueso al partirse el cuello del jabalí. Las patas de la presa tocaron un breve redoble y luego quedaron inmóviles.

Mientras Malus observaba, la serpiente alada alzó la cabeza y recorrió el claro con los ojos; su mirada se animó brevemente al posarse sobre el noble. «Estaba desde el principio en las ramas situadas por encima de mí —pensó Malus—, esperando a que su próxima comida entrara en el claro.» Sonrió débilmente al enorme depredador.

—Soy demasiado flaco y lleno de cartílagos —le dijo a la bestia—. Conténtate con el enorme jamón que tienes entre las zarpas y no malgastes tu tiempo en un bocado como yo.

La serpiente alada estudió a Malus durante un momento más con expresión indiferente y despiadada. Luego, alzó los hombros y saltó al aire con el jabalí aferrado sin esfuerzo. El noble escuchó el batir de las alas que se alejaban en la distancia, pero pasó un rato antes de que las manos dejaran de temblarle lo bastante como para arriesgarse a bajar del árbol y reanudar la búsqueda del río.

Una vez más, había subestimado la dificultad de recorrer las empinadas pendientes y los ásperos terrenos de las estribaciones de las montañas, incluso sin el gran peso de la armadura. Malus comenzaba a pensar que los espectros no se molestaban en caminar por el suelo, sino que simplemente trepaban a los árboles y se lanzaban de uno a otro colgados de lianas como los gibones de Lustria. La idea empezaba a parecerle bastante atractiva.

«A este paso, necesitaré la mayor parte de la noche sólo para regresar al campamento —pensó Malus, enfadado—. Siempre y cuando, claro está, no me pierda en la oscuridad. O me maten Nuall y sus hombres.»

Se apartó del tronco del árbol y reanudó la ascensión de la empinada ladera de la montaña. «De uno u otro modo, Nuall va a morir —se juró a sí mismo—. ¡Si el estúpido recado acaba conmigo, maldita sea mi alma si ese idiota va a sacarle provecho a esto!»

El ascenso hasta la cumbre pareció durar una eternidad mientras luchaba por hallar apoyo para los pies en la resbaladiza tierra helada y daba rodeos en torno a marañas de zarzas y espesos matorrales. Cuando por fin llegó a la cima, sin embargo, se vio recompensado con la vista de un valle bastante ancho, que se alejaba describiendo una suave curva hacia el nordeste; por el fondo, corría una cinta negra de rápidas aguas. El meandro descrito por Beg no se veía por ninguna parte. El río estaba a un kilómetro y medio de distancia, más o menos, calculó Malus. «Otro par de horas como mínimo, y la luz disminuye con rapidez.» La perspectiva de cavar en torno a las raíces de un sauce dentro de las heladas aguas y durante la noche no le hacía la más mínima gracia. «El sol, de todas formas, no va a permanecer en el cielo a mi conveniencia.»

Apretó los dientes y comenzó a descender.

Según fueron las cosas, Malus avanzó con más rapidez de la que había previsto y llegó al río en menos de una hora por el sistema de perder el equilibrio y rodar, de cabeza, por la pendiente cubierta de zarzas. Tenía la cara y las manos en carne viva y sangrando, y en las mejillas y el mentón aún llevaba clavadas las espinas partidas de las matas. La luz que quedaba la necesitaba para cubrir terreno, no para ocuparse de heridas triviales.

Por desgracia, la maleza se espesaba a medida que se acerraba al río, y se enredaba en marañas tan densas que durante un rato Malus pensó que no lograría llegar a la orilla. Cuando al fin halló una brecha, no tardó en descubrir que no existía una orilla desnuda por la que pudiese avanzar entre el río y la vegetación. El noble se detuvo un momento a contemplar la corriente de agua, y llegó a una repentina decisión. Desenvainó una de las espadas y sondeó con ella el agua en la orilla. Satisfecho al ver que no era demasiado profunda, Malus entró en la rápida corriente hasta que el agua le llegó a las rodillas, y comenzó a remontar el río con cautela.

Las botas de Malus eran de piel de nauglir, costosas y bien hechas, y durante un corto rato la gélida agua no tuvo ningún efecto significativo en él. La fuerte corriente era algo por completo distinto, pero a pesar de eso tenía la seguridad de que avanzaba a mayor velocidad que si tuviera que luchar contra los espesos matojos del terreno seco.

Pasó una hora; luego, otra. El cielo comenzó a oscurecerse.

Empezaba a sentirse muy cansado de luchar contra la corriente y tenía las pantorrillas y los pies entumecidos. Giró en otro meandro, y allí, a unos ochocientos metros, vio que el río describía bruscamente otra curva cerrada. Sobre la estrecha península que quedaba dentro del meandro, se alzaba una gran mancha negra contra el cielo gris hierro. Era un enorme sauce negro y viejo que se encumbraba por encima de sus primos enanos que crecían a lo largo de la orilla. Incluso desde esa distancia, Malus veía la retorcida masa de raíces como cables que se extendía como una red enmarañada al interior de las heladas aguas. «Cebado con la carne de los muertos —pensó el noble, ceñudo—. Alguien tendría que haber talado esa cosa hace años.»

