La maldición del demonio (25 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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Al ascender por la cuesta, Malus alzó una mano y les hizo a los guerreros una señal para que formaran en línea. Justo cuando llegaban a la cima, una pequeña parte de su mente observó que tal vez habría obrado mejor enviando un par de exploradores por delante para ver qué sucedía antes de comprometer a toda la partida. El noble maldijo silenciosamente para sí mismo; el agotamiento y el hambre alteraban su criterio.

La batalla había acabado por completo cuando los druchii llegaron con cautela a la cima; a más de medio kilómetro de distancia, los vencedores estaban rodeando a los enemigos restantes y los asesinaban de modo sistemático. Partidas de jinetes galopaban de un lado a otro por la llanura situada más abajo y cercaban a grupos más pequeños, a los que derribaban con lanzas arrojadizas y hachas.

Sobre la tierra batida había docenas de cuerpos, tanto de caballos como de hombres. Los guerreros eran humanos, por lo que Malus podía ver, ataviados con pieles y dispares piezas de armadura. Montaban robustos ponis peludos, que parecían compensar con fuerza y ligereza lo que les faltaba en tamaño.

Cerca del centro de la masa de guerreros en movimiento, Malus distinguió lo que parecían ser los restos de un campamento.

El noble hizo que
Rencor
se detuviera en seco. El nauglir arenaba la tierra, impaciente ante la presencia de tanta carne de caballo a su alcance.

—¡Vanhir! —llamó Malus mientras forcejeaba con las riendas.

Obediente, el caballero se separó de la formación y obligó al gélido a avanzar hacia Malus.

—¿Mi señor?

Malus señaló la batalla de la llanura con el mentón.

—¿Qué conclusión sacas de ese lío?

—Humanos salvajes —dijo el caballero, de inmediato—. Bárbaros nórdicos, por el aspecto de los ponis. Estamos cerca de los territorios de su tribu, y deduzco que es una partida de incursión que regresa a los cuarteles de invierno.

Malus frunció el entrecejo.

—¿Contra quién luchan?

—Unos contra otros —replicó Vanhir, con desdén—. Una disputa por el botín, supongo. Están tan cerca de sus territorios natales que algunos deben de haber pensado que podían privar a otros de la parte que les correspondía sin correr riesgos.

«Entonces, no son tan diferentes de nosotros», pensó Malus. Intentó calcular el número de bárbaros que había en el campo de batalla: al menos treinta, entre vencedores y vencidos.

—Son más numerosos, pero van mal acorazados —reflexionó el noble—. ¿Crees que nos han visto ya?

Justo en ese momento, a uno de los gélidos se le agotó la paciencia, se alzó de manos y lanzó un rugido de caza que recogieron los otros nauglirs. Para cuando los druchii recobraron el control de las monturas, la llanura estaba cubierta de ponis que se alzaban de manos, y de nómadas que gritaban y gesticulaban.

—¿Qué decías, mi señor?

—Nada —dijo Malus—. ¿Qué harán ahora?

Vanhir pareció conmocionado por el hecho de que el noble formulase una pregunta semejante.

—Pues atacarán, mi señor —respondió—. Los nómadas adoran al Señor de los Cráneos. Veréis... ¡Ya vienen!

En efecto, los bárbaros se habían recobrado de la sorpresa inicial, y los jinetes —todos juntos, al parecer de nuevo unidos contra un enemigo común— ya habían formado en un desordenado grupo que trotaba hacia ellos. Agitaban hachas ensangrentadas por encima de la cabeza y bramaban ululantes gritos de guerra mientras cabalgaban.

—Muy bien. Regresa a la formación, Vanhir —ordenó Malus, y después se puso de pie sobre los estribos—. ¡Sa'an'ishar! ¡Ballestas preparadas! —gritó—. ¡Dos andanadas a mi orden, y luego preparaos para cargar!

Malus extendió un brazo hacia atrás para coger la ballesta en el momento en que los nómadas taconeaban a los ponis para que aceleraran hasta un trote ligero. Ya casi estaban al pie de la cadena de colinas. A esa distancia, vio que llevaban la cara piulada con una pasta blanca que les confería el aspecto de cráneos, y espesas melenas de pelo trenzado se agitaban violentamente al viento. Cada jinete, según vio el noble, llevaba un manojo de cabezas cortadas atadas por el pelo a la silla de montar.

—¡Preparados! —gritó al mismo tiempo que alzaba la ballesta hasta el hombro.

Recorrió con los ojos las primeras filas de la turba que se aproximaba, en busca del jefe. Se decidió por un nómada enorme que montaba un peludo poni negro y llevaba una descomunal hacha de guerra en una ancha mano. La cabeza del hombre había sido afeitada y tatuada con toscos sigilos rojos, y la cara tenía más rasgos en común con un lobo que con un hombre. Mientras Malus observaba, el nómada enseñó dientes puntiagudos al lanzar un bramido, y la horda aceleró hasta el galope.

—¡Disparad! —gritó Malus, y la ballesta restalló en su mano.