Con el objetivo a la vista, Malus se obligó a detenerse y estudiar el terreno, aunque tras un momento de examen se hizo evidente que había poco que ver. La espesa maleza que crecía a lo largo de la orilla ocultaba la tierra del otro lado; Malus veía copas de árboles, pero nada de lo que había debajo de ellas. La buena noticia, sin embargo, era que a menos que Nuall tuviera un otero en lo alto de uno de esos árboles, tampoco podría ver a Malus. «Casi valdría la pena que me marchara por donde he llegado —pensó—; lástima que ya esté medio muerto por congelación.» De todos modos, el noble se hundió un poco más en la corriente y reprimió una siseante exclamación cuando el agua fría le mordió los muslos. Avanzando con lentitud para no añadir más ruido al del propio río, Malus se encaminó hacia el gran árbol.

La noche cayó con rapidez mientras se acercaba al árbol. La Bruja Sauce parecía destacarse contra la oscuridad de la noche, amortajada en su propia aura negra retinta de maldad. En el viento había hedor a carne putrefacta que emanaba del árbol. Entonces, el viento ganó intensidad, y Malus se dio cuenta de que no agitaba las ramas del sauce, que parecía acuclillarse como un depredador inmóvil en el meandro del río, en espera de su siguiente comida.

El sonido del agua que corría aumentaba a medida que Malus se acercaba al sauce, y a la débil luz lunar vio finas estelas de espuma que formaban remolinos de agua batida en el lado del árbol que miraba río abajo.

Las veloces aguas pasaban con dificultad entre las enredadas raíces, de tal forma que creaba extrañas contracorrientes. Malus calculó que también habría una fuerte corriente de fondo en el lado del árbol que miraba río arriba. «No es de extrañar que este árbol coma hombres», pensó. Tras considerarlo un momento, decidió que primero intentaría penetrar en la maraña de raíces desde el lado que miraba corriente abajo. Era mejor luchar contra algo que lo empujaba fuera del árbol que dejarse arrastrar dentro de él.

Al cabo de poco rato, Malus descubrió que el río se hacía más profundo cuanto más se acercaba al árbol, hasta que se encontró caminando por aguas que le llegaban a la cintura. La corriente lo acometía primero desde un lado y luego desde otro, intentando hacer que girara en redondo. Trabajosamente, avanzó poco a poco, hasta que al final pudo lanzarse hacia adelante y aferrarse a una de las gruesas raíces del sauce. Era tan gruesa como un cabo de barco y la elástica pulpa estaba recubierta por una corteza lisa, casi viscosa. El noble reprimió un estremecimiento de repulsión. «Tiene el tacto de la carne putrefacta —pensó—. Carne putrefacta helada.»

Usando las resbaladizas raíces para impulsarse, Malus comenzó a adentrarse más profundamente entre las raíces. Casi de inmediato, las vainas de las espadas se le enredaron en la enmarañada masa. «Esto es una invitación al desastre», pensó Malus. A regañadientes, se quitó el cinturón de las espadas, lo sujetó firmemente en torno a una gruesa raíz cercana a la periferia de la masa y continuó adelante.

Poco después, estaba sumergido hasta el cuello en agua helada, acuclillado debajo de raíces que colgaban en lo alto y que lo empujaban cada vez más abajo. Había penetrado tal vez hasta la octava parte de la extensión del complejo de raíces y se encontraba completamente deglutido por el maligno laberinto. Al avanzar más, le sorprendió ver una luminiscencia verde pálido que emanaba de las raíces más grandes; brillaba como moho de sepulcro y proporcionaba una débil iluminación. Hasta el momento no había ni rastro de huesos, pero Malus calculaba que aún le quedaba un buen trecho por recorrer.

Unos pocos minutos e igual número de pasos más tarde, llegó a un sitio en que el camino estaba cerrado por una raíz más gruesa que una de sus piernas. La única manera de avanzar era nadando por debajo de ella, y esa idea hizo que se detuviera a pensar por primera vez. El húmedo aire de debajo del árbol olía como una cripta, y la palpable aura de pavor flotaba sobre la cabeza de Malus como un sudario. «No he llegado tan lejos para ahogarme debajo de un maldito árbol viejo», pensó con enojo. Al mismo tiempo, no estaba dispuesto a abandonar a su partida de guerra para que fuese mutilada por Beg y sus salvajes.

«Nadie me roba mis propiedades», pensó, ceñudo. Tras inspirar profundamente, se sumergió y nadó por debajo de la gran raíz, confiando en que al otro lado habría una bolsa de aire.

La había, pero el espacio era mucho más estrecho de lo que había previsto, apenas lo bastante grande como para alojar su cabeza. Lanzó una exclamación ahogada a causa del terrible frío, sin apenas darse cuenta de que el estrecho espacio estaba brillantemente iluminado por el moho verdoso. Malus se llenó los pulmones de aire y volvió a sumergirse para continuar adelante.

Al ascender se golpeó la cabeza contra una flexible red de raíces. «Adelante», pensó, y con un esfuerzo, se sumergió más aún y siguió avanzando al mismo tiempo que palpaba con una mano la enredada masa que tenía por encima.

Medio metro, un metro. Nada aún. Comenzaba a sentir molestias en los pulmones. «¿Vuelvo atrás?» Reprimió los primeros signos de pánico.

Poco más de un metro. Un metro y medio. No había final a la vista. Las molestias de los pulmones se estaban transformando en dolor. Resultaba difícil resistir el impulso de apretar la cara contra el techo de raíces con la esperanza de tomar una bocanada de aire.

Dos metros, y el cielo de raíces comenzó a curvarse bruscamente hacia abajo. Apenas pudo evitar abrir la boca e inspirar a bocanadas un aire que no existía. «¡Madre de la Noche —pensó Malus—, ayúdame!»

Malus dio media vuelta mientras se esforzaba por no perder la orientación en la oscuridad, y entonces, de repente, sus oídos se colmaron de lentos, tortuosos gemidos. Toda la masa de raíces que lo rodeaba se movió, y la corriente cambió con ella. La poderosa fuerza contra la que había estado luchando lo empujó repentinamente hacia abajo y a mayor profundidad, en dirección al centro del árbol.

Giró en el vórtice y se golpeó con raíces duras como el hierro. Se le atascaban las manos y los pies en bucles y curvas cerradas, y con la misma brusquedad, de un tirón, los liberaba.

Le zumbaban los oídos, y el último aire que había inspirado salió como una explosión por su boca y ascendió en fina sarta de burbujas. Al sucumbir al pánico, sus ojos se abrieron en el tumulto —el dolor fue agudo y paralizante, y lo obligó a parpadear con desesperación—, y captó un atisbo de luminiscencia verdosa delante. Golpeó contra otra raíz, y esa vez se sujetó a ella con la férrea presa de un hombre que se ahoga. Avanzó con todas sus menguantes fuerzas, una mano delante de la otra, hacia el sepulcral resplandor, con los ojos cerrados a causa del esfuerzo.

La cabeza de Malus atravesó la superficie de las agitadas aguas, y con un sibilante jadeo inspiró el aire, que tenía el hedor repulsivamente dulce de la podredumbre, pero lo respiró de todos modos. Por un momento, tuvo la sensación de que no podría inhalar la cantidad suficiente.

Y luego, un par de frías manos en proceso de putrefacción se cerraron alrededor de su cuello.

Los ojos del noble se abrieron repentinamente a causa de la conmoción. El resplandor no procedía de moho de sepultura, sino de los dedos de una mujer. La piel putrefacta pendía como cera fundida de los huesos teñidos de color oscuro a causa del paso del tiempo, igual que la corteza del sauce.

Le faltaba la mayor parte del pelo, y bajo los marchitos pómulos, los labios habían desaparecido para dejar sólo una sonrisa de calavera. Los ojos eran cuencas vacías, pero Malus vio cicatrices de quemaduras en torno a los bordes y los restos de un oxidado collar de hierro alrededor del marchito cuello.

Silenciosa y cargada de odio, la Bruja Sauce lo empujó hacia abajo, hasta que las torrentosas aguas le rugieron en los oídos. No era fuerte, pero se encontraba en una posición ventajosa y resultaba incansable como la muerte. Malus golpeó los putrefactos brazos y sintió que los huesos se flexionaban como raíces de sauce. Le fallaban las fuerzas con rapidez, y los huesudos dedos de ella le apretaban cada vez más el cuello de forma inexorable.

Desesperado, Malus tiró de las manos, hasta que pudo inspirar un fino hilo de aire.

—¡
Rencorosa dama no muerta
, suéltame! —jadeó—. ¡Soy un druchii de Hag Graef, no un espectro como los que te cegaron! ¡Déjame vivir y te entregaré otro hijo de jefe para que descargues tu odio sobre él!

Durante un aterrador segundo, nada sucedió. Luego, se oyó otro gemido, y Malus sintió que el entorno volvía a moverse. Las agitadas aguas se aquietaron. Con espeluznante lentitud, los dedos aflojaron la presión sobre el cuello. En cuanto estuvo libre, Malus se apartó y dejó tanto espacio como pudo entre él y la dama no muerta.

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