El nómada con cabeza lobuna se tambaleó sobre el poni cuando una saeta de negras plumas se le clavó en el pecho. Se aferró a la silla de montar por espacio de dos segundos; luego, los insensibles dedos soltaron el hacha, y el bárbaro cayó de espaldas al suelo.

El noble ya accionaba el mecanismo de carga con movimientos rápidos y seguros, perfeccionados por los años de práctica. Media docena de bárbaros habían caído heridos por Hechas o derribados por ponis agonizantes y pisoteados por sus compañeros. Los incursores, de cuyas hachas caían regueros de sangre, ya habían llegado a la mitad de la cuesta. La ballesta de Malus se cargó con un chasquido, y él escogió otro objetivo.

—¡Preparados! —bramó, y oyó los gritos de respuesta de sus hombres. Al azar, Malus escogió a un jinete que llevaba en alto una lanza arrojadiza—. ¡Disparad!

La ballesta restalló, y la saeta se clavó en la garganta del hombre, la atravesó y le seccionó la columna vertebral; una mancha roja apareció en torno al cráneo del nómada, que, como una muñeca de trapo, cayó al suelo.

Malus colgó la ballesta de la silla de montar y desenvainó la espada. Los humanos ya estaban casi sobre ellos. Otras espadas susurraron al salir de las vainas de la formación druchii.

—¡Cargad!

Los nauglirs saltaron hacia adelante con un frenético rugido. Por un momento, Malus apenas logró mantenerse sobre la silla de montar cuando
Rencor
, hambriento, dio un brinco hacia el poni más cercano. El animal chilló de terror e intentó apartarse, pero el gélido lo cogió por el cuello y cerró las fauces en medio de una fuente de sangre caliente. El jinete salió despedido hacia adelante a causa del impacto y cayó cuan largo era sobre el cuello de
Rencor
, donde Malus le atravesó el cráneo con la espada. Otro incursor pasó por la derecha y le asestó un resonante golpe de través sobre el peto que lo lanzó contra la parte posterior de la silla de montar e hizo que su espada saliera girando por el aire. Aferrándose a la silla de montar, espoleó salvajemente al gélido para apartarlo del improvisado banquete mientras sacaba de forma apresurada la segunda espada de la vaina y se erguía, dolorido.

Otro jinete galopó hacia Malus desde la izquierda. El noble tiró de las riendas para situar la cabeza de
Rencor
en el camino del nómada, y el gélido arrancó al hombre de encima de la montura. El incursor bramó de furia y halló fuerzas para asestarle débiles tajos en el hocico antes de que
Rencor
le seccionara el torso e hiciera caer al suelo las extremidades y la cabeza.

A esas alturas, los incursores habían pasado más allá de los druchii y estaban girando en lo alto de la cadena de colinas. Sobre la ladera yacían una docena de cuerpos de nómadas y un druchii cuyo hambriento nauglir lo había aplastado al saltar sobre el primer poni a su alcance y rodar ladera abajo con la presa. Quedaban menos de la mitad de los incursores, pero los bárbaros de mirada salvaje no daban muestras de que quisieran abandonar la lucha. Malus hizo girar a
Rencor
y lo espoleó para que volviera a subir la pendiente; en ese momento, los nómadas se lanzaron hacia él.

Una vez más,
Rencor
se lanzó hacia el poni más cercano, pero esa vez el nómada era un jinete experto, al que, además, enloquecía la sed de batalla. En el último momento hizo saltar al poni por encima de la cabeza del gélido, y Malus se encontró mirando con ojos desorbitados las encogidas patas y el ancho pecho del animal, que volaba hacia él como una piedra que caía desde lo alto. Antes de que pudiera reaccionar,
Rencor
atrapó los cuartos traseros del poni con las fauces, y de repente, jinetes y monturas daban volteretas ladera abajo.

El poni del nómada le dio a Malus un golpe de soslayo que lo hizo salir volando de la silla. Aterrizó con un fuerte impacto a casi doce metros de distancia, en medio de una lluvia de tierra y hierba, pero, muy probablemente, el golpe le había salvado la vida.
Rencor
y el poni agonizante pasaron de largo rodando por la ladera; el animal chillaba desesperadamente de dolor y terror. El incursor se detuvo a poca distancia, sin sentido a causa de la caída, y Malus saltó sobre él mientras estaba indefenso y le cortó la cabeza de un tajo.

Para cuando Malus se levantó con paso tambaleante, la batalla había acabado. Los ponis sin jinete relinchaban y galopaban en todas direcciones; algunos eran perseguidos por nauglirs fuera de control, cuyos jinetes maldecían y forcejeaban con las riendas. Un nómada sin montura se lanzó ladera abajo hacia uno de los druchii; el inutilizado brazo izquierdo le colgaba al lado. Malus observó cómo Dalvar sacaba un cuchillo del cinturón y lo lanzaba; la destellante trayectoria que recorrió el arma acabó en la parte posterior del cráneo del incursor.

Lhunara vio a Malus y fue hacia él al trote, con Vanhir detrás. El terrible cansancio de ella se había desvanecido en la emoción de la carga, y la lobuna sonrisa que había en los labios de la oficial era la primera que Malus veía en muchos días.

—¡Agradable diversión para una tarde, mi señor! —le gritó.

—¿Algún prisionero? —preguntó Malus.

Vanhir negó con la cabeza.

—Los bárbaros no son de los que pueden capturarse —respondió—. Luchan con los dientes y los astillados muñones de los brazos si es lo único que tienen.

—¿Órdenes, mi señor? —preguntó Lhunara.

Malus arrancó un puñado de hierba parda y se puso a limpiar la sangre de la espada mientras recorría el campo de batalla con los ojos.

—Que la partida de guerra desmonte y deje que los nauglirs coman hasta hartarse. Los hombres pueden saquear el campo de batalla mientras los gélidos se atracan de carne. Sin duda, habrá objetos de valor entre las tiendas, y se han ganado una recompensa. Luego, recogeremos toda la comida que podamos encontrar y nos marcharemos de aquí antes del anochecer.

Vanhir frunció el ceño.

—Si dejamos que los gélidos se empachen, se volverán lentos...

—Cuando los nauglirs tienen demasiada hambre, se vuelven contra los miembros más débiles de la manada..., y en este caso, somos nosotros —respondió Malus—. Esto ha sido un regalo —observó al mismo tiempo que abarcaba el campo de batalla con un barrido de la espada—. Quiero aprovechar la ocasión todo lo posible porque quién sabe cuándo volveremos a tener tanta carne a mano.

El caballero reflexionó sobre lo que acababa de oír y se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, e hizo que su montura girara para volver a subir por la ladera.

Lhunara lo observó mientras se alejaba.

—Parece decepcionado.

Malus se encogió de hombros.

—Ya puede estarlo. Con el estómago lleno y las alforjas cargadas de oro, los hombres tendrán menos razones para cortarme el cuello esta noche.

—Muy cierto —asintió ella, y luego bajó la mirada hacia el noble, con una sonrisa torcida—. Por supuesto, siempre queda mañana.

A continuación, la oficial hizo girar a la montura y se alejó para transmitir las órdenes de Malus.

La ciudad pareció surgir de la nada. En un momento dado no había más que áridas planicies y un horizonte gris acero, y luego atravesaron una loma baja y vieron las ruinas que se alzaban hacia el cielo desde el llano situado a menos de un kilómetro al norte. Los druchii permanecieron sobre las monturas en la ladera descendente e intentaron darle un sentido a aquello. «No pudimos verla antes a causa del polvo —pensó Malus—. Ninguna otra cosa tiene sentido. Pero, por otro lado, estamos en los Desiertos del Caos.»

Cuando otra racha de viento les lanzó una nube de polvo y arena a la cara, Malus se ajustó la bufanda que le cubría la boca y la nariz. Hacía días que habían dejado atrás el campamento de los nómadas, y el terreno había pasado de pasturas a tierra resquebrajada y nubes de polvo. Las ráfagas de viento eran calientes y olían a azufre, como si escaparan por la boca abierta de un horno a pesar de que las espesas nubes grises de lo alto amenazaban con nieve. Entonces, la montaña parecía hallarse más cerca, al menos. Así lo creía Malus, en todo caso. Ya no estaba seguro.

—Bien, Vanhir, ¿qué conclusión sacas de eso?

Vanhir se encontraba a la derecha de Malus y se sujetaba la bufanda contra la cara.

—No sé qué es, mi señor —respondió al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. Con mi familia, nunca llegamos tan al norte cuando perseguíamos a los humanos. —Hizo una pausa para estudiar las derribadas murallas y las torres partidas que había a lo lejos—. Parece desierta..., al menos, yo no veo ningún signo de actividad. Tal vez sea la ciudad de demonios de la que habló el urhan Beg antes de entrar en el Santuario de los Caballeros Muertos.

—Si está desierta, no me importa quién la construyó —intervino Lhunara con irritación al detener la montura a la izquierda de Malus. Llevaba la capucha sobre la cabeza y la máscara nocturna puesta para protegerse la cara—. Lucharía contra un demonio si eso significara salir de esta maldita tormenta de polvo durante una hora o dos.

Malus consideró las opciones que tenía. Era cierto que la ciudad en ruinas parecía desierta, pero esa impresión podía fácilmente ser engañosa. A primera vista era tan grande como Hag Graef, y un centenar de incursores podían ocultarse en ella sin que nadie se diera cuenta. Sin embargo...

—Si alguien construyó una ciudad aquí, tiene que haber un pozo de agua en alguna parte —dijo—. Y estamos quedándonos sin agua.

El noble reprimió una maldición mientras intentaba hacer funcionar su exhausta mente. Deseaba tener hombres suficientes para arriesgarse a enviar una patrulla, pero entonces eran tan pocos que arriesgar a uno o dos druchii equivalía a poner en peligro a todo el grupo.

